miércoles, agosto 21, 2013

Los hipocondríacos salvajes

No hay ser más feliz en el mundo que un hipocondríaco con una póliza de seguro (sobre todo cuando goza de una amplia cobertura y disfruta las mieles de un bajo deducible). Es como un titán siempre convaleciente, que se adentra en los bosques embrujados del sistema de salud para allí encarar, en consultorios médicos y salas de emergencia, las emboscadas tendidas por la muerte.
Obsesionado con el tránsito hacia el más allá, el hipocondríaco es un perseguidor de padecimientos crónicos, de enfermedades mortales. También, por supuesto, un erudito; uno que no pisa bibliotecas ni se sienta en aulas universitarias, sino que frecuenta los cálidos espacios de las salas de espera para compartir, con sus colegas pacientes, los avances encontrados durante su navegación por internet. Porque sabido es que una segunda opinión siempre es buena, así sea la de un tuitero identificado con el sugestivo usuario de @brujodecarayaca…
La medicina es un asunto muy serio como para dejarlo únicamente en manos de los médicos. De allí que el hipocondríaco, acicateado por la indiscutible autoridad moral que le brinda su íntimo conocimiento del propio cuerpo («Este ruidito no lo tenía ayer», «La acidez me comenzó a golpe de mediodía», «Siento una bolita que me sube y me baja»), no vacila ni por un segundo en echar mano de su mejor aliado tecnológico: el motor de búsqueda de Google. El torrente de páginas encontradas le permite deleitarse con la lectura de archivos PDF en los que se resumen abstrusas ponencias académicas acerca de enfermedades extrañas. De igual modo, consigue inusitada fruición en la consulta de portales de divulgación científica, con artículos y reportajes interactivos sobre síntomas, síndromes, etiologías y posibles complicaciones en los resultados de las pruebas hematológicas. Ebrio de enrevesados términos de la jerga médica, nuestro sufrido amigo concluye invariablemente: «¡Ay Diosito! Ahora sí es verdad que no la cuento»).
Si el escritor Víctor Hugo lleva razón y la felicidad del malvado es una felicidad negra, entonces, por analogía, la felicidad del hipocondríaco es una felicidad ocre, cetrina, amarillenta (como ese color que delata las fallas hepáticas). Un sentimiento de intensa alegría que se alimenta de la contradicción interna que consume al sujeto que, aunque anda, come y duerme como todas las personas saludables, sin embargo, se halla muy mal.
No hay peor avilantez que contradecir el testimonio autobiográfico de un hipocondríaco. Entonces el indiscreto opinante pasa a ser objeto, inmediatamente, de todo tipo de imputaciones. Se le acusa de no valorar la existencia humana, de desdeñar el dolor ajeno, de carecer de sentimientos empáticos, de querer apropiarse de los bienes del difunto (a pesar de que quizás ni haya bienes ni tampoco difunto). La consecuencia lógica de tan paroxística escalada es la denominada «maldición gitana»; un ardid truculento mediante el cual el enfermo imaginario condena a sus descendientes a repetir su trágica suerte (no olvidemos que la única herencia que reciben los pobres son las taras genéticas): «¡Mírense en este espejo, infelices! ¡Dejen de burlarse! ¡Lo que les va a pasar a ustedes ya está escrito: por sus venas corre mi adn piche…».
Este demoníaco maleficio del «adn piche» pone en evidencia la relación enfermiza que mantiene el hipocondríaco con la ciencia genética. Mientras muchas personas nacidas en las amplias riberas del tercermundismo escarban alrededor de su árbol genealógico para sacar de las raíces algún antepasado (aunque haya sido un facineroso) de origen europeo o estadounidense que abra la senda de la ansiada nacionalización, el hipocondríaco menea frenéticamente el follaje genético para procurar tumbar el fruto podrido de una enfermedad hereditaria incurable: epilepsia, diabetes, glaucoma… cualquier vaina es buena a la hora de meterle ese coñazo al seguro e iniciar, así, el excitante ritual burocrático del escaneo de exámenes (¿cuál será el peor de los suplicios: mirar las fotos vacacionales de un turista u observar al trasluz las radiografías de un hipocondríaco?), el envío de facturas farmacéuticas, la rellenadera de planillas, la consignación de documentos, la entrega de cartas avales y la autorización  de la bendita «clave», sin la cual no hay atención ni hospitalización en las clínicas caraqueñas. El único escollo verdaderamente infranqueable viene dado por el ominoso listado de clínicas y de médicos tratantes, figura contractual esgrimida por las empresas aseguradoras para yugular gran parte de las iniciativas de libre emprendimiento patológico acometidas por el sedicente valetudinario.
