domingo, septiembre 11, 2005

Llevaba medias negras

Dedicado a los beneméritos tabernícolas,
y a su compañero de juerga
un tal Joaquín Sabina.
Larga vida para ellos.


“Yo voy siguiendo su pista
¿Será que soy masoquista?”

Addenda salsosa
de Willy Chirinos



I

El edecán dudó por algunos segundos en pasarle la peluca. ¿No se trataría, acaso, de una broma, de una de esas estratagemas para comprobar la fidelidad que une al subordinado con su superior? Todo aquello era muy extraño. Ver a tu jefe ponerse unas medias negras sin siquiera depilarse, calzarse una minifalda de cuero marrón (¡Ay! Qué vacilón) y luego encaramarse en unos tacones de vértigo, no es algo que pueda catalogarse de normal. Y ahora lo de la peluca. ¿Será que se la doy?, se preguntó angustiado.
Ante tamaña mariquera, el edecán pensó en anteponer, cual desinflado Rosendo, la jurisprudencia internacional y el Estatuto de Roma. Sin embargo, la certeza de tener que asilarse en el tenderete cívico-militar de la plaza Francia, en caso de declararse en desobediencia legítima, le obligó a desechar la idea.
Vencido por las circunstancias, el edecán optó por alcanzarle la peluca a su travestido jefe, quien se la terció rápidamente sobre el pelo bachaco. No ofreció explicaciones. Sólo se limitó a mirarse en el espejo, y acomodarse los senos postizos, llevándolos hacia el centro. Una vez colocados allí, bromeó: “Estos cocos están buenos para mi güisqui”.
El primero en reírse fue Nelson Merentes, como en tantas otras ocasiones. El segundo, muerto en raya, el negro Aristóbulo. De los dos, fue el ministro de Educación quien le preguntó: “Hugo ¿Tú estás seguro de lo que vas a hacer? ¿Qué pasará si te descubren? Pero, por sobre todo, ¿Por qué no te depilastes las piernas si pensabas trancarte una minifalda de cuero marrón (¡Ay! Que vacilón)?”.
-No sé de qué te quejas Istúriz, porque fuiste tú quien le regaló el ejemplar de “Las mil y una noches” –ripostó Merentes, en defensa de su amo-. Y tú sabes que todo lo que lee el presidente lo quiere hacer. Y como él leyó el cuento del califa aquel que se disfrazaba de mendigo para perderse entre la gente, dizque para conocer la opinión del pueblo... Bueno, ahí lo tienes. ¿Por qué tú crees que yo no le he regalado el DVD de Madame Butterfly?
-Está bien Merentes, pero al califa nunca le dio por ataviarse de odalisca. ¿Será que Hugo como que se fumó otra lumpia?, inquirió el titular de la cartera de Educación.
-¿Qué pasa Aristóbulo, tú estás insinuando que al comandante petrolero le llegan por la retaguardia?, tronó el Jefe del Estado. ¡Cuidado con una vaina! Esta acción se inscribe dentro de la ofensiva revolucionaria que desplegaremos en este marzo bonito. Por cierto, mírame bien. ¿Tú crees que cuando me tongoneo se me ve el bojote?
En ese momento, el ameno diálogo fue interrumpido de cuajo por el rugido de una moto; presencia que anunciaba la inminencia del raid presidencial.
-Vamos rápido mi edecán. Usted será el piloto en esta arriesgada misión.
-Sí, mi presidente. Como usted diga.
Fue al cerrarse la puerta, cuando Merentes e Istúriz se animaron a retomar sus mutuas recriminaciones. Afuera, ya en la calle, una mentada de madre, gritada a todo gañote, rompió el silencio de la noche palaciega.
-¿Qué pasó mi presidente, se le olvidó algo?
-No, chico, qué se me va a olvidar nada. Es que estoy casi seguro de que se me corrió la panty media.
-Aaaaaaaaah, expresó el piloto mientras trataba de zafarse del fuerte abrazo de su parrillero.

