martes, septiembre 25, 2012

Maestros antiguos

No se consigue una línea luminosa sin antes perderse por los pasillos enrevesados, serpentinos, del conocimiento. No se llega en trayectoria recta a la sabiduría. Tampoco a los espejismos de la inteligencia. Eso lo sabe un lector de raza, amante de las frases esclarecedoras o de esas indignaciones ciudadanas que, a fuerza de estar bien redactadas, aparecen ante los ojos como prodigios.
El verdadero lector de revistas y periódicos, aunque se entretenga con la lectura de las noticias de Política y Cultura, de Deportes y Economía, de Lady Gaga y Kim Kardashian, nunca olvida enfrentar las ideas a veces pedante y complicadas que menudean en las páginas de Opinión, esas páginas que son también las de las viñetas y las caricaturas de humor.
El ciudadano urgido de participar en el ágora virtual de la opinión pública no puede esperar que primero se concrete la elucidación de la verdad absoluta para expresar sus temores y certezas, como si fuese uno más de los investigadores confinados a los estrechos ámbitos de la academia. El debate político no se ajusta a los tiempos flexibles, casi eternos, del método científico. La democracia, gobierno de la opinión, únicamente puede esperar por la verdad rápida, siempre incompleta, que nace del libre intercambio de juicios y pareceres; jamás por la verdad pura e irrebatible, forjada a paso testudíneo, de las ciencias exactas.
Si aceptamos el forzoso imperio de la opinión sobre la epistemología, y nos animamos a definir al hombre —a la usanza de los filósofos primitivos— como el animal que opina, entonces tendríamos que convenir que la novela Maestros Antiguos (Editorial Alianza, 1999) es una de las obras más humanas de la literatura universal. Su autor, el escritor austriaco Thomas Bernhard, es un auténtico miembro de la milenaria tribu de la doxa.
El protagonista de Maestros antiguos, el señor Reger, músico y columnista cultural del diario The Time, acude en días alternos a la sala Bordone del Museo Histórico de Bellas Artes de Viena. Allí contempla «El hombre de la barba blanca», un lienzo pintado por Tintoretto, uno de los más grandes nombres del Renacimiento italiano. Sin embargo, lo que en un primer momento se pudiera interpretar como un acto íntimo, pletórico de admiración, oculta en el fondo una finalidad inconfesable: conseguir un defecto que patentice la humanidad de todo artista y de todo acto creador.
«La cabeza tiene que ser una cabeza que busque, una cabeza que busque los defectos de la Humanidad, una cabeza que busque los fracasos. La cabeza humana sólo es realmente una cabeza humana cuando busca los defectos de la Humanidad. La cabeza humana no es una cabeza humana si no se pone en busca de los defectos de la Humanidad. Una buena cabeza es una cabeza que busca los defectos de la Humanidad, y una cabeza extraordinaria es una cabeza que encuentra  esos defectos de la Humanidad, y una cabeza genial es una cabeza que, después de haberlos encontrado, señala esos defectos encontrados y, con todos los medios a su disposición muestra esos defectos», reflexiona Reger, un tanto encolerizado por los enjambres de turistas.
Palabras que se repiten para escribir ideas siempre parecidas, pero nunca iguales. Artificio de la prosa que reproduce la dinámica reflexiva de la mente crítica, aquella  empecinada en dar con la frase lapidaria, con el concepto dialécticamente irrebatible que sirve para cimentar la opinión y potenciar la carga persuasiva. Ese es el estilo de Thomas Bernhard.
«De repente tiene uno que convertir el mundo entero en caricatura. Uno tiene que tener la fuerza de convertir el mundo en caricatura, la enorme fuerza de espíritu que hace falta para ello, esa única fuerza de supervivencia. Sólo lo que encontramos finalmente ridículo lo dominamos también, sólo cuando encontramos ridículo al mundo y la vida en él progresamos, no hay otro método, ninguno mejor. Sólo el tonto admira, el inteligente no admira sino que respeta, estima, comprende. La admiración ciega y hace estúpido al admirador», advierte el crítico sentado frente al cuadro de Tintoretto.
Para Reger los antiguos maestros del arte no son tales, porque sólo puede mirar en ellos a una gavilla de farsantes: costosos decoradores de los aposentos y los grandes salones de papas y gobernantes. «En realidad, ¿por qué pintan los pintores, cuando existe la Naturaleza? Hasta la obra de arte más extraordinaria no es más que un esfuerzo lastimoso, totalmente carente de sentido y finalidad, de imitar a la Naturaleza, sí, de remedarla (…) No hay nada más repulsivo para mí que los señores pintados. Conservar, dice la gente, documentar, pero al fin y al cabo, como sabemos, sólo se conserva y se documenta lo mentiroso, lo falso, sólo se conserva y se documenta la falsedad y la mentira, la posteridad sólo tiene falsedad y mentira colgadas de las paredes, sólo hay falsedad y mentira en los libros que nos han dejado los llamados grandes escritores, sólo falsedad y mentira en los cuadros que cuelgan de esas paredes. Ése que cuelga de la pared no es al fin y al cabo nunca el que pintó el pintor. El que cuelga de la pared no es el que vivió».
