miércoles, diciembre 22, 2010

El arte de regalar

La simulación humana tiene sus límites. Actores como somos del gran teatro del mundo, podemos reproducir artificialmente la intensidad de un orgasmo (según confiesa a sus amistades el hombre abatido por el abandono de su amante), pero carecemos de capacidad histriónica para ocultar nuestro desagrado por un regalo fallido, por otra promesa de felicidad incumplida.
La expresión facial de la persona al romper el envoltorio del obsequio constituye, sin lugar a dudas, la prueba de fuego para conocer la receptividad y pertinencia de nuestros llamados «detallitos». El arte de regalar es complicado porque supone adentrarse en el universo de manías, gustos y obsesiones de un individuo cuya psique apenas intuimos. Aquellos que subestimen esta circunstancia nunca serán recordados con alegría por nadie y sus gestos de amistad y buena voluntad irán a parar invariablemente al trastero, en espera del próximo operativo de donaciones para damnificados y centros de acopio.
Diciembre es la época del año donde el obsequiar deja de ser una manifestación de cariño para convertirse en un deber insoslayable. A los regalos para parientes y amigos se suman los detallitos relacionados con los intercambios surgidos de manera «espontánea» entre los compañeros de trabajo o de estudio, las atenciones pensadas para agasajar a los familiares políticos (con cuyo apoyo siempre es necesario contar) y las pepitas de oro que, en el marco de la celebración del tradicional amigo secreto, habremos de cambiar luego por espejitos. En el último mes del año se dispara además la tasa de matrimonios (la llegada de las utilidades parece poner a la gente lujuriosa), por lo que es frecuente que nuestro nombre sea incluido en faraónicas listas de bodas (hemos sabido de la formación de más de una cooperativa de invitados para adquirir, en cómodas cuotas, una cucharita del juego de cubiertos de plata). Finalmente, también incluimos esa variante del regalo decembrino que, envuelto en débiles esperanzas de riqueza, le brindamos a los organizadores de iniciativas de envite y azar, cuyos premios, la verdad sea dicha, rara vez son ganados por alguien.
Son muchos los factores que condicionan el acto de regalar. El peor de todos: la falta de dinero. Se siente uno peor que un gobernador de la oposición, porque ni siquiera se tiene el consuelo de las burusas del situado constitucional. En estos casos, se impone una fervorosa peregrinación a los templos del baratillo, a saber, los buhoneros y los mayoristas chinos. Pero no todos los individuos son cazaofertas. Abunda quien, con la excusa de la crisis económica y el aumento en los precios de los ingredientes de la hallaca y el pan de jamón, se pone creativo y procede a repartir, a cada una de sus víctimas, obsequios de fabricación dizque artesanal. Estas piezas, generalmente calificadas por su autor como únicas e irrepetibles, resultan de apariencia tan contrahecha que merecen inscribirse, ex aequo, en los rubros de lo friki y lo naif. De hecho, con sus acabados irregulares nos hacen recordar los trabajos de manualidades elaborados en las escuelas a propósito del día de las madres.
Con el desarrollo de la telemática y el uso masificado de las redes sociales, aparece una nueva variante de la personalidad dadivosa: el manirroto virtual. Este sujeto se caracteriza por colmar de regalos intangibles (un toque, un beso, un abrazo, una torta, una cerveza, una serenata, un virus troyano) a cada uno de sus sesenta millones de amigos en el Facebook. El único límite que conoce este San Nicolás 2.0 es el monto de la tarjeta de conexión prepagada a internet. Sin embargo, peor que este espécimen es aquel sujeto que pretende «matar» cinco o seis fechas festivas (cumpleaños, onomástico, graduación, Niño Jesús, fin de año y Reyes Magos) con un único y acumulativo regalo…