II

El edecán dudó por unos segundos en haber escuchado lo que escuchó.
-Presidente, con todo respeto, ¿qué fin tiene dirigirnos hacia la Plaza Francia, si las carpas de nuestro circo están montadas en Pdvsa La Campiña?
-Pero bueno hijo, yo te pregunto: ¿Qué sentido tiene realizar labores de inteligencia en nuestros territorios? ¿Dónde está lo arriesgado? ¿Dónde lo heroico? Además, qué mérito tiene andar de travestí por la avenida Libertador. Hágame caso, y vayamos a la llamada plaza de la libertad.
El viento golpeaba los rostros de los dos motorizados, pero en especial agitaba con violencia la falsa melena de Tribilín, cuyo movimiento dibujaba, casi a la perfección, la zigzagueante trayectoria de la letal rabo de cochino.
El jefe decidió bajarse en la parada del metrobús. Eran las diez de la noche cuando el edecán arrancó la moto, bajo el compromiso de retornar al mismo punto dos horas más tarde.
Más que un caminar hubo un trastabillar en aquel andar misterioso de la morena, de escandaloso pelo rubio; pasos que se enfilaban, de manera decidida, hacia los predios de la tarima de la desobediencia cívico-militar.
Una vez allí, el jefe alzó la mirada y se dejó impresionar por el majestuoso obelisco que se alzaba hacia el cielo, como una daga clavada en el vientre de los dioses. ¡Qué bella metáfora, estoy seguro que Huidrogo hubiese ofrendado todos sus versos por haberla concebido!, dijo para sí, en un rapto poético propio de todos los revolucionarios que en el mundo han sido.
Una voz recia lo regresó a la realidad, una voz que le preguntaba sí tenía fuego. No le tomó mucho tiempo descubrir de quién se trataba. Sin duda, era el militar golpista, fascista, y por añadidura terrorista, Néstor González González. Pensó en mandarlo a apresar, pero recordó que estaba en territorio comanche. Decidió, entonces, dejarse llevar por la situación, e iniciar un sórdido juego de seducción, con miras a recopilar información estratégica sobre los capitostes de la conspiración castrense. Tras acopiar todas sus fuerzas, contestó con impostado tono femenino:
-Tengo tanto fuego que pudiera quemarte
-Eso no lo pongo en duda, morena
El jefe sacó el yesquero y lo acercó al cigarrillo que salía de la comisura de los labios. Luego de la primera calada, el general inició su persecución en caliente.
-¿Y se puede saber dónde dejaste la bandera, la cacerola y el pito? Porque protesta sin el correspondiente kit no es protesta.
El jefe no pudo disimular su malestar. ¿En qué carajo estaba pensando? ¿Cómo pudo olvidársele un detalle tan elemental? Ante la adversidad, optó por hacer lo que mejor sabe hacer: inventar pistoladas.
-Se las entregué a mi mamá, que ya se fue para la casa.
-¿Y por qué te quedaste? ¿O es que no cabían todos en el carro?
-Pensaba en la posibilidad de encontrarme con uno de los valerosos militares de nuestra Fuerzas Armadas democráticas.
-Pues está de suerte bebé, porque yo mismo soy
González González se quitó la gorra, para mostrar su emblemática cabeza rapada, la misma que lo ha singularizado del resto de sus compañeros de rebelión. Fue ahí cuando notó la llegada de la llovizna.
-Ya comenzó la lluvia
-Sí, ya comenzó la condenada garúa. Y si me cae, de seguro se me van a alborotar las chichas, contestó el jefe en argot sabanetero.
-Bueno morena, tú dirás adónde vamos, propuso el general blandiendo ligeramente su paraguas.
-Adonde tú me lleves.
-Puede ser por aquí mismo, en el Four Seasons, para que caminar tanto. Allí me han facilitado una habitacioncita. No hay muchas comodidades. No lo tomes a mal, pero tenemos un colchón. Y de estufa, corazón, te tengo a tí.
El jefe dudó en aceptar la invitación. Sin duda, había ligado con el calvo fascista, golpista y terrorista. Pensó entonces que acaso era la oportunidad ideal para penetrar en el bunker rebelde, y extraer de allí información vital para los consejos de investigación ordenados, de forma totalmente soberana, por el Ministerio de la Defensa. Fue así como, antes que emitiese sonido alguno, ya se encontraba en el lobby del hotel del brazo de González González.
Una vez arriba, el general improvisó una mesa. En ella, colocó dos platos de sopa de mariscos, que fueron devorados con pan y salchichón (¡qué vacilón!). Más tarde, apareció una botella de vino tinto, que le disputó a la luna su papel de eterna celestina.
Mientras, en la avenida, justo en la parada del metrobús, un edecán furioso rumiaba su mala suerte.
-¿Cómo es posible que se me haya perdido el presi? La que me faltaba a mí: que me vengan a encanar los de la Disip dizque por magnicida, y para rematar me metan con el sádico de De Goveia.
No podía saber el edecán, cómo saberlo, que su jefe estaba unos metros más allá, en un edificio cercano, con cara de asombro tras escuchar de boca de su acompañante, y luego de la segunda copa:
-Y ahora, ¿qué hacemos con la ropa?

