miércoles, diciembre 26, 2007

De jeque a piquetero

¿Cómo que no juega el Boca?

El Ché Jiménez: ¡Hasta la victoria siempre!

Nunca había salido del país en estado consciente. Digo lo anterior porque, según cuentan mis familiares, tuve la oportunidad de visitar la costa colombiana cuando apenas tenía diez meses de edad; temprano desplazamiento fronterizo que no consiguió fijarse en mi memoria. Un brumoso episodio infantil que se ha tornado mucho más oscuro gracias a las incoherentes anécdotas aportadas por mis padres; imprecisiones narrativas que me han llevado a sospechar un tormentoso pasado como precoz narcomula.
Sin embargo, mi historia sedentaria cambió en las postrimerías del 31 de diciembre de 2006. Fue en esos segundos finales cuando me animé a celebrar, por primera vez en mi vida, dos de los tantos rituales de fin de año: empuñar unos cuantos billetes en moneda extranjera (no digo aquí su denominación de origen no vaya a ser cosa que se encuentre tipificado como delito en la Ley de Ilícitos Cambiarios, y termine yo en San Francisco pero de Yare), y salir del apartamento con una maleta repleta de ropa. El resultado de tan esotérica ginkana me tocó apreciarlo el domingo 18 de febrero de 2007 con mi viaje, en compañía de dos entrañables amigos, a Buenos Aires.
Luego de un viaje de siete horas, por fin pudimos llegar al aeropuerto internacional Ministro Pistarini, en la cercana localidad de Ezeiza. Un taxista, con innegable facilidad para el análisis macroeconómico y la diplomacia antiimperialista, se encargó de llevarnos rumbo al apartamento que habíamos alquilado previamente en la famosa avenida Corrientes.
Una vez dejado el equipaje, nos echamos a recorrer la ciudad y los tres convenimos en tomarnos el primer cortado en los espacios del Paseo Florida. Confieso que no pude evitar caer en el impepinable defecto de todo venezolano recién salido al exterior: cebarse en los defectos de la vida caraqueña y ensalzar, acríticamente, las bondades del nuevo suelo. Desde un principio Buenos Aires me pareció un homenaje para el viandante; una ciudad con multitud de cafés, todos ideados para un pueblo que privilegia el diálogo fraternal al tumulto y la gritería improductivos. Mi asombro se haría mayor al notar la profusión de teatros y locales de espectáculos, una inequívoca señal de una rica y diversa vida nocturna.
A mis amigos y a mí no nos tomaría mucho tiempo comprender los efectos prácticos de la tan cacareada y abstrusa apreciación del bolívar. En intenso arrebato consumista nos abalanzamos sobre tiendas y establecimientos del Boulevard Lavalle, Palermo, San Telmo y Puerto Madero. Nuestra presencia fue siempre celebrada por los caballerosos comerciantes porteños, quienes nos recibían con los honores protocolares reservados a los jeques petroleros. No obstante, para aminorar la mala conciencia nuevorriquista, nos fuimos de librerías con la misión de cultivar nuestros espíritus con lo mejor de las letras argentinas. Aproveché entonces la oportunidad para comprar algunas novelas de Ricardo Piglia, Juan José Saer, Rodrigo Fresán, Alan Pauls y Roberto Arlt.
Sin embargo, al cuarto día, cuales chespiritianos perros arrepentidos, volvimos a recaer. Nos dirigimos al Centro Comercial Abasto, y desde sus instalaciones seguimos profundizando el proverbial déficit en cuenta corriente de nuestra balanza de pagos. Sería en ese instante de loco boom petrolero cuando el destino traidor me aplicaría su vil celada, al quedárseme olvidada en un taxi mi cartera con gran parte de mi efectivo de viajero. Sólo pude atenuar mi creciente rabia en una de las salas del Paseo La Plaza tras observar la magistral actuación de la señora Cecilia Roth en la obra Días Contados.
Al otro día, muy a mi pesar, era otro de los cartoneros que menudeaban en el paisaje bonaerense; el único que no llevaba la tradicional casaca albiceleste, sino una sudada franela vinotinto. Mi primer reflejo como piquetero, como pelotudo sin guita, fue llegarme casi descarnado a la histórica Plaza de Mayo. Allí, sin cosa alguna que pudiese perturbar mi espíritu, recuerdo que intenté conversar con la empañuelada Hebe de Bonafini, a fin de lograr su apoyo moral ante mi inminente default financiero -banqueros sicarios, del Fondo Monetario-. Pero no la conseguí. Fijé la vista en la restaurada Casa Rosada, y en ese momento sonreí pensando que, al igual que el Nóbel Gabriel García Márquez, yo también me encontraba en una gran urbe suramericana en la doble condición de periodista e indocumentado.
Fue entonces cuando pensé que este 31 de diciembre bien valdría la pena tentar a la caprichosa suerte trasponiendo el umbral de mi apartamento con unos pocos dólares en la mano, mi maleta viajera (qué jamás será comparable a la de Antonini Wilson) y un ejemplar aniversario de Cien años de Soledad. Quién quita y algún día se nos da la fortuna de escribir algo memorable.
PS: ¡Feliz año 2008 para todos los lectores! Mucha salud y éxitos. En verdad, gracias por venir a estos transilvánicos parajes, que, a no dudarlo, también lo son de amistad.

