jueves, noviembre 20, 2008

Anatomía del matatigrismo

Es el matatigre venezolano uno de los más ruinosos desterrados del paraíso proletario. Un sujeto impecune que no logra disfrutar de los múltiples beneficios laborales establecidos por el llamado Estado de Bienestar. Dolorosa historia personal que jamás conocerá la esperanza de un plan de jubilación, el alivio de una póliza de seguros, la certeza de un quince y un último.
El trabajador free lance, lamentablemente, no puede darse el lujo de rechazar una propuesta de negocios porque la tasa interna de retorno sea menor a treinta por ciento o el valor presente neto del proyecto sea negativo. La macroeconomía del hambre impone un particular análisis de factibilidad; una aproximación al pronóstico instrumental basado en un grupo de variables no tan numeroso como el utilizado por los tecnócratas de los organismos financieros internacionales.
Es pertinente aclarar que no existe tal cosa como un “matatigre ecológico”, esto es, un híbrido ideológico que propugne el respeto de los derechos esenciales de la fauna sin dejar de arremeter contra cualquier lance a destajo. En este sentido, el matatigre genéticamente puro considera como invalorable pieza de cacería cualquier especie que tenga cabida en el arco taxonómico de los felinos, bien sea un cunaguaro, bien sea un leopardo. Porque en el deprimido mundo de las finanzas personales, la labor de mantenimiento de una vieja cañería resulta tan importante y redentora como la glamorosa “creación y ejecución” de un plan de outsourcing para pequeñas y medianas empresas. El objetivo estratégico siempre será, en este sentido, sumar nuevos recursos para el pote.
Para satisfacer los variados requerimientos de los clientes potenciales, el matatigre venezolano tendrá que esmerarse en la definición de una estructura legal y organizacional lo suficientemente ambigua como para justificar cualquier incursión profesional (arreglo de aparatos electrodomésticos, confección de prendas íntimas, importación de perfumes de imitación, talleres de feng shui u organización de cocteles). Las tendencias recientes en el competitivo mercado de empresas unipersonales ponen de manifiesto la conveniencia de fundar “compañías asesoras” y “firmas de soluciones gerenciales”, todas ellas, demás está decirlo, con sonoros nombres en inglés.
La coherencia propagandística reclama que el solitario entrepreneur ordene la impresión de un mazo de tarjetas personales en las que se haga constar su condición de presidente, CEO o director principal del naciente emporio comercial. Y aunque en la soledad de su cuchitril el atribulado matatigre acepte que jamás ha tenido el dominio de ninguna de las circunstancias de su vida, comentará a los clientes que la firma consultora cuenta con una moderna página en internet, sólo que en estos momentos, ¡qué casualidad!, ¡no me lo van a creer!, “la misma” fue “jaqueada” y se halla en reconstrucción. Apelará entonces a la eficaz herramienta del correo electrónico, cuya denominación deberá encontrarse en sintonía con la solemnidad característica del mundo de los negocios. Es así como los emails del tipo rompecolchón@gmail.com o yosisoylocote@hotmail.com quedan completamente descartados.
La modesta habitación del matatigre servirá como sede principal de la pujante empresa de soluciones gerenciales. Luego tocará al viejo maletín y al teléfono celular de segunda generación hacer las veces de sucursales virtuales. La ausencia de músculo financiero otorgará a los servicios comunicacionales e informáticos de apoyo un carácter marcadamente “prepago” (las tarifas “habla pegao” o “feisbucea pegao” quedan relegadas para hipotéticas épocas de bonanza); mientras que la imposibilidad de contar con modernos equipos de identificación de llamadas telefónicas obligará al entrepreneur a perfeccionar todas sus capacidades histriónicas a fin de despistar a los integrantes más voraces de la jauría acreedora.
El hecho de que la empresa no cotice en los mercados bursátiles de Londres o de Shanghai no impide que el matatigre químicamente puro se esfuerce en reproducir las mejores prácticas del mundo corporativo en su tenderete ambulante. Por tanto, tendrá que desarrollar de manera apropiada los siguientes conceptos estratégicos: misión, visión, valores, objetivos generales y específicos, propuesta de valor, ventajas comparativas y competitivas, posicionamiento, mezcla de mercadeo, cultura corporativa y matrices multifactoriales del tipo Balance Scorecard. En fin, todo los “jugueticos gerenciales” menos la cadena de valor, la cual, por tratarse de un personaje de la economía (sin)real, seguramente se encontrará empeñada.
La política de comunicaciones externas del matatigrismo constituye un verdadero desafío. Los mensajes estratégicos de sus piezas divulgativas e iniciativas de relaciones públicas deben evitar la creación de una imagen comercial de prosperidad ilimitada, no vaya a ser cosa que ante tan exitoso desempeño operativo la directiva del SENIAT decida incorporar al pobre trabajador free lance en el rubro de contribuyentes especiales. Sin embargo, el comprensible temor a las fauces del monstruo tributario no justifica en modo alguno la proyección de un aura recogelatera y huelepeguística que termine por abortar cualquier posible negociación.
Llegados a este punto, es conveniente precisar que los trabajadores a destajo, como buenos descendientes del sistema capitalista, son susceptibles de experimentar los graves efectos de las crisis periódicas del libre mercado. Y es que no sólo existen la burbuja puntocom o la burbuja inmobiliaria; también podemos hablar de la burbuja matatigre, la cual surge de una ampliación de la base de clientes que no logra traducirse, simultáneamente, en un incremento de los flujos monetarios. Esta tensión financiera entre la partida de cuentas por cobrar y la partida de cuentas por pagar desemboca en la inviabilidad operativa del proyecto, ya que a diferencia de lo sostenido por el famoso teorema de Miller y Modigliani -la empresa endeudada vale más que la empresa sin empréstitos-, la persona “enmonada” vale mucho menos que el mortinato bolívar fuerte, que ya es mucho decir...
Luis XIV de los negocios, Flaubert de la literatura gerencial, el matatigre venezolano resume su especificidad ontológica en la altiva frase: La empresa soy yo (“L'Entreprise c'est moi”). Condición solitaria que parece vacunarle ante las nocivas amenazas sindicales de la huelga y la paralización hora cero. Sin embargo, debemos advertir que esta romántica independencia económica suele estar revestida de mucha mitología. De hecho, se suele inventariar como punto a favor la suposición de que un trabajador free lance está exento de los latigazos de superiores administrativos, cuando la triste cotidianidad nos revela que el esclavo supuestamente manumiso tiene tantos jefes como tigres consigue matar... ¡Bachaco!
En fin, como ya lo dijo el poeta italiano Cesare Pavese: “Hay algo aún más triste que perder un ideal: el haberlo realizado”.