III

La luz mañanera hirió con su intensidad a los ojos que recién se abrían. Le tomó unos segundos desperezarse, y practicar esa calistenia de catre que se esconde tras el gesto maquinal de estirar el brazo a un lado del colchón, para constatar la permanencia del cuerpo amado, odiado, y nuevamente amado.
De inmediato, el general notó la ausencia. Sin embargo, no quiso confiar en sus sentidos, e inició una búsqueda por toda la habitación. Salvo los platos soperos y una que otra migaja de pan y salchichón (¡Ay! Que vacilón), no encontró nada. Ni una carta. Ni un garabato hecho con pintura labial en el espejo del baño. Ni rastro de ese templo sagrado, que tan bien le sirvió para entregar su ofrenda a la única religión que en su vida había conocido: un cuerpo de mujer. En fin, el vacío por toda respuesta.
Le tomó unos minutos más percatarse del robo de la cartera, el reloj, las condecoraciones, el bastón de mando, el plan magnicida y el video grabado de la nueva junta de gobierno presidida, qué casualidad, por él mismo.
A duras penas logró bañarse y vestirse. Sus pies lo llevaron hacia la plaza Francia. Desprovisto de todo, inclusive de su hálito insurgente, González González sintió desplazarse por los predios de un campamento wayú. Casi juraría haber visto salir al vicealmirante Daniel Comisso Urdaneta con penacho, guayuco y cerbatana.
-¿Qué pasó Néstor? Te vimos salir ayer con una morenaza. ¿Le aplicaste la ley de fuga? ¿Murió en enfrentamiento?
-Bueno, Daniel te diré que la convencí para subir, y la pasamos de pinga. El problema fue cuando desperté, porque la tipa, como el barbarazo, acabó con tó.
-¿Y el queso que había en la mesa?
-También se lo llevó
-¡Qué vaina!
-Sí hermano, que vaina. Pero lo malo no es que se fuera con mi cartera y mi bastón, sino que huyera robándome además el corazón. ¡Maldita madrugada en que yo la vi, la muy descarada se burló de mí!
-¡Qué fallo Néstor!
-Llevaba medias negras, Daniel.
-Y te robó el corazón.
-¿Qué te puedo decir? ¿Qué vacilón?

IV

-¡Ah vaina Nora! ¿Tú no me crees? Yo me disfrazo y salgo en las noches. Me pongo una peluca, como la del pavo Lucas, y me voy en una moto de esas grandotas que alguien me presta por ahí. A veces me he sentado en la barra de un bar, y he escuchado los chistes que sobre mí hacen los escuálidos. ¿No lo crees Diosdado? ¡Ah vaina! Por ahí dicen que soy como el tercer polvo, que todos quieren echarlo, pero nadie puede. Jé jé. Pero bueno Nora ¿tú por qué te ríes? Mira que quien solo se ríe de sus picardías se acuerda. ¡Miren a la Nora pues!. Pero sí, es verdad, yo salgo de noche, y soy como el silbón: cuando me escuchan de cerca estoy lejos, y cuando me oyen de lejos estoy resollándole en el pescuezo a la gente. El otro día fui a parar a la Plaza Altamira donde están los golpistas. Y eso da pena, se parece a un campamento wayú del paseo Vargas. Lo que falta es que esos mamarrachos se pongan penachos y guayucos y salgan con cerbatanas. Ya estoy creyendo que en verdad los tengo locos. Pero vamos a dejar este cuento hasta aquí, porque me acaban de informar que los muchachos de la Disip abortaron un plan de magnicidio, y que encontraron un video, y hasta un dibujo de mi persona. Inclusive, se lograron decomisar los documentos personales y los adminículos militares del cabecilla de la acción terrorista. ¡Es que no aprenden!. Pero paremos de hablar, y déjemos que hablen los protagonistas. ¡Vamos pues muchachos! ¿Por qué no se animan a contarle al país cómo fue que le dieron este nuevo zarpazo a la contrarrevolución?

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