viernes, diciembre 19, 2014

Un pedigrí

El italiano Claudio Magris, en sus palabras de recepción del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, expuso ante los presentes en el auditorio «Juan Rulfo» las razones por las que un novelista se deja seducir por la escritura.
«¿Por qué se escribe? Por tantas razones: por amor, por miedo, como protesta, para distraerse ante la imposibilidad de vivir, para exorcizar un vacío, para buscarle un sentido a la vida. A veces para establecer un orden, otras para deshacer un orden preestablecido; para defender a alguien, para agredir a alguien. Para luchar contra el olvido, con el deseo —tal vez patético pero grande y apasionado— de proteger, de salvar las cosas y sobre todo los rostros amados, de la abrasión del tiempo, de la muerte. Escribir es también un intento de construir un Arca de Noé para salvar todo lo que amamos, para salvar —deseo vano e imposible, quijotesco pero inextirpable— cada vida», confiesa Magris en su discurso.
Con esta reflexión como fondo, podemos aventurar que entre todos los escritos firmados por Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, 1945), el más reciente ganador del Premio Nobel de Literatura, sólo hay uno donde los lectores pueden subirse como polizones al arca diseñada durante tanto años por el afamado novelista francés; un único texto donde pueden recorrerse los pasillos interiores de la embarcación y posar la mirada en los seres fantasmales acomodados en los espacios más precarios.
En Un pedigrí (Anagrama, 2007) Patrick Modiano cumple con justicia las exigencias planteadas a los autores de obras de carácter autobiográfico. El narrador se detiene tanto en los momentos de fugaz felicidad como en los instantes de miseria; aquellos que, a pesar de su finitud, son sentidos como eternos. Los párrafos se suceden para arrojar luz sobre el origen y las oscuras circunstancias que lo hicieron posible. Todo ello potenciado con los rasgos más prominentes del estilo Modiano: tendencia al relato directo, adopción de un tono impasible —a ratos distante—,  sobriedad en el uso de los recursos estéticos, rigor obsesivo por la ubicación exacta de las calles donde suceden las acciones y, por último, esmero en la recreación del espíritu de la época (los tiempos decadentes de la ocupación de Francia por los nazis).
Puestos a testimoniar la limpia ejecución del quehacer literario, un solo factor arruina la catalogación de Un pedigrí como una solvente novela corta: en sus páginas no se suspende el juicio moral. Patrick Modiano no se abstiene de sentenciar quiénes son los buenos y quiénes son los malos, quienes se alegraban por su compañía y quienes se afanaban en mantenerlo alejado de París.
«Vacaciones de Todos los Santos de 1961. La calle Royale de Annecy bajo la lluvia y la nieve derretida. En el escaparate de la librería la novela de Moravia El tedio con aquella faja: “Y su diversión: el erotismo”. Durante estas vacaciones grises de Todos los Santos leo Crimen y castigo y eso es lo único que me reconforta. Cojo la sarna y voy a ver a una doctora cuyo nombre he encontrado en la guía de teléfonos de Annecy. El estado de debilidad en que me hallo parece asombrarla. Me pregunta: “¿Tiene usted padres?”. Ante esa solicitud y esa ternura maternal tengo que contenerme para no echarme a llorar», evoca la voz autobiográfica de Un pedigrí.
En la Francia de la ocupación nazi dos almas con sueños de grandeza se conocen y se casan. Ella, una actriz de medio pelo («una chica bonita de corazón seco»), nacida en Bélgica, que jamás conseguirá un papel de importancia. Él, un sujeto enigmático, de origen judío, dado a mantener amistades extrañas e incursionar en el mercado negro con negocios de suerte varia («mis pobres padres, que no me aportaban el menor apoyo moral y me ponían entre la espada y la pared»). Se mudan al sexto distrito de París, en el Muelle de Ponti, donde ocupan dos habitaciones de un viejo edificio. Tienen dos hijos: Patrick y su hermano Rudy Modiano, quien fallece en 1957.