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jueves, diciembre 20, 2007

Bajo fuego

No hay que pisar tierra iraquí para sufrir los rigores del bombardeo inclemente. En Venezuela un grupo de predelincuentes (ahora el término sí cobra sentido) ha jurado acabar con todo vestigio de paz hogareña, explotando, sin previa conformación de una coalición de países, o el apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU, toda clase de petardos y cohetes. Un ataque sin fin, que ni siquiera es acompañado, al estilo gringo, con repartos de bolsas de comida.
No hay escapatoria posible ante el capítulo caribeño de Al Qaeda. No importa dónde estés, siempre te alcanzará el largo brazo del idiotismo. Y es que no hay tanques, aviones o cañones que puedan neutralizar, con mediano éxito, las incesantes celadas terroristas de la yihad acústica. Sus fanatizados mujahidines han hecho de los días decembrinos el momento ideal para librar su guerra asimétrica de baja intensidad pero alta sonoridad.
Desde nuestra atalaya ciudadana debemos confesar que no logramos vislumbrar cuál es el objetivo último de esta variante de guerrilla urbana. Nos cuesta mucho precisar el enemigo imperialista frente al cual los miembros de este movimiento extremista han jurado desplegar su cotidiana siembra de angustia y terror. A juzgar por el frenesí con el que gastan sus menguadas quincenas en lotes y lotes de cohetes y petardos, no tenemos más opción que concluir que este acérrimo y odiado adversario jamás y nunca pudiera ser el ominoso tótem del consumismo capitalista. Lo que sí alcanzamos a ver es que cada uno de ellos ofrendaría gustoso su existencia por la clandestina adquisición de uno de los tantos juegos pirotécnicos encendidos por el inolvidable mago Gandalf en la parte primera de la trilogía fílmica El señor de los anillos.
No cabe duda de que lo más frustrante de esta experiencia cuasibélica consiste en comprobar que de nada vale mentalizarse sobre la inminencia del estruendo, ya que una vez registrado el malhadado acontecimiento la víctima siempre terminará pegando un salto; viendo caer, invariablemente, el objeto que con sumo cuidado llevaba en sus manos, el cual, por Ley de Murphy, siempre será de vidrio o carecerá de garantía.
El manido axioma que nos advierte que la violencia genera más violencia se cumple con singular precisión en el cretino submundo de los petardos y cohetones. La demoníaca dinámica del terrorismo acústico comienza en el instante mismo en el que el sujeto obsesionado con el fragor pirotécnico, en libérrimo ejercicio de su naturaleza sociópata, decide torturar los tímpanos de sus vecinos con la detonación de un modesto “matasuegra”. El pundonoroso acto de rebeldía es rápidamente convalidado por otros amantes de la pólvora, quienes se sienten en la obligación (in)moral de enriquecer la ofensiva con la explosión de un tradicional “tumbarrancho”. No pasarán muchos minutos sin que la colectividad pueda percibir las ondas expansivas de los “binladen” y “tumbasambiles”, modernas ojivas de destrucción masiva -al menos de ventanas-, que aniquilarán la calma y el silencio ambientales con la activación inmediata de todos los sistemas de alarmas.
Si por desgracia usted abandona los entrañables predios del hogar sitiado, y encamina sus pasos hacia los tupidos espacios del centro de la ciudad, no podrá evitar convertirse en una suerte de médium (versión criolla del personaje de Jennifer Love Hewitt en Ghost Whisperer), condenado a escuchar voces espectrales que lo azuzan a gastar su dinerito en cebollitas, martillitos, silbadores y otras delicatessen asociadas a la adictiva pólvora.
Llegados a este punto no podemos descartar que uno de estos días un sujeto poseído por el síndrome de disociación sicótica, enloquecido por tanto y tan repetitivo estruendo, decida radicalizar el proceso degenerativo de la vida social. Y así, perdido en el proceloso mar de la buhonería irredenta, flanqueado por interminables hileras de cohetería, invierta sus últimos bolívares débiles en la compra de un letal “tumbagobierno”, bomba atómica que recupere lo ya hace tiempo perdido: el silencio.
¡Que otra cosa podría ser!


