miércoles, julio 29, 2009

El miedo a los bárbaros


A pesar de tratarse de un ensayo que busca analizar el comportamiento europeo frente a la guerra contra el terrorismo y el creciente peso de la inmigración ilegal, el más reciente libro del filósofo Tzvetan Todorov (Sofía, 1939) también puede leerse a la luz de la política venezolana contemporánea.
La existencia de dos bandos en pugna, el uso del miedo y la violencia como estrategia de acción, la manipulación de la memoria histórica, la apelación constante a terroristas y demás enemigos externos e internos, la crítica persistente al modelo de democracia liberal y la imposición gubernamental de la felicidad son realidades cotidianas que nos tornan familiares las reflexiones desarrolladas por el autor de El miedo a los bárbaros (Galaxia Gutenberg.2008).
Los países del mundo, nos dice Todorov, no terminan de sobreponerse al fin de la guerra fría. Por eso, sus dirigentes aguzan los sentidos para identificar a los futuros antagonistas de un poder que interpretan como hegemónico. Por su parte, los Estados Unidos, vencedores del enfrentamiento contra el sistema comunista, reconocen como nuevo adversario militar a una amalgama de grupos terroristas mayormente vinculados con el extremismo islámico. En este contexto, no falta quien recuerde la tesis del choque de civilizaciones propuesta por el fallecido Samuel Huntington.
Pero Todorov no comparte este enfoque del enfrentamiento cultural con raíces religiosas: “La imagen del mundo como una guerra de todos contra todos no sólo es falsa, sino que contribuye a hacerlo más peligroso. En lugar de buscar un enemigo al que vencer (anteayer el capitalismo mundial, ayer el comunismo, hoy el «islamo-fascismo»), podemos intentar escapar del pensamiento maniqueo. Una manera de conseguirlo es centrar la atención en el acto, no en quién actúa”.
Un pensamiento de Montesquieu sobre las pasiones que movilizan a las sociedades humanas estimula al filósofo a intentar una clasificación mundial “no exenta de simplificaciones”: 1) Los países del apetito, aquellas naciones que aspiran beneficiarse de la globalización, el consumo y el ocio (China, India y Brasil); 2) los países del resentimiento, aquellas naciones que se sienten víctimas de humillaciones y maltratos por parte de las grandes potencias (lugares con población mayoritariamente musulmana o indígena como Pakistán, Irak o América Latina); 3) los países del miedo, aquellas naciones que temen el empuje económico de los países del apetito y los ataques físicos de los ciudadanos de los países del resentimiento (Estados Unidos, Japón y Europa Occidental); y 4) los países de la indecisión, aquellas naciones que permanecen ajenas a las pasiones previamente descritas.
Todorov limita su estudio a la relación existente entre los países del miedo y los países del resentimiento: “La reacción excesiva o mal enfocada de los países del miedo se manifiesta de dos maneras, según si se produce en el propio territorio o en el de los otros. En el suelo ajeno consiste en ceder a la tentación de la fuerza y responder a las agresiones físicas de los bárbaros con un despliegue de medios militares desproporcionados y con acciones de guerra (…) El miedo a los bárbaros es lo que amenaza con convertirnos en bárbaros. El mal que hacemos es peor al que temíamos al principio. La historia nos los enseña: el remedio puede ser peor que la enfermedad. Los totalitarismos se presentaron como un medio para curar los errores de la sociedad burguesa, pero engendraron un mundo más peligroso que el que combatían. Sin duda la situación actual no es tan grave, pero no deja de ser inquietante. Todavía estamos a tiempo de cambiar de orientación".