«Dejando aparte a mi hermano Rudy y su muerte, creo que nada de cuanto cuente aquí me afecta muy hondo. Escribo estas páginas como se levanta acta o como se redacta un currículum vitae, a título documental y, seguramente, para liquidar de una vez una vida que no era la mía. Sólo es una simple y fina capa de hechos y gestos.  No tengo nada que confesar y no siento afición alguna por la introspección ni por los exámenes de conciencia. Antes bien, cuanto más oscuras y misteriosas seguían siendo las cosas, más me interesaban. E intentaba incluso hallarle un misterio a aquello que no tenía ninguno. Los acontecimientos que rememoraré hasta mis veintiún años los he vivido en proyección trasera, ese procedimiento que consiste en hacer que vayan pasando en segundo plano paisajes mientras los actores se quedan quietos en el plató del estudio. Querría describir esa impresión que otros muchos sintieron antes que yo: todo desfilaba en proyección trasera y no podía aún vivir mi vida», escribe Modiano.
El joven Patrick estudia la primaria y parte de la secundaria en el colegio de orientación militar Le Montcel. Lo hace bajo la modalidad de internado. Allí conoce el rigor de la disciplina marcial: toque de diana al amanecer, enseñanza del orden cerrado, inspecciones nocturnas en la cuadra e imposición arbitraria de sanciones. En 1960 se escapa de la institución para buscar una chica de la que está enamorado: Kiki Daragane. La encuentra en un café de la calle Bonaparte. En lugar de un beso, recibe un consejo: devuélvete. Al llegar a Le Montcel el director le abre la puerta, pero lo expulsa al finalizar el año lectivo. Entonces, el padre lo mantiene alejado de París y lo interna en el colegio Saint-Joseph de Thônes, en la Alta Saboya. 
Patrick abomina la disciplina por sus resonancias castrenses; circunstancia que explica como meses después de aprobar la secundaria, y a pesar de una temprana pasión por la lectura (Verne, Dumas, Peyré, Conan Doyle, Lagerlöf, Stevenson, London, Twain, Kafka, Hemingway, Pavese, Dostoievski), decide abandonar el internado del liceo Henri-IV, donde estudiaba el curso preuniversitario de letras.
«En los meses siguientes, mi padre tiene que resignarse a que yo deje definitivamente los dormitorios de internado en los que ando metido desde los once años. Queda conmigo en cafés. Y rumia los agravios que tiene contra mi madre y contra mí. No consigo crear una intimidad entre nosotros. En todas esas ocasiones, no me queda más remedio que mendigarle un billete de cincuenta francos, que acaba por darme de muy mala gana y que le llevo a mi madre. A veces llego sin nada y mi madre monta en cólera. No tardé en esforzarme —alrededor de los dieciocho años y en los años siguientes— por traerle por mis propios medios esos malditos billetes de cincuenta francos,  que llevan la efigie de Jean Racine, pero sin conseguir desactivar esa agresividad y esa falta de benignidad que me había mostrado siempre. Nunca pude hacerle confidencias ni pedirle ayuda alguna. A veces, como un perro sin pedigrí y muy dejado de la mano de Dios, siento la tentación de escribir negro sobre blanco y con todo detalle cuanto me hizo padecer con su dureza y su inconsecuencia. Me callo. Y se lo perdono. Todo queda tan lejos ya…», anota Modiano.
La angustia por el vencimiento del alquiler no cesa. El joven Patrick roba libros en bibliotecas y en casas de particulares. Los vende, ayuda con los gastos y se guarda una calderilla para sentarse en cualquiera de los cafés de Montmartre. Lo incierto de su futuro despierta la preocupación del padre.
En una carta fechada el 3 de agosto de 1966 el enigmático Albert Modiano, padre del futuro nobel, escribe: «Querido Patrick: en caso de que decidieses hacer lo que te parezca y no atender mis decisiones, la situación sería la siguiente: tienes 21 años y, por lo tanto, eres mayor de edad. No soy ya responsable de ti. En consecuencia, no podrás esperar de mí ayuda alguna ni apoyo de ninguna clase, ni en lo material ni en lo espiritual. Las decisiones  que he tomado en lo que a ti se refiere son sencillas. Las aceptas o no las aceptas. No hay discusión posible. Renuncias a la prórroga antes del 10 de agosto para incorporarte al ejército el próximo mes de noviembre. Habíamos quedado en ir el miércoles por la mañana al cuartel de Reuilly para que renunciaras a la prórroga. Teníamos que encontrarnos allí a las doce y media. Te esperé hasta la una y cuarto y, siguiendo con tu habitual comportamiento de muchacho hipócrita y mal educado, no viniste a la cita y ni siquiera te tomaste la molestia de llamar por teléfono para disculparte. Puedo decirte que es la última vez que vas a tener la oportunidad de mostrarte así de cobarde conmigo. Así que puedes elegir entre vivir como quieras y renunciar por completo y de forma definitiva a mi apoyo o atenerte a mis decisiones. Tú decides. Puedo asegurarte, con total certidumbre, que, elijas lo que elijas, la vida te enseñará una vez más cuánta razón tenía tu padre».