PS: ¡Una feliz Navidad para los asiduos y accidentales visitantes de esta modesta página! Mis mejores y más sinceros deseos para cada uno de ustedes. Mucha salud, felicidad y éxitos profesionales.

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miércoles, diciembre 12, 2007

Entrega laboral

Hay quienes definen sus prolongadas estadías en la oficina como un ejemplo de fervorosa entrega. Personas enlistadas en ese denodado contingente de soldados rasos, siempre dispuestos a ofrendar sus merecidas horas de descanso y reencuentro familiar en la humeante pira del compromiso organizacional, una divinidad tan pagana como rimbombante.
Del amplio catálogo de obsesiones humanas, el patológico deseo de permanecer en el sitio de trabajo destaca, por mucho, como la adicción más prestigiosa en la sociedad moderna. En teoría, la administración pública y los empresarios privados son los principales beneficiarios del incremento de productividad asociado con la prolongación voluntaria de los horarios laborales. Sin embargo, poco se habla de la clase de gente que dichos empleadores devuelven al final del día a la familia venezolana: seres cansados, estresados, escasamente comunicativos; la mayoría de ellos imposibilitados, física y anímicamente, para cultivar las relaciones primordiales de su universo afectivo.
Pero tampoco exageremos la nota. No nos precipitemos a poblar de hornacinas el moderno templo de los workalcoholics. Y es que varios de estos anónimos y sacrificados héroes a menudo suelen incurrir en actos reñidos con las impolutas páginas de la hagiografía, según nos revela un estudio demoscópico divulgado por la revista italiana Risa Psicosomática. La investigación, que resume las impresiones de 990 personas de ambos sexos, con edades comprendidas entre 25 y 50 años, arroja como principal conclusión que uno de cada tres casos de adulterio sucede en horario laboral.
“El lugar de trabajo se convirtió, por encima de cualquier otro, en un espacio para la infidelidad. Esto no obedece solamente al gran número de horas de convivencia forzada. También hay que considerar que en este espacio de interacción social se pueden desarrollar dinámicas eróticas sugeridas, implícitas, que no tienen cabida en la alcoba de la casa. Y digo esto, porque, lamentablemente, bien por los vínculos formales de pareja, bien por el concepto tradicional del deber conyugal, la formulación del deseo sexual en el ámbito hogareño se ha convertido en una manifestación comunicacional muy torpe y explícita, ajena a los ideales del romanticismo. No olvidemos que el erotismo necesita juego, misterio, imaginación, inestabilidad, ruptura, transgresión; y nada de eso ocurre en la casa, la cual siempre es visualizada en términos de rutina, certeza, estabilidad y estructura”, indica la psicóloga argentina Adriana Álvarez al comentar los datos encontrados por Risa Psicosomática.
Otros importantes hallazgos del sondeo fueron los siguientes: 33% de los encuestados cometió su adulterio en horas del almuerzo; 31% confesó fantasear con una cópula salvaje en algún rincón de la oficina; 26% señaló que no dudaría en lanzarse a la acción en pleno horario de trabajo, si la oportunidad así lo demandase (verdaderos epígonos de la escuela terrorista “allí-la-agarré-allí-la-maté”); 80% reconoció tener fantasías sexuales con un compañero de labores; y 40% admitió haber incurrido en al menos una infidelidad durante el último año.
