martes, febrero 05, 2008

Vicisitudes de un espartano

I

Convencido como estaba de que todo lo que pasaba bajo el sol tenía su hora, decidió iniciar la búsqueda de una letrina bolivariana, o en todo caso revolucionaria, por los predios de La Casona. La jornada resultó agotadora, mucho más aún que su primera reunión con el gabinete ministerial, aquella en la cual había negociado con el titular de Defensa las alineaciones del partido de pelotica de goma en honor a los heroicos actos del 4 de febrero. Recordaba el episodio y su pecho se henchía de orgullo. Sin duda, había armado tremendo trabuco.
Mientras pensaba en la hipótesis, de suyo negada, de lanzar bombitas a sus contrincantes, la ululante sirena de una camionetica de la caravana presidencial le recordó el motivo original de su infructuoso recorrido, y le advirtió lo estéril que había resultado su intento de hacerse de un excusado para realizar la primera deposición de la V República.
Indignado, optó por solicitar la inmediata presencia de la Primera Dama. Marisabel Rodríguez llegó presurosa.

-Diga mi presidente esposo. O mejor, mi esposo soldado. ¿O será presidente soldado?
-¡Ah Marisabel, cómo se ve que eres periodista! Tergiversas todo lo que escuchas. Es soldado presidente, mi amor. Soldado presidente...
-Disculpa.
-No te preocupes mi guara, cómo podría censurar tu incipiente mal de Alzheimer quien apenas es una frágil brizna de paja mecida por un huracán revolucionario...
-¿Sabes algo Hugo? Tú no sabrás dar golpes de Estado, pero a la hora de golpear y estremecer el corazón de una dama no hay insurrecto que te gane.
-Gracias Marisabel. Tu amor es tan grande y hermoso que casi olvido, bajo su mágico influjo, el motivo por el cual pedí tu presencia.
-¿De qué se trata mi comandante?
-Llevo cerca de una hora recorriendo esta fría, lúgubre y a todas luces laberíntica casona y todavía no he dado con una miserable letrina.
-¿Seguro mi amor?
-Seguro como la más segura de las certidumbres, como diría el panita Whitman.
-¿Y eso?
-Lo que hay es pocetas Luis XIV, pocetas rococó, pocetas art deco, pero ni una austera y espartana letrina sabanetera.
-Bueno esposo mío, debo confesarte que esta mañana pasó un hecho que no quise referirte para no enfadarte...
-Cuéntame mi guara, cuéntame...
-Bueno, resulta y acontece que esta mañana fui al baño, tú sabes, para efectos de mi higiene personal, y cuál sería mi sorpresa al observar que en lugar de la tradicional totumita, encuéntrome con la represa de Taguaza devenida jacuzzi.
-¡Noooooooooooooooooooooooooooooooo! ¡Bolívar tu patria está herida de muerte!
-Y eso que no te he contado que...
-¿Qué Marisabel? ¿Qué? ¡Por el amor de Dios habla!
-No había jabón de panela, sino jabón LUX dulce fragancia.

El silencio de la noche cedió su protagonismo a un espantoso y desgarrador baladro. Otro más. Uno cuya intensidad puso en evidencia la existencia de una fiera mortalmente herida.

-¡Malditos! ¡Mil veces malditos! Pagarán cara su traición. ¡Puntofijistas temblad! ¡Adecos y copeyanos contad con la muerte!

El rostro airado del jefe de Estado quedó ligeramente demudado por ese tic nervioso que a ratos lo emparentaba con la diva cubanovenezolana María Conchita Alonso.

-¡Vamos Marisabel!
-¿Hacia adónde?
-A la cocina. Allá conoceremos cómo se guisa en las alturas del Poder...

Ambos enfilaron sus pasos hacia el interior de la casa. A lo lejos, un toque de trompeta competía en intensidad con el cantar de las chicharras palaciegas.

II

La cháchara quedó abruptamente interrumpida tan pronto se proyectó la larga sombra en los amplios espacios de la cocina. El personal entre perplejo y cauto se preguntaba el porqué de la extraña visita. ¿Acaso la convocatoria bolivariana a la constituyente culinaria?
El comandante aprovechó la atmósfera reverencial para inyectarle un cariz más patibulario a su mirada. Dio unos cuantos pasos. Su sombra, como si hubiese decidido romper el protocolo, no le siguió. Al concluir su pase de revista se frotó las manos. La imagen de militares con instrumentos de cocina en ristre y chefs con fales al hombro era la comprobación exitosa de su ingenioso plan cívico-militar.
Sin embargo, un hecho notorio incrustó una duda en su interior. Aquella descomunal estructura no podía ser en modo alguno una cocina. Entonces pensó en un nuevo teatro de operaciones, y se recriminó severamente por haber olvidado su entrañable uniforme de teniente coronel y la emblemática boina roja. Ofreció disculpas, y cuando se disponía a pronunciar la obligada salutación a las autoridades castrenses apostadas en la zona, su jefe de Casa Militar le notificó que no se encontraba en Guasdualito.