Un mes antes de esta oscura profecía, Patrick Modiano había comenzado, en una terraza de un café en Lyon, la redacción de su primera novela.

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jueves, diciembre 18, 2014

El Ruletista

Un hombre envejecido se anima a dejar por escrito las páginas con las que aspira derrotar al olvido. En ellas revive la historia de un antihéroe surrealista quien, acosado y estimulado por un instinto autodestructivo, se empeña en alcanzar la ejecución perfecta de un juego clandestino: la ruleta rusa, competencia siniestra donde la muerte («gemelo negro que nace con nosotros») participa siempre como contendor solitario.
El relato comienza con el recuerdo de un amigo de la juventud. Un sujeto con brotes psicopáticos, de terrible suerte en los juegos de azar, propenso al delito y la violencia sexual, que luego de unos años de encierro carcelario reaparece convertido en un menesteroso que deambula por bares y tugurios.
«No tenía trabajo y los únicos lugares donde podías estar seguro de encontrarlo eran algunas tascas de mala muerte donde creo que, además, también dormía. Lo veías pasear de mesa en mesa, vestido con ese estilo inconfundible de los borrachos (Una chaqueta sobre la piel y el dobladillo de los pantalones barriendo la acera), pedir que lo invitaran a una jarra de cerveza. Asistí muchas veces a aquella farsa siniestra, para mí dolorosa pero al mismo tiempo divertida, a que lo sometían de vez en cuando algunos parroquianos de la taberna: le hacían venir a su mesa y le decían que conseguiría la cerveza si sacaba el palillo más largo de las dos cerillas que tenían en el puño. Y se morían de risa cuando sacaba siempre el palillo más corto. Nunca —estoy completamente seguro— se “ganó” una cerveza de esta forma», evoca el narrador de El Ruletista (Impedimenta, 2010), extraordinario texto del escritor rumano Mircea Cartarescu.
El recuento de las anécdotas del amigo caído en desgracia abre paso a la recreación de una visita inesperada a los bajos fondos de la ciudad. Un recorrido por las zonas de tolerancia resguardadas en apariencia por una policía acaso más atenta a la buena marcha de los negocios de las mafias. El paseo termina en un sótano con olor a cerveza vieja y gato muerto, donde una persona anota en un pizarrón la jugada de los apostadores. El invitado tarda unos minutos en comprender la atracción de la noche…
«La ruleta posee, en principio, la simplicidad geométrica y la fuerza de una telaraña: un Ruletista, un patrón y unos accionistas son los personajes del drama. Los papeles secundarios se los reparten el dueño de la cava, el policía que está de ronda por los alrededores, los mozos contratados para deshacerse de los cadáveres. Las sumas relativamente insignificantes que la ruleta les aportaba, eran, para ellos, verdaderas fortunas. El Ruletista es, por supuesto, la estrella de la ruleta y la razón de su existencia. Por regla general, los Ruletistas eran reclutados de entre las hordas de infelices necesitados de pan como perros vagabundos, de borrachos o de presidiarios recién liberados. Cualquiera, con tal de estar vivo y de poner su corazón a prueba a cambio de mucho, muchísimo dinero (pero, ¿qué quiere decir dinero en estas circunstancias?), podía llegar a ser Ruletista. Era asimismo deseable que no tuviera, a ser posible, ningún tipo de vínculo social: familia, trabajo, amigos. El Ruletista tiene cinco posibilidades entre seis de escapar con vida. Recibe habitualmente el diez por ciento de la ganancia del patrón. Este debe disponer de unos fondos sustanciosos porque, en caso de que el Ruletista muera, tiene que pagar las apuestas de todos los accionistas que han apostado en su contra. Los accionistas, por su parte, tienen una posibilidad entre seis de ganar pero, si el Ruletista muere, pueden reclamar su apuesta multiplicada por diez, o incluso por veinte, según el acuerdo establecido previamente con el patrón. Sin embargo, el Ruletista sólo tenía cinco posibilidades entre seis de salvarse en la primera partida. Según el cálculo de las probabilidades, si volvía llevarse la pistola a la sien, sus posibilidades disminuían. En el sexto intento, esas posibilidades se reducían a cero. De hecho, hasta que mi amigo entró en el mundo de la ruleta, en el que llegaría a convertirse en el Ruletista con mayúscula, no se conocían casos de supervivencia ni siquiera tras cuatro intentos. La mayoría de los Ruletistas lo era, por supuesto, de forma ocasional, y no volvería a repetir esa terrible experiencia por nada del mundo. Sólo unos pocos se sentían atraídos por la perspectiva de ganar mucho dinero; aspiraban a contratar ellos mismos a otro Ruletista y convertirse así, a su vez, en patrones, algo que podía suceder ya con la segunda partida», nos explica un narrador embargado por el asombro.