Ya algunos expertos se han animado a ensayar una teoría científica que pueda explicar, con mediano éxito, la curiosa involución registrada en el workalcoholic modosito e incomprendido que, sin solución de continuidad, consigue transformarse en incorregible sátiro de pasillo. Una de ellas la aporta la sexóloga sureña Silvia Salomone: “Está demostrado que el vínculo laboral es más fuerte y sostenido que el matrimonial. En la pareja estable hay ciertas variables que no se ponen en juego, como la libertad individual, las fantasías sexuales, las conversaciones de doble sentido y los escarceos de seducción. Cuando no suceden adentro, la ansiedad por buscar alternativas comienza a desplegarse por fuera de la rutina, en el macrocosmos de una persona: sea en el trabajo, el club o el círculo de amigos. Y esto es un fenómeno que no respeta sexo. Está demostrado que, en comparación con los hombres, las mujeres tienen más fantasías con personas distintas a su pareja”.
Sin embargo, deseo aclarar que no pretendo desde aquí lanzar la primera piedra. Mi crónica lampiñez me impide erigirme en un draconiano ayatollah. Además, en escritos anteriores he aseverado que la presente generación de venezolanos encuentra sus valores más altos (de hecho peligrosamente más altos) en los triglicéridos, el colesterol y el ácido úrico. Por todo ello, prefiero más bien intentar pergeñar un análisis objetivo -como esos que acostumbra hacer mi compadre Manuel Rodríguez- que ayude a desbrozar el camino para nuevos y más rigurosos estudios.
En este sentido, considero vital dirigir la mirilla analítica hacia un inquietante y determinante elemento de orden espacial: la arquitectura incestuosa (“Beto” Reyes dixit). Para nadie es un secreto que las oficinas modernas están concebidas como inmensos y herméticos estudios de programas de reality show, del tipo Gran Hermano (por favor tómese en cuenta la abundancia de cámaras de vigilancia). Resulta pues muy difícil que las mujeres sometidas a semejante atmósfera totalitaria no terminen sintiéndose luego como una suerte de Alicia Machado o de María Isabel Ruiz en trance de pedirle “un poquito más” a su improvisado amante; o que los caballeros, por su parte, juren estar poseídos por los lujuriosos manes de Fernando Acaso o Dani Diyei. En verdad nadie está exento de aparecer en el motor de búsqueda de YouTube.
La situación no mejora mucho con la proliferación de cubículos grupales del tipo open space con tabiquería de mediano tamaño (ustedes ya los conocen: esos corralitos decorativos dispuestos por jefes paranoicos, con la nada velada intención de escuchar las conversaciones supuestamente conspirativas del personal a su mando). En la práctica estos oprobiosos campos de concentración postnazistas devienen en escenario ideal para el agavillamiento, la recostadera incesante de genitales y otras zonas erógenas, el espionaje telefónico e informático, la captura de picones (dada la profusión de gavetas y archivos) y el calentamiento global del clima organizacional.
En fin, nada nuevo bajo el sol: se comienza rompiendo paradigmas y se termina rompiendo noviazgos y matrimonios; se empieza alineando estrategias y se termina alineando cuerpos y deseos; porque queridos amigos, como todos hemos experimentado alguna vez, más de una cruenta reestructuración organizacional hunde sus raíces no en las mentes febricitantes de tecnócratas del área de Recursos Humanos, sino en la perversa maquinación de amantes abrazados en mullido tálamo.