Por supuesto que hay hipocondríacos que no joden tanto y salen baratos: son aquellos que durante toda su vida no pasan de un catarro o de una vulgar diarrea. Sin embargo, es preciso aclarar que la experiencia cotidiana nos demuestra que son la excepción. La tendencia es clara: los hipocondríacos de raza, los químicamente puros, no se amilanan ante la guadaña de la muerte y actúan con vocación de grandeza. Son espíritus visionarios que siempre están en procura de virus desconocidos, de nuevos cuadros mórbidos, de cepas bacteriológicas de reciente mutación, de enfermedades cuyos nombres impronunciables sólo aparecen en crucigramas de oscuros periódicos. Un complejo cúmulo de desafíos nosológicos que ponen a prueba a las mentes más agudas de la medicina moderna. Porque una cosa debe ser proclamada: han sido los batallones de incansables hipocondríacos los verdaderos padres materiales de las especializaciones y los postgrados médicos (Nota: abundan los hipocondriacos que, gracias a sus sistemáticas lecturas científicas, han logrado tal grado de familiarización con las voces antiguas, contenidas en los orígenes etimológicos de los vocablos médicos, que ya saben latín y griego y son capaces de leer las obras de Galeno e Hipócrates en su lengua original).
Y aunque dicen desconfiar del otro, por considerarlo fuente permanente de enfermedades, lo cierto es que los hipocondríacos mantienen una relación de dependencia morbosa (no podía ser de otra forma) con sus semejantes. En esencia, el hipocondríaco es un ser social, porque necesita trabar contacto con otros sujetos para poder enfermarse. Podemos afirmar que, en el controvertido campo de la psicología de masas, las dos únicas vivencias que un hipocondríaco estaría dispuesto a padecer, para así luego poder decir que se va a morir, son la epidemia y la cuarentena. Tanto en la epidemia (alegría contagiosa) como en la cuarentena (encierro vip), el hipocondríaco puede desfogar, por fin, su reprimido sentido de pertenencia a un grupo: nosotros los hipertensos, nosotros los bulímicos, nosotros los herniados…
Así como el maestro ruso Konstantín Stanislavski reveló a la humanidad el truismo aquel de que el actor se prepara; parientes y amigos pueden y deben llevar agua al molino de las perogrulladas y testimoniar, de este modo, las muchas maneras como un hipocondríaco se prepara para salir a escena en el teatro de la vida. Para ello apela a técnicas básicas de histrionismo que apuntalen su marcada tendencia psicológica al victimismo. He allí, pues, un axioma irrefragable: sin drama no hay hipocondría. Ya lo demostró el sabio Moliere cuando perfiló las características psicológicas de uno de sus personajes más famosos, Argan, el enfermo imaginario, quien, campanilla en mano, se regodea en reclamar a los suyos una supuesta maldad e indiferencia: «¡Tilín, tilín, tilín! ¡Pícaros de todos los diablos! ¿Es posible que abandonen de este modo a un pobre enfermo? ¡Tilín, tilín, tilín! ... ¡Cabe nada más lastimoso! ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Dios mío me dejan morir solo! ¡Tilín, tilín, tilín!».
¿Pero cuándo se cura un enfermo imaginario? Mi experiencia me dice que los tales malestares terminan luego de asestarle un duro golpe a la economía familiar, cuando se compran  un viaje de medicinas que nunca serán tomadas porque siempre, a última hora, es preferible probar suerte con los «milagrosos» mejunjes de la medicina naturista, cuyos extractos de zábila jamás pegan en el estómago. Los hipocondríacos son longevos. Quienes sí mueren jóvenes son los integrantes del entorno familiar, esos pobres sujetos que cuando no fueron elenco fueron público.
Llega el fin de semana. Visito la casa de mi tío hipocondríaco y presencio su dramatismo doméstico. Escucho con desgano las interminables jeremiadas de este hombre que nació muriéndose. Al ver su teatro de corte callejero, confieso que no me sorprendería que un día de estos le cuente a la familia que le detectaron un cáncer en la trompas de Falopio (esa como caramera interna) con metástasis en el útero. Total, dicen que la mente lo puede todo. Y visto bien, qué carajo pueden los cromosomas XY ante la imaginación calenturienta de un obsesionado con la muerte.

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