jueves, septiembre 20, 2007

La dignificación de los sapos

Que no se diga nunca que la revolución bolivariana no está comprometida con la ecología. De su genuino compromiso con la biodiversidad nos da debida cuenta un despacho noticioso publicado en el diario El Nacional, en cuyo texto se nos informa que el Estado socialista y un grupo de organizaciones no gubernamentales ultiman una estrategia conjunta para combatir un tragedia biológica que, a juzgar por la realidad actual, no pareciese tan inminente; ella es, para quien no lo sepa, la progresiva desaparición de los sapos venezolanos.
La extensa nota redactada por la periodista Vanessa Davies nos advierte que cerca del diez por ciento de las 320 especies de batracios existentes en el país están en franco riesgo de extinción. De hecho, una variedad del denominado sapito arlequín, propio de los frondosos bosques aragüeños, ya no se cuenta más entre nosotros. De brinco en brinco fue a parar a la posteridad, con la ayuda invalorable de la desidia humana.
En días recientes nos ha tocado asistir como pueblo a un violento ataque cometido en contra de uno de los más pintorescos ejemplares de la especie conocida como sapito rayado o parlamentario. Un empavado animalejo que por poco paga con su vida el temerario lance de solidarizarse con un altivo compañero de estanque, caído en desgracia al cuestionar los sabios designios que rigen la fauna caribeña.
Afortunadamente, para nuestro saltarín amiguito, las revoluciones, a diferencia de otros movimientos de corte político, encuentran en los sapos la categoría fundamental de la taxonomía animal. Su melódico croar -triunfal trompeta del juicio final- constituye el augurio necesario para convocar con éxito a los huracanados vientos de la renovación estructural. Y es que batracios y dinosaurios han sabido ganarse, en ese campo de lucha que algunos gustan de llamar Historia, la prerrogativa de ver exhibidas sus figuras en pose rampante en las brillosas piezas de la heráldica revolucionaria.
El sapo ha hecho de la constancia la reina de las virtudes: Todos desconocemos el rumbo que tomará el caprichoso brinco de la liebre, pero ninguno de nosotros guarda la menor duda de hacia adonde enfilará el anfibio sin cola su presuroso salto: los organismos de vigilancia. Como dijo Salvatore Cippico, el utopista desengañado creado por el novelista Claudio Magris, “las denuncias son el camino más breve para disfrutar del mejor trato”. Sobre todo en los regímenes totalitarios.
Sin sapos no hay revolución. Florian Henckel Von Donnersmarck en su laureada película La vida de los otros revela la asfixia policial que, en la antigua República Democrática Alemana, ejerció el Ministerio para la Seguridad del Estado. Se calcula que en la década de los años ochenta la Stasi llegó a contar con 91 mil empleados a tiempo completo, cuyas funciones de supervisión eran complementadas por una red de informantes civiles que superaban los 300 mil colaboradores: uno por cada cincuenta alemanes.
En la Rumania comunista la situación no variaba mucho. El escritor Norman Manea en su imprescindible libro Payasos: el dictador y el artista nos aporta las siguientes cifras: un policía por cada quince ciudadanos, quince informantes “voluntarios” junto a cada policía. “La inmensa masa de delatores vigila el resto indigno de la población, no sea que ésta traicione algún secreto de Estado, como el nombre del lugar de trabajo, la forma de los tarros de los encurtidos, la fórmula de la bomba atómica, la ubicación territorial de las vespasianas, el mote del presidente, la capacidad de los manicomios, el mapa de Rumania y la tecnología para fabricar hilos de coser. ¡Por si acaso los extranjeros se enteran de los secretos del Paraíso del Circo! Evitar todo contacto con los extranjeros, deber de honor y derecho natural para todo el que quería sobrevivir”, relata Manea.
Finalmente, el británico Martin Amis, en su obra Koba el Temible, recuerda la paranoia comunista en su versión soviética: “La denuncia dio el gran salto adelante durante el período de la Colectivización. En las aldeas se incitaba a los campesinos más pobres a denunciar a los más ricos. ‘Era muy fácil cargarse un hombre -explica Vassili Grossman- bastaba con escribir una denuncia; ni siquiera había que firmarla’. A mediados de los años treinta cuando el terror se orientó hacia los pueblos y ciudades, la prensa elogiaba la denuncia alegando que era ‘el sagrado deber de todo bolchevique, del Partido o de fuera del Partido’. Como era de esperar, hubo inmediatamente un alud de denuncias. El proceso era quintaesencialmente estalinista, dado que: a) fomentaba lo más abyecto de la naturaleza humana, y b) seleccionaba hacia abajo (los últimos eran los primeros). Una vez más, se produjo una situación surrealista. Se denunciaba a X por miedo a que X lo denunciara a uno; uno podía ser denunciado por no hacer bastantes denuncias; el impulso denunciador no conocía más freno que la posibilidad de ser denunciado por no haber denunciado antes (...) Es de rigor rendir ahora un homenaje a quien delató con más celo que nadie, la gran Nikolaenko, azote de Kiev. Esta increíble valquiria fue distinguida con un elogio del mismo Stalin (...) Gracias a ella murieron unas ochos mil personas”.
En el siglo XXI los sapos siguen croando. En el año 2004, el diputado tachirense Luis Tascón inaugura la era del apartheid bolivariano, con la publicación de la famosa lista de solicitantes del referendo revocatorio en contra del presidente Hugo Chávez Frías. Gracias a él existen más de tres millones cuatrocientos mil venezolanos muertos en vida, con sus derechos civiles burlados, con el futuro secuestrado. Obligados todos a permanecer en tierra, “rechazados por la barca de Caronte”.
Volvemos a Magris: “Cuando la revolución se acaba, lo que queda es una inmensa cháchara, porque no queda nada más: todos vengan a parlotear, como la gente que ha visto un espantoso accidente de carretera y se detiene en el arcén, en corro, comentando lo sucedido”.
Sin sapos no hay revolución.

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1 Comments:

Blogger Joaquín Ortega said...

hermano vampiro...

no hay duda que hacen falta los sapos...

pero ellos no son nada sin el brinco...

y sin la estaca

un abrazo

J

9:29 p.m.  

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