jueves, junio 02, 2011

Fascinación del wokitoki

Pocos objetos ejercen una fascinación tan misteriosa sobre la raza humana como el wokitoki. Ninguna psique puede jactarse de salir inmune a su influjo. Basta apenas unos segundos de interacción con la frecuencia radial para que hombres y mujeres experimenten cambios asombrosos en su comportamiento. La mirada directa se vuelve torva y escrutadora; mientras que el discurso empobrece su calidad hasta bascular en lacónicas respuestas del tipo positivo-el-procedimiento o negativo-el-procedimiento.
Creo que tal cosa es posible por las implicaciones simbólicas del aparatejo, que forma parte de la utilería y la puesta en escena de la dominación. El wokitoki es un fetiche del poder, un medio sagrado que permite oír la voz atronadora del jefe absoluto, aquel llamado a dictaminar la suerte final de los mortales. Es también la resonancia tecnológica del placer sexual de administrar la entrada o salida de intrusos en cotos cerrados. El poder se presenta pleno de erotismo…
Visto bien, las personas con wokitoki asemejan a un médium, porque una vez giradas las manillas del volumen o pulsados los botones del encendido reciben la visita de molestos espíritus: el portero zafio y malencarado («¡Por aquí no puedes pasar, mi panita!»), el encargado de logística («¿Ya llegaron las personas del catering?. Cambio»), el guardaespaldas («Ya te dije que el gerente no va a salir por esta puerta») o el funcionario de Defensa Civil («Positivo. Estamos Q.A.P.»). Nunca sabremos con cuál de ellos nos iremos a topar…
Llegados a este punto, enunciamos un principio: wokitoki que no se escucha es un juguete. De allí que el portador del equipo tenga la obligación de subir al máximo los decibeles, de sepultar entre vatios a sus víctimas. Y aunque los baladros del poder sean escuchados por doquier, la dinámica de la imposición exige mandar a callar a una masa que siempre necesita ser instruida en materia de respeto: «Shhhh. Silencio carajo, que no se escuchan las instrucciones», «Shhhh. Si no se callan, mando a desalojar la zona». Ya lo dijo Maquiavelo, es mucho mejor ser temido que amado.
Acaso el episodio más desafortunado que pueda sufrir la persona pegada al wokitoki es olvidar el conjunto de claves especiales. Confundir un 48 con un 69 más que un acontecimiento estrictamente numérico («¡Han cantando bingo!») implica el derrumbe de la escenografía del poder. Y cuando se pierde la solemnidad, sólo cabe regañar al compañero tarado incapaz de memorizar una secuencia de códigos.
Es menester que el usuario del radio portátil oculte su identidad detrás de un seudónimo; una denominación que deje entrever, al gran público, algún rasgo de fiereza o audacia, como por ejemplo «águila uno» o «tiburón uno». Negarse a prescindir del nombre propio siempre es mal visto en el ámbito de las comunicaciones cifradas, donde los participantes sueñan con emular las historias de espionaje e inteligencia militar vistas en el cine o leídas en la literatura. En este sentido, el mensaje es muy claro: una radio portátil no es un teléfono…
Algunos bromistas señalan que los esquizofrénicos tienen el wokitoki en la mente, así como otras personas tienen el rancho o el concepto de juventud. Sin embargo, tan cruel humorada puede revertirse sin desmedro de su gracia: los wokitokeros son esquizofrénicos que a través de una frecuencia radial interactúan con sus voces.
Otra variedad de enfermos son los agentes de seguridad, homínidos uniformados que, de un modo bastante sabrosón, convierten los wokitokis a su resguardo en una plataforma tecnológica ideal para la joda y el cotilleo. Una apropiación colectiva de la frecuencia radial orquestada para compartir datos de loterías, resultados de eventos deportivos o el seguimiento estratégico de los mujerones que se desplazan subversivamente, con un sensual movimiento de caderas, por los espacios confiados en mala hora a estos supuestos expertos en vigilancia. Razón pues tenía Abraham Lincoln cuando sentenció: «Si queréis probar el carácter de un hombre, dadle poder». Cualquier tipo de poder...
Cambio y fuera.

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1 Comments:

Blogger Cástor E. Carmona said...

Amigo Rafa, me hizo recordar aquellos tiempos panorámicos en que un radio de esos al cinto era nuestro grillo (y la voz de Galofré, la del propio cancerbero a las puertas del infierno). Excelente, como siempre.

12:21 p.m.  

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