-¿Pero qué dice general Rincón? ¡No puede ser que este complejo ferial sea la cocina!
-¡Sí señor!
-Pero qué forma de dilapidar los recursos. Increíble: una cocina eléctrica de ocho hornillas, neveras industriales, lavaplatos, vajillas que ni Graffiti Hogar. Esto parece un palacete árabe. ¡Rincón!
-¡Ordene mi comandante en jefe!
-¿Para cuántas personas cocina este batallón?
-Para la pareja presidencial, la asistente de la Primera Dama, sus hijos y una pereza, la cual no ha sido despedida por estar protegida por la Ley de Carrera Administrativa.
-¡Vaya que adecos y copeyanos la supieron hacer! Bueno Rincón, anote ahí: un anafe, un plato de peltre, un juego de cubiertos, otro de cubiertos chinos para cuando nos toque intensificar la integración con los tigres asiáticos, y un perol para el café con leche. ¡Y va que chuta!
-¡Entendido mi comandante en jefe!

Y así, con la felicidad de quien se sabe vencedor en el duro reto de reducir en dos puntos el déficit fiscal, abandonó la instalación para proseguir lo que, sin ningún género de dudas, era su primera gran cruzada contra el gasto público recurrente.

III

Muy por el contrario de lo que el vulgo pudiera imaginar, el comandante siempre había sido un hombre rematadamente sensible. Quizás el mismo lo desconocía. Quizás sólo lo supo cuando, al abrigo de una luz mortecina, allá en el hoy lejano calabozo de Yare, clavó sus ojos sedientos de lirismo en unos versos de William Tarek Saab, ese inmortal leguleyo de la gaya ciencia -¿o inmarcesible poetastro de la ciencia jurídica?-.
Todos esos recuerdos, y muchos otros, aterrizaron como paracaidistas del batallón José Leonardo Chirinos en su inteligencia emocional, a medida que su extasiada mirada recorría uno a uno los hermosos lienzos que, artísticamente distribuidos, adornaban las paredes de una, para su gusto, inmensa habitación.
Segundos más tarde, y en su condición de arrobado esteta, comentó con su consorte:

-Marisabel, sin duda que la única faceta feliz del desgobierno de Rafael Caldera fue su política cultural, y para demostrarlo aquí se yergue, cual inconmovible testimonio del anterior aserto, esta reconfortante pinacoteca.
-¿Pinaco... qué?
-Pinacoteca, Marisabel. Pinacoteca.
-¡Chanfle chapulín! ¿Y eso con qué se come, esposo mío?
-Con nada, puesto que es una galería pictórica. ¡Y vaya mi saludo patriota y bolivariano a la decana de la museística en Venezuela: la señora Sofía Imber!
-¡Señor Presidente!
-¡Diga general Lucas Rincón!
-Con todo respeto señor, siento decirle que usted se encuentra en sus aposentos personales suyos de usted.
-¿Pero cómo es posible? ¿Esto no es una sala itinerante del Maccsi?
-Negativo, mi comandante en jefe- apuntó rápidamente el fiel colaborador.
-Pero esto es imposible. Lo que falta que me digan es que Marisabel no es Marisabel sino una escultura de Botero...
-¡Hugo cómo pudiste!- atinó a decir una llorosa Primera Dama.
-Lo siento mi amor no quise ofenderte, pero es que todo este boato me nubla las ideas. ¡General Rincón!
-¡A sus órdenes mi comandante en jefe!
-Decreto la reestructuración de este depósito de obras de arte que es toda esta habitación. ¡Habrase visto! Un tálamo presidencial que tiene más de tarima carnavalera que de cama. ¡Un catre! ¡Mi reelección por un catre!
Y pronunciando esta inmortal frase salió del dormitorio.

IV

Delirio en el Chimborazo era el rótulo histórico-literario que mejor se avenía con la sensación que embargaba al comandante en jefe de la patria buena. En las entretelas de su alma revolucionaria cobraba cuerpo un fuerte sentimiento de desprecio hacia la ornamentación tan groseramente suntuaria.
Una lágrima brotó inadvertida de la comisura de sus ojos, y se perdió, cuesta abajo en su rodada, en el escarpado relieve del rostro marcial. En cuestión de segundos, el soldado presidente, el presidente soldado, hizo suya, mediante el santo oficio de la memoria, la venerable austeridad que envolvió eventos tan especiales como el juramento del Samán de Güere, el empuñe primero del mítico escapulario de Pedro Pérez Delgado -alias Maisanta- o la grabación “videoaficionada” del nunca proyectado mensaje sedicios0. Esa austeridad que era ahora vilmente ultrajada por los encargados de la decoración puntofijista con sus piscinas, antenas parabólicas, gimnasios y salas de cine. Cómo si gobernar fuese despachar desde un mall. Como si gerenciar fuese escoger entre distintos canales de un sistema de televisión por cable.
En ese preciso instante, le puso el ojo a La Casona y al resto de los símbolos del insostenible derroche oligárquico. Supo también que todo sería reubicado. Todo, menos la cómoda cancha de bolas criollas con parquet.
Ya cansado, emprendió el retorno a su cuarto. En el camino se entretuvo observando el cándido saludo que su hija Rosinés le dirigía a la pereza, ese animal cuya estabilidad laboral languidecía por efectos de la Ley Habilitante. Pensó en ello, y se echó a reír.
Y esa noche, en La Casona, cuenta la leyenda que todo el que tenía ojos vio y todo el que el tenía oídos oyó; frase de evocaciones sensoriales atribuida a Eclesiastés, un pana que por su nombre seguramente fue maracucho.

Febrero, 1999

Etiquetas: , ,