Llegados a este punto del libro, se echa de menos una observación sobre cierta élite intelectual europea que, más que miedo, a veces parece supurar un profundo resentimiento que tiene su expresión más acabada en una postura antiamericana que, a priori, legitima como causa progresista a cualquier movimiento político que vocee consignas antiyanquis, sin parar mientes en lo democrático de sus métodos de lucha.
Todorov pasa revista a la evolución histórica del concepto de barbarie. Recuerda su primera acepción: aquellas personas que no hablan griego; para finalmente consignar una definición mejor avenida con los tiempos modernos: son bárbaros los que no reconocen la plena humanidad de los otros. “Creerse el único grupo propiamente humano, negarse a conocer nada al margen de la propia experiencia, no ofrecer nada a los otros y permanecer deliberadamente encerrado en el propio medio de origen es un indicio de barbarie; reconocer la pluralidad de grupos, de sociedades y de culturas humanas, y colocarse a la misma altura que los otros forma parte de la civilización”.
El filósofo recuerda que ninguna cultura es en sí misma bárbara, y ningún pueblo es definitivamente civilizado, porque los actos de barbarie pueden tener lugar en el seno de colectivos famosos por su florecimiento cultural o por la producción de inventos tecnológicos. Precisa además que todas las personas poseen varias identidades culturales, las cuales pueden ensamblarse o presentarse como una intersección de conjuntos. “Todo individuo es pluricultural (…) Los hombre no son ni del todo iguales ni del todo diferentes”, argumenta Todorov; una afirmación que logra explicar porque algunos nacionalistas químicamente puros de la revolución bolivariana dejan colar, entre joropo y joropo, algunos comportamientos y conductas propios de individuos pertenecientes a países del odiado sistema capitalista.
Cuando analiza la creciente interacción de la cultura europea y la cultura de los países de religión musulmana, el autor del libro señala que las civilizaciones no chocan sino que se encuentran, y que los enfrentamientos finales tienen más que ver con entidades políticas que culturales: “En mi infancia comunista oíamos hablar del enemigo todos los días, aunque vivíamos en paz. La ausencia de éxitos económicos se imputaba invariablemente a los enemigos externos, sobre todo a los imperialistas angloestadounidenses, y a los enemigos internos, espías y saboteadores, como se llamaban a todos aquellos que no mostraban demasiado entusiasmo por la ideología marxista-leninista. El régimen autoritario imponía pues el vocabulario de guerrero en circunstancias de paz y no admitía matices: toda persona diferente era percibida como un adversario, y todo adversario era un enemigo, al que era legítimo, incluso loable, exterminar como una cucaracha”.
La consolidación en la opinión pública del binomio amigo-enemigo se logra mediante dos estrategias. La primera, de viejo cuño: la manipulación de la historia con fines proselitistas y la eliminación del patrimonio simbólico y anecdótico del adversario («el olvido no es menos constitutivo de la identidad de un pueblo que la salvaguarda de los recuerdos», en palabras de Todorov). La segunda, de reciente invención: la victimización del victimario, quien gracias a la pirueta intelectual de confesarse perjudicado por poderes superiores, consigue legitimar el uso de la violencia.
El filósofo rechaza la entronización del miedo como sentimiento central de una sociedad: “Diga lo que diga Hobbes, el miedo no es siempre y en todas partes el sentimiento dominante en las relaciones entre individuos; es mucho más básica la necesidad de estar con los demás, de captar su mirada para sentirse existente. El odio, como el miedo, es sin duda un sentimiento humano, pero de ahí no se sigue que sea indispensable un enemigo para afirmar toda identidad, ni individual, ni colectivamente”. Todorov alerta acerca de la inconveniencia de alimentar la confusión entre el Islam, una religión con catorce siglos de antigüedad, y el islamismo, una tendencia política contemporánea interesada en la instalación de un régimen teocrático.