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miércoles, diciembre 05, 2007

El pueblo lo tiene loco

No cabe duda de que luego de la contundente exhibición de vocación democrática demostrada por el pueblo venezolano en el referendo del 2 de diciembre, el teniente coronel Hugo Chávez Frías, refugiado en la soledad de su oficina palaciega, bien pudiese hacer suyas las tristes palabras que el novelista italiano Claudio Magris colocó en boca de unos de sus tantos personajes heridos por las lanzas de la derrota: “Soy un sujeto peligroso -nada más cierto-, pero sólo para mí”.
Nuestra mente todavía conserva la imagen de un líder revolucionario pagado de sí mismo, que profetizaba, desde las olímpicas alturas de su tarima roja rojita, la inevitabilidad de su designio socialista. En ese momento, el jaquetón de barrio devenido Jefe de Estado, embriagado por la guarapita maluca del poder totalitario, no vacilaba en intimidar al variopinto conjunto de adversarios políticos e ideológicos con el relato, ricamente descriptivo, del catálogo de penas y castigos que, a manera de maldición bíblica, sobrevendría a todos aquellos que intentasen desafiar su voluntad iluminada. “Gobernaré hasta que se me seque el esqueleto”, sentenció con un matonismo que días más tarde le valdría la pérdida de casi cuatro millones de votos de su mitificado caudal electoral.
Chávez es, a no dudarlo, uno de los más brillantes oradores de la escuela retórica de la prevaricación. En este sentido, se torna conveniente leer la explicación del filósofo Umberto Eco: “Sí, como define el diccionario, prevaricar significa «abusar del propio poder para obtener ventajas en contra del interés de la víctima» y «actuar en contra de la honestidad transgrediendo los límites de lo lícito», a menudo quien prevarica, a sabiendas de que prevarica, desea en cierto modo legitimar su propio gesto e incluso, como sucede en los regímenes dictatoriales, obtener el consenso de quien es víctima de la prevaricación, o encontrar a alguien que esté dispuesto a justificarla (...) El que prevarica busca ante todo legitimarse; si la legitimación es rechazada, opone a la retórica el no argumento de la violencia”.
Como el temible gigante mitológico Alcioneo, Chávez sólo es susceptible de ser vencido cuando sus pies ya no pisan la superficie del suelo nativo, que en su caso no es otro territorio -lo acabamos de comprobar con la histórica jornada del pasado domingo- que la violencia y los enfrentamientos reales o simbólicos. Cuando se le traslada al descampado de la lucha pacífica, pluralista y democrática no es nadie. De allí su ontológica renuencia a dialogar con las fuerzas sociales que difieren de sus ideas. Piensa como aquel ensoberbecido líder griego que en un rapto de sinceridad le manifestó a sus débiles rivales melios: “Vuestra enemistad no nos perjudica tanto como vuestra amistad. Vuestra amistad sería una prueba de nuestra debilidad, mientras que vuestro odio es prueba de nuestra fuerza”.
Y así, con su inmensa fuerza burocrática y financiera, más el apoyo de los -hoy nebulosos- seis millones de aspirantes a miembros del Partido Socialista Unido de Venezuela (Psuv), el hasta ese momento invencible Hugo Chávez optó por precipitarse en tromba sobre las huestes tenidas por enemigas. Pero lo intenso del arrebato bélico le hizo olvidar la sabia observación del estratega musulmán Tariq ibn Ziyad, quien en el año 711, a orillas del río Guadalete, le dijo a sus valientes soldados: “No es el número el que pelea, sino el esfuerzo”. Y fue un esfuerzo unitario y comprometido el factor que le permitió a la sociedad democrática venezolana dar al traste con el fantasma decimonónico de la presidencia vitalicia.
Escribió el poeta William Carlos Williams que nunca la derrota es sólo derrota, ya que su llegada abre al vencido un paraje antes insospechado. Sin embargo, el inquilino de Miraflores se negó la posibilidad de contemplar dicho paisaje y sus bondades. