jueves, agosto 07, 2008

Envidia del silicón

Hace más de un siglo que el médico vienés Sigmund Freud escandalizó a la comunidad científica con su polémica teoría de la envidia del pene. En aquella oportunidad el padre del psicoanálisis llegó a señalar que las mujeres sojuzgadas por el machismo tradicional identificaban en el falo una penetrante metáfora de poder y prestigio social.
“En nuestras sociedades abundan los estereotipos que presentan a la mujer como un ser envidioso. Se trata, sin duda, de una de las muchas creencias misóginas -y por tanto negativas- que conforman el imaginario social sobre la feminidad. En este sentido, desde la perspectiva freudiana, lo primero que envidian las mujeres es ser hombres, lo cual, ¡atención!, no quiere decir que no se encuentren satisfechas con su sexo, ni que hayan reprimido un deseo lésbico, atávico y colectivo. Para nada. Se trata más bien de un asunto simbólico: la necesidad de apropiarse del poder conferido por el pene. Un poder que viene dado por el conjunto de privilegios físicos y sociales que son negados, mezquinamente, a todos aquellos individuos que carecen de dicho miembro”, explica el profesor de Psicología de la Universidad Central de Venezuela (UCV), Leoncio Barrios.
Sin embargo, es conveniente precisar que no todas las razones que sustentan el livor femenino hunden sus raíces en la manigua del inconsciente. De hecho, hay algunas de ellas que se caracterizan por una indiscutible dosis de practicidad. Pienso, por ejemplo, en las ventajas relacionadas con el alivio de no menstruar, la facilidad de orinar en cualquier lugar y el reconocimiento popular asociado con la promiscuidad masculina.
Lamentablemente para los usufructuarios del modelo androcrático hubo un momento en que este relato sufrió una importante modificación. Las mujeres decidieron salir de su encierro doméstico para ocupar posiciones cimeras en los espacios sociales tenidos como columnas principales de la vida en comunidad. Y de hecho, a la chita callando, consiguieron transformarse en sólidas cariátides, en seres que conjugan, en su compleja individualidad, roles tan variados como fascinantes: hijas y madres, amigas y amantes, trabajadoras y empresarias.
Abundan los hombres que no terminan de adaptarse a la nueva realidad. Y aunque ellos muchas veces prefieran impostar la voz del visionario que informa a su audiencia acerca de la proximidad de acuciantes desafíos globales, lo cierto es que en la inmediatez de sus entornos no hacen otra cosa que aferrarse a las viejas prerrogativas. Se limitan a pontificar a todo gañote sobre la inmarcesible igualdad de “género”, sin atreverse siquiera a trasladar una sola de sus declaraciones políticamente correctas al plano de las realizaciones, como por ejemplo aquellas referidas al principio administrativo “a igual trabajo, igual salario”.
Por supuesto que no podían faltar los infelices que piensan que las mujeres sólo ascienden laboralmente gracias a su atinada estrategia de aumentarse el busto; parte de la anatomía femenina que funciona como kriptonita a los ojos de los insepultos y babosos carcamales enquistados en las cadenas organizacionales de mando. Si Freud estuviese vivo, y fuese consecuente con su línea analítica del resentimiento, tendría que acuñar el término científico de envidia del silicón; teoría que escudriñaría las implicaciones psicológicas del convencimiento, surgido en algunos sujetos, de que el poder y el prestigio social ya no se miden en centímetros de virilidad, sino en centímetros
Nada nuevo bajo el sol. Los pobres de espíritu siempre han opinado que el otro no merece ninguno de los bienes deparados por el esfuerzo propio o la fortuna. En fin, pura miseria humana que nos recuerda la lapidaria frase del corso Napoleón Bonaparte: “La envidia es una declaración de inferioridad”.

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