Añade que en el caso de la guerra contra el terrorismo, el concepto de guerra es empleado en un contexto diferente al de su uso tradicional, debido a que en este curioso conflicto no se enfrentan ejércitos nacionales ni se estipula una duración promedio de las hostilidades, dado que sus promotores pretenden erradicar no a un adversario humano sino a una plaga social. “La descripción hobbesiana de las relaciones humanas, dominadas básicamente por el miedo, no es verdadera en general, pero puede llegar a serlo si los que controlan la comunicación pública nos convencen de que estamos rodeados de enemigos, y por lo tanto sumidos en una guerra a muerte. Se trataría en este caso de un nuevo ejemplo de la profecía que crea la realidad que ha proclamado. Ante el peligro de muerte todo está permitido. Pero el miedo es un mal consejero, y los que viven con miedo son temibles”.
Uno de los fragmentos más polémicos del libro sobreviene cuando Todorov analiza el escándalo ocurrido en Dinamarca y en varios países musulmanes al ser publicadas, el 30 de septiembre de 2005 en el periódico Jylland-Posten, doce caricaturas del profeta Mahoma. En lugar de solidarizarse automáticamente con el concepto de libertad de expresión, el autor identifica la existencia de una clara provocación a la minoría musulmana por parte del poder mediático. Las implicaciones sociales del episodio lo animan a destacar que, al contrario de lo que muchos intelectuales sostienen, el fundamento de la democracia liberal no es la libertad de expresión sino el poder del pueblo y la protección del individuo.
“El principio de la libertad de expresión no tiene en la vida social la fuerza absoluta que le conceden sus defensores (…) En el momento en que se ejercen responsabilidades públicas ya no basta con invocar las propias convicciones y el derecho a expresarlas. A ello se añade la exigencia de hacerlo como un individuo responsable, que tiene en cuenta las previsibles consecuencias de sus actos. Esta responsabilidad no es la misma para todos, sino que aumenta a medida que lo hace el poder del que se dispone (…) El hombre de a pie goza de mayor libertad que el primer ministro; un periódico provocador que un periódico influyente; la universidad que las cadenas de televisión, porque la responsabilidad limita la libertad", indica.
La tesis final propone consolidar una identidad europea que se cimiente en la renuncia a la violencia y el reconocimiento de la pluralidad interna y externa, lo que supone un proceso de diálogo intercultural. Una aproximación que, a partir de la máxima de que el maniqueísmo no puede derrotar al maniqueísmo, plantea dos exigencias: no partir del supuesto de que el otro representa la desviación y la mala fe; y construir un marco común de conversación que determine cuál es la naturaleza de los argumentos realmente admisibles para alcanzar un acuerdo.
Finalmente, la lectura en clave venezolana de El miedo a los bárbaros nos mueve a preguntarnos cuál sería la opinión de Todorov sobre temas como la libertad de expresión y la responsabilidad de los medios de comunicación cuando quien empuña la bandera del debate es un Estado que gusta de asumir el papel de víctima de supuesto poderes nacionales y supranacionales para así legitimar el uso arbitrario del poder.
Ante la ausencia de su voz, citamos mejor el pensamiento del ilustre búlgaro premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2008: “Parece que los hombres sólo están dispuestos a razonar cuando ya no tienen capacidad de imponer su voluntad mediante la violencia”.