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miércoles, noviembre 12, 2008

Los mejores años de mi vida


No es secreto para nadie que todas las personas que han sido eyectadas del tálamo nupcial gustan de recriminar a sus abominables verdugos el haberles arrebatado los mejores años de su existencia. Curioso razonamiento que, en esencia, hace coincidir la denominada flor de la vida, no con una determinada escala etaria -no hay edad para la ruptura amorosa-, sino con aquel tiempo en que el ser humano tuvo por buena la idea de estar imprudentemente arrejuntado.
De tal suerte que el amor y el impulso sexual se convirtieron, gracias a los postulados de tan peregrina teoría, en el funesto binomio aplicado por el destino para impedirle a cada uno de los pobres abandonados fundar la corporación Microsoft, escribir Los detectives salvajes, representar el papel de Anton Chigurh en la película No Country For Old Men, ganar ocho medallas doradas en los juegos olímpicos de Beijing o grabar un lascivo video en compañía de Beyoncé Knowles y Britney Spears. En fin, ¡qué de cosas habrían hecho si no se hubiesen “empiernado”!
Pero anclar los mejores años de nuestra vida en esa duna pródiga de espejismos que es el pasado equivale también a despreciar, aunque sea indirectamente, los variados cambios y beneficios aportados por la evolución científica e informática. Supone admitir, por todo el cañón, que nuestras existencias eran más felices en la gris época en la que no teníamos el valioso auxilio de las plataformas tecnológicas que mejoraron nuestra calidad de vida y potenciaron nuestras capacidades cognitivas y comunicacionales.
Por supuesto, que nunca faltará quien sospeche que nada bueno nos traerá la nueva primavera, y que el ser humano, si en verdad existiese una voluntad divina, sólo debería cumplir la cantidad de años necesaria para obtener la licencia de conducir y asistir a las proyecciones de películas con contenidos sexuales explícitos. No lo dicen, pero están convencidos de que las sociedades actuales solamente exaltan como modelo de vida la utopía de la juventud permanente.
No hay duda de que con refrescamientos estéticos podemos disimular la caída de los años. Sin embargo, la opción de las cirugías, además de costosa, también está expuesta a los rigores de esa maldición microeconómica conocida como “rendimientos decrecientes”; fenómeno social que nos advierte que cada nueva intervención quirúrgica registrará resultados plásticos de menor calidad. Un panorama aterrador, que se agrava considerablemente cuando analizamos el sabotaje sigiloso de cuellos y manos, partes del cuerpo que se niegan a silenciar las informaciones que otros órganos intentan ocultar.
El rendimiento decreciente de la cirugía plástica despierta angustia entre las personas repotenciadas, y las obliga a afinar sus dotes adivinatorias, a fin de no perder la lozanía de sus turgencias en la timba de las pasiones humanas. Y es que, como bien dijo uno de los personajes de La posibilidad de una isla, novela del francés Michel Houellebecq: “No es tan fácil tener relaciones a partir de cierta edad (...) Ya no tienes tantas ocasiones de salir, ni tantas ganas. Y además hay mucho que hacer, formalidades, gestiones..., las compras, la lavadora. Y encima también te hace falta más tiempo para cuidarte, simplemente para mantener el cuerpo más o menos en funcionamiento. A partir de cierta edad, la vida se vuelve, sobre todo, administrativa”.
Escribo estas líneas y recuerdo la escandalosa tesis de un amigo psicólogo, quien fija en los cuarenta años el techo de las realizaciones personales: “Con la cuarta década de vida termina la feliz coincidencia de experiencia y juventud. A partir de ese momento, únicamente nos queda la experiencia; una experiencia que, en muchos casos, sólo es maña para disfrazar con precarios discursos la permanente presencia de la derrota. Porque estamos tan conscientes de esta dura verdad es que nos resulta muy lamentable la visión de un viejo con un proyecto. A esa edad, todo lo que tenía que ocurrir ya ocurrió. El único éxito creíble en la edad madura no es otro que conseguir que el seguro acepte la cobertura total de tus medicamentos. ¡Así es la cosa, papá!”.
¿Pero cómo saber que hemos alcanzado la plenitud de nuestras acciones, y que al día siguiente nos espera el vértigo del declive? Personalmente no tengo ni idea. Lo único que sí puedo decir es que, según esta efectista cuenta regresiva, sólo me quedan tres años para dar el palo en humor o en literatura...
Y en cuanto al robo de nuestros mejores años, soy de los que creen que dicho hurto guarda mayor relación con los gobiernos y sistemas ideológicos pagados de sí mismos que con los amantes. Todos conocemos personas que vieron sus vidas cercenadas por el comunismo. En la actualidad, también observamos como millones de hombres y mujeres pierden lentamente su existencia en nombre de la mano invisible del mercado; situación que me hace pensar en uno de los muchos chistes políticos recabados en la Europa del Este por Ben Lewis -presentados en su muy vendido libro La risa y el martillo-: “¿Cuál es la diferencia entre el capitalismo y el socialismo? El capitalismo es la explotación del hombre por el hombre, y el socialismo es exactamente lo contrario”.

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