El acto de regalar puede transformarse en fuente de estrés cuando nos proponemos obsequiar objetos o artículos que ponen de manifiesto un estilo de vida, porque entramos de lleno en el terreno de las aspiraciones. Si, en vez de reparar en el conjunto de elaboraciones psicológicas que caracterizan a todo ego, nos concentramos exclusivamente en los rasgos físicos que apreciamos en las personas corremos el riesgo de equivocarnos en la compra de ropa, perfumes, calzados y accesorios. El austríaco Thomas Bernhard, en su novela Maestros Antiguos, pone en labios de su protagonista la siguiente reflexión: «Hacer regalos es una de las mayores insensateces. Hacer regalos es una costumbre horrible, practicada naturalmente por mala conciencia y también, muy a menudo, por el habitual miedo a la soledad. Lo regalado no se aprecia, hubiera debido ser siempre más y siempre más aún y en definitiva no engendra más que odio. No he hecho nunca regalos en mi vida y siempre he temido que me hicieran regalos».
Hay hombres y mujeres que, como el personaje de Bernhard, se sienten incómodos con los obsequios. Algunas de las razones están ligadas a la presencia de un espíritu resentido, de una autoestima tambaleante: «Nunca aceptaste dinero de mí, ni regalos, ni permitiste que nuestra amistad se transformara en una auténtica hermandad, y si yo no hubiese sido tan joven en aquella época, me podría haber dado cuenta de que era una señal sospechosa y peligrosa. Quien no acepta los detalles, probablemente es que lo quiere todo, absolutamente todo», le increpa el general Henrik a su antiguo amigo el desertor Konrad, en la novela El último encuentro. Aunque también existe el pelabola que observa con preocupación la abundancia de regalos, porque siente que cada obsequio da pie a una suerte de obligación, desprendida de un tácito pacto de correspondencia.
De todo el anecdotario de ilustres regaladores, me quedo con el testimonio de Enrique Vila-Matas en su adictivo Dietario Voluble: «A veces tener que regalar algo nos pone al borde del abismo, nos complica la vida hasta límites que jamás habíamos sospechado. Es peligroso regalar. El gesto es desde luego una manifestación extrema de un elegante arte, pero no conviene que olvidemos que tiene su lado salvaje. Como todos perfectamente sabemos, no podemos regalar nada que nos guste mucho, pues si casualmente llegamos a encontrar algo maravilloso, el impulso natural nos conduce a quedárnoslo, nos lo apropiamos, no llega nunca a la persona que pensábamos obsequiar. En mi caso, lo más peligroso de regalar siempre han sido los libros (…) Es complicado regalar un libro porque muchas personas se fijan sólo en el título de la novelas que les ofreces y creen que contienen un mensaje velado para ellos, y algunos acaban incluso sintiéndose aludidos. El día, por ejemplo, en que regalé En busca del tiempo perdido a un amigo que creyó que trataba de indicarle que había hecho siempre el imbécil, que toda su vida había estado perdiendo el tiempo. El día en que regalé El arte de callar, del abate Dinouart, a alguien tan susceptible que creyó que trataba de indicarle que fuera menos charlatán, que hablara menos, sobre todo en mi presencia. El día en que regalé El laberinto de la soledad y el amigo tímido que lo recibió y que llevaba años sufriendo en silencio su condición de solitario casi rompió a llorar porque había creído leer El laberinto de tu soledad. Me acuerdo del día en que regalé Rumbo a peor de Samuel Beckett a una amiga deprimida. Y también el más que inolvidable día en que por equivocación regalé una novela al autor de la misma, que precisamente acaba de mandármela a mi domicilio y entendió, con razón, que me burlaba de él y de su libro. Es peligrosísimo regalar libros…».
Que la vida les obsequie, apreciados lectores, una Feliz Navidad.

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1 Comments:

Blogger Señorita Cometa said...

Feliz Navidad Vampi. Y mis mejores deseos para ti también. Que alguien la pegue del techo y te regale algo útil o al menos bonito ;) o por lo menos una hallaca bien resueltay muchas buenas intenciones. Saludos!

3:16 p.m.  

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