Puesto a desenmascarar la pose del mundo intelectual, Reger, ese opinador de oficio, arremete contra los diletantes, los guías de turismo cultural, los críticos de arte y demás bichos de galerías y pinacotecas. «La gente sólo va a los museos porque le han dicho que un hombre culto tiene que visitarlos, no porque le interesen, la gente no tiene ningún interés por el arte, en cualquier caso el noventa y nueve por ciento de la Humanidad no tiene ningún interés en absoluto por el arte (…) La gente comete en los museos siempre el error de proponerse demasiadas cosas, de querer verlo todo, y así anda y anda y mira y mira y de pronto se derrumba porque, sencillamente, ha devorado mucho arte. El profano va al museo y se lo echa a perder por exceso (…) El conocedor va al museo para examinar todo lo más un cuadro, una estatua, un objeto, va al museo para examinar, para juzgar, un Veronés, un Velázquez. Pero esos conocedores del arte me resultan todos profundamente repulsivos (…) A la inversa, me revuelve también el estómago ver a los profanos también en el museo, y cómo, sin sentido crítico, lo devoran todo, en una sola mañana quizá todo el arte pictórico de Occidente».
Como un epígono de Samuel Johnson, quien llegó a afirmar (en brillante humorada) que para evitar prejuzgarse no leía los libros que criticaba, el prestigioso columnista cultural del diario The Time, el señor Reger, confiesa su pasión por el fragmento y su aversión por el todo. «En mi vida he leído un solo libro de cabo a rabo, mi forma de leer es la de un hojeador en alto grado dotado, que prefiere hojear a leer, y por consiguiente hojea docenas y, llegado el caso, cientos de páginas, antes de leer una sola; pero cuando ese hombre lee una página, la lee más a fondo que nadie y con la mayor pasión que cabe imaginar. Soy más hojeador que lector, debe usted saber, y me gusta hojear tanto como leer, durante mi vida he hojeado un millón de veces más que leído, pero al hojear he tenido siempre, al menos, tanta alegría y verdadero placer espiritual como al leer (…) El que lee todo no comprende nada. No es necesario leer todo Goethe, todo Kant, ni tampoco es necesario Schopenhauer; unas páginas del Werther, unas páginas de las Afinidades electivas, y al final sabremos más sobre esos dos libros que si los hubiéramos leído de principio a fin, lo que en cualquier caso nos privaría del placer más puro. Desde hace mucho tiempo no podemos aguantar ya nuestra época como un todo. Sólo si la vemos como fragmento nos resulta soportable. El todo y lo perfecto nos resultan insoportables. Lo perfecto nos amenaza  ininterrumpidamente con aniquilarnos».
Sorprende que el todo que asfixia a Reger no sea una sociedad comunista ni fascista, sino la Viena democrática, que a sus ojos parece una aglomeración repulsiva de gentes vulgares, de existencias criminales. «El genio y Austria no se llevan bien. En Austria hay que ser una mediocridad para tener derecho a hablar y ser tomado en serio, un hombre de chapucería y mendacidad provinciana, un hombre con una cabeza absolutamente de Estado pequeño. Un genio, o incluso un intelecto extraordinario, es asesinado aquí a la corta o a la larga de una forma humillante (…) El austriaco es la mosquita muerta oportunista nata y el disimulador y el olvidador nato en lo que se refiere a las atrocidades, para poder sobrevivir. Ésa es la verdad. Los periódicos ponen al descubierto y acusan y exageran naturalmente, pero lo anulan también todo enseguida de forma oportunista, y de forma oportunista olvidan (…) Los retretes más asquerosos se encuentran en Viena, más asquerosos que en cualquier otra ciudad, cuando uno tiene necesidad de hacer aguas se lleva la gran sorpresa. Viena es muy superficialmente famosa por su ópera, pero realmente temida y execrada por sus escandalosos lavabos. Tener que ir a los lavabos en Viena es la mayoría de las veces una catástrofe, en ellos, si no se es un acróbata, se mancha uno».
Al final de la novela el lector comprueba que detrás de tanto pesimismo se oculta una comedia, que Bernhard ha ejercido la libertad de los bufones y ninguna de las opiniones mordaces y lapidarias, de sedicente misántropo, tiene el poder de negar la realidad: El hombre es mucho más que el lobo del hombre. Thomas Hobbes, ese gemelo del miedo, también nos mintió…
«Aborrecemos a los hombres y, sin embargo, queremos estar con ellos, porque sólo con los hombres y entre ellos tenemos una oportunidad de seguir viviendo y no volvernos locos. La verdad es que la soledad no la soportamos tanto tiempo. Creemos que podemos estar solos, creemos que podemos estar abandonados, nos convencemos de que podemos seguir adelante solos, pero es una quimera. Sin hombres no tenemos la menor oportunidad de vivir».
Así Reger.

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