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La pasión del poder


El filósofo español José Antonio Marina no se anima a enunciar un pormenorizado inventario de las leyes del poder. Tampoco le atrae escribir un tratado maquiavélico para aconsejar a modernos príncipes de oficina. Su preocupación es otra: dejar sentada la razón por la que una sociedad necesita aceptar la ficción legitimadora del uso del poder en la convivencia humana. En sus propias palabras: "No podemos eliminar las relaciones de poder... Somos seres sociales, tenemos deseos contradictorios, imaginamos proyectos que exigen colaboración y tratamos de organizar la vida en colectividades cada vez más complejas. La experiencia de la humanidad nos dice que las reglas son necesarias y que, por desgracia, no podemos confiar en que la gente vaya a seguirlas por convicción. El poder aparece como necesario, pero a la vez como peligroso por su tendencia a la desmesura".
Para sustentar su tesis, Marina plantea, a manera de ejemplo, que el intento por hacer más tolerable la costumbre primitiva del rapto o la compra de esposas tuvo como consecuencia el concepto del matrimonio; una figura legal que amplió tanto los derechos civiles de las mujeres como las obligaciones de los hombres. Igualmente, describe la enrevesada maniobra para vestir el dominio de una persona con los ropajes de la voluntad popular, que desembocó después en la democracia y la noción jurídica de la igualdad de las personas. Este par de hechos históricos reflejan muy bien cómo cada nueva legitimación del poder minimiza la apelación a la fuerza directa y hace menos asimétrica la esencia del vínculo poderoso-dominado.
"La violencia se enmascara al legitimarse, pero lo importante es que, una vez admitida la necesidad de justificar el poder, se ha abierto una vía de agua que ya no podrá cerrarse, y que impulsará al sometido a criticar la legitimación que lo somete y a proponer otra. El poder fáctico quiere hacer racional su existencia para reforzarse, y acaba dando luz a un «vástago parricida» —la apelación a una legitimidad— que lo desestabiliza para siempre. La historia del poder se convierte así en una fascinante lucha de legitimidades, en la que los combatientes han utilizado todas las sutiles armas de la dialéctica, y todas las broncas armas de la violencia". Esta apasionante dinámica hace recordar la muy citada reflexión de Federico Nietzsche: "Lo que posees, te posee".
Aceptar la necesidad de que la sociedad cuente con una ficción constituyente —que le brinde soporte al entramado de relaciones políticas, económicas, sociales, culturales y militares— no supone que el ciudadano deba someterse eternamente a una dominación que juzga injusta. El académico español lo plantea en términos muy claros: "La historia es una sucesión de figuras de poder y sumisión, y la clave estriba en quien lleva la voz cantante. Nos movemos entre dos extremos. En la tiranía, el poder troquela las figuras de obediencia, define al súbdito. En las democracias, el ciudadano debe troquelar las figuras del poder".
El poder no admite que de buenas a primeras los ciudadanos dicten o sugieran las directrices de la agenda pública. El reflejo natural del poderoso le sugiere echar mano de los mecanismos directos de represión e intimidación; pero termina conscientemente disuadido, debido a la gravosa ubicuidad e inmediatez de los medios de comunicación. Asume, así, la existencia del contrapoder mediático: la opinión pública es el gran teatro del mundo. Es una circunstancia que informa del carácter teatral del poder: "Todos los poderes se encarnan en el espectáculo. Las coronas y las coronaciones, la etiqueta y el protocolo, el trono y los altares, las conferencias de prensa y las entrevistas, las apariciones televisivas, emerger de los automóviles o del avión como Venus de las aguas, son símbolos tangibles de lo que representa el poder".
En su afán de preservar las formas del poder legítimamente constituido, el poderoso prefiere explotar el arsenal de mecanismos simbólicos de dominación. La efectiva gerencia del poder requiere no sólo la posibilidad de hacer lo que se quiere, sino también la capacidad de impedir que los otros hagan lo que deseen. Para ello se torna fundamental la administración exitosa de los sistemas de premios y castigos, además de los reforzadores de segundo grado (esto es, la privación de una recompensa o la eliminación de una pena).
El adoctrinamiento pasa a ser la piedra angular para la construcción de una cultura de la sumisión. El objetivo es que el subordinado termine colaborando con el régimen que lo vampiriza. Marina expone con detalle los procedimientos de «lavado cerebral» empleados por el gobierno comunista chino:

1) El aislamiento. El adoctrinamiento se realizaba en algún campamento o lugar especial, en el que los educandos quedaban prácticamente desvinculados de sus familias y amistades anteriores.
2) La fatiga. Los participantes eran sometidos a un programa de trabajo intenso, que les producía un permanente cansancio físico y mental.
3) La incertidumbre. Los alumnos que se mostraban renuentes a participar en las actividades de manera comprometida desaparecían de la noche a la mañana, dando lugar a una ola de rumores que acrecentaban el clima de miedo.
4) El lenguaje. Los alumnos tenían que expresarse obligatoriamente en una terminología distinta de la de su mundo anterior.
5) La seriedad. El humor estaba prohibido.