La atracción por lo prohibido hermana a los asistentes al garito, quienes con ruidosas conversaciones intentan distraer el miedo producido por la inminente presencia de la fatalidad. Al rato, una puerta se abre y entra al salón un sujeto de figura espectral.
«Un individuo con un aspecto muy parecido al que presentaba mi amigo de la infancia en su época de máxima decadencia. Tenía los bolsillos de la chaqueta rotos y se sujetaba los pantalones con una cuerda de embalar. De su cara, que asomaba arrugada entre unos cabellos desgreñados, sólo se podía decir que era la cara de un borracho. Lo empujaba un patrón —ese es el nombre con que se conoce a los que contratan a los Ruletistas— con aspecto de camarero, que llevaba bajo el brazo una caja grasienta de madera. El borrachín se subió a un cajón de madera en el que yo no había reparado hasta entonces y allí permaneció, encorvado, con el aire caricaturesco de un campeón olímpico. Los accionistas lo miraban agitados, comentando entre ellos algún detalle del aspecto del cajón. A uno lo sorprendí santiguándose con discreción. Otro se roía con saña los pellejos de las uñas. Otro le gritaba algo al patrón. Pero el alboroto se cortó en seco cuando el patrón abrió la cajita. Todos estiraban el cuello, hipnotizados, hacia el pequeño objeto negro que brillaba como incrustado de diamantes. Era un revólver de seis balas, bien lubricado. El patrón se lo mostró al público con gestos lentos, casi rituales, como muestra un ilusionista las manos vacías con las que va a realizar milagros. Pasó después la palma por el tambor del revólver para hacerlo girar; se oyó un sonido delicado, punzante como la risa de un gnomo. Depositó el revólver en el suelo y del interior de una cajita de cartón sacó un cartucho, con su camisa de cobre reluciente, y se lo tendió al accionista que tenía más cerca. Este lo examinó por todas partes atento y concentrado; asintió levemente con la cabeza, como contrariado por no haber encontrado ninguna irregularidad, y se lo pasó al siguiente. El cartucho dio la vuelta a la habitación y dejó restos de aceite en todos los dedos. Yo también lo toqué por un instante. Me esperaba, no sé por qué, que fuera frío como el hielo, o bien que quemara, pero estaba tibio. El cartucho volvió al patrón, quien, con gestos ostentosos, explícitos, lo introdujo en uno de los seis orificios del tambor. Pasó de nuevo la palma por la pieza móvil de metal que giró durante unos cuantos segundos con el mismo sonido agudo, chirriante. Finalmente, con una extraña reverencia, le tendió el arma reluciente al hombre del cajón. En medio de un silencio que te pulverizaba los huesos y en el que, lo recuerdo incluso ahora, lo único que se oía era el pulular de las cucarachas gigantes y el leve sonido de las antenas al rozarse entre sí, el hombre se llevó el revólver  a la sien. Me dolían los ojos por culpa de la terrible concentración y de la luz mortecina. De pronto, la silueta del mendigo con el revólver en la sien se descompuso en unas cuantas manchas fosforescentes amarillentas y verdosas. La pintura de la pared blanca que estaba a sus espaldas adquirió un relieve enorme: era capaz de distinguir cada hendidura y cada grano de cal, engrosados como la piel de un viejo, y las marcas azuladas que dejaban en la pared. De repente, en el sótano empezó a oler a almizcle y a sudor. El hombre del cajón, con los ojos apretados y una mueca como si notara un sabor horrible en la boca, apretó violentamente el gatillo. Sonrió después con un gesto cándido y aturdido. El breve clic del gatillo fue lo único que se dejó oír. Bajó del cajón y se sentó encima, abrumado», de este modo nos es descrito el primer triunfo del antihéroe.
Ocho veces se llevó el revólver a la sien y ocho veces derrotó a la muerte. El Ruletista se convirtió en leyenda y su éxito irrefrenable terminó por invocar aquel espíritu ludópata que, en su juventud, lo arrojó a prisión. Vino entonces el vértigo de la apuesta en aumento, el excitante «doble o nada». Anunció una ruleta de dos balas; hazaña opacada por la ruleta de tres, cuatro, cinco balas…
En la cima de su gloria, temido por los apostadores («resignados a que estaban apostando contra el Diablo»), perseguido por las mujeres («el deseo femenino de acercarse a la muerte, la fascinación por los hombres que huelen a pólvora de forma casi metafísica»), el Ruletista llenó el tambor con seis cartuchos y se adentró en el negro abismo que se abre entre el hecho de tener una posibilidad o ninguna….
He contado todo y no he contado nada. He aquí la grandeza de Cartarescu.

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