Más adelante el autor agrega que la sumisión se hace máxima cuando el poder adquiere una dimensión mítica: "Todo gobernante sabe que si un pueblo siente miedo está dispuesto a aceptar propuestas que en circunstancias normales no aceptaría. Por ejemplo, la creencia en un salvador. Por esa razón, fomentar un sentimiento de miedo —a través de la propaganda— es una forma sencilla de preparar al sujeto para el adoctrinamiento" .
Cuenta Marina que los tiranos griegos también tenían sus tácticas de dominación:

1) Corromper el alma de sus súbditos, porque un hombre sobornable es incapaz de conspirar.
2) Sembrar la desconfianza, porque una tiranía sólo es derrocada cuando algunos ciudadanos confían entre ellos.
3) Empobrecer a sus súbditos, porque así el tirano puede pagar a su guardia y, de paso, impide que los ciudadanos, absorbidos por el trabajo, tengan tiempo de organizar una rebelión.

Siglos después tocaría a Maquiavelo divulgar otras estrategias del copioso inventario: el engaño, el secreto, la simulación, la astucia para mantener a los gobernados en tensión y zozobra constantes, la proyección de ciertas virtudes cardinales y la adopción de medidas odiosas e impopulares a través de los ministros.
Los autores clásicos de la literatura militar también formularon valiosos aportes: reducir los recursos del adversario, forzar las decisiones, sacar al rival de su terreno natural de lucha, cortar las fuentes de suministros y aprovisionamiento, falsificar la información básica y ejercer presión psicológica. Finalmente, los regímenes autoritarios del siglo veinte pusieron en práctica sus propias medidas: criminalización del adversario, elaboración de informes de inteligencia, establecimiento de premios y castigos tributarios, cambio de las reglas del juego mediante reformas legislativas, fijación de controles para la actividad económica, retiro de publicidad oficial, asignación caprichosa de concesiones y contratos públicos, campañas de difamación pública, inicio de juicios penales y extorsiones con grabaciones ilegales.
Este dantesco panorama llamaría a la desesperanza, si no fuese por la oportuna observación realizada por el tratadista español: "Cada modo de ejercer el poder determina un modo de sometimiento, y lo mismo ocurre a la inversa. El sujeto subordinado puede acabar imponiendo un nuevo modo de ejercer el poder". Pero, ¿cómo lograr que los más controlen las actuaciones de los menos? ¿Acaso eliminando los mitos fundacionales? El antropólogo Clifford Geertz hizo la siguiente advertencia: "Un mundo totalmente desmitificado sería un mundo totalmente despolitizado". La propuesta de Marina es mucho más compleja que la popular receta de la antipolítica: que sea la ética la que fije los límites de la sumisión y la rebeldía: "Si las sociedades, los grupos, las personas, debemos exigir un comportamiento ético, es porque cualquier transgresión resquebraja el mundo que queremos alumbrar. Nos somete a todos a la poderosa tentación de la violencia, del ojo por ojo, del poder sin freno. Nos somete a todos a la tremenda tentación de regresar a la realidad, renunciando a la ficción civilizadora. Porque venimos de la selva, queremos apartarnos de ella".
Si bien el libro de Marina adolece de cierto rigor científico (por ejemplo, los criterios de clasificación esbozados para establecer los tipos de sumisión remiten en demasía a sutilezas de la percepción y la subjetividad), La pasión del poder tiene la virtud de proyectar, de un modo creativo y contundente, el concepto de dignidad humana como pivote fundamental para un nuevo derecho natural. Es decir, una fuente primaria de legitimidad capaz de fundar sistemas éticos, jurídicos y políticos que doten a las sociedades modernas de mayores recursos para frenar los abusos de sus miembros más poderosos. Porque como dijo Shakespeare: “Es bello tener la fuerza de un gigante, pero es terrible emplearla como un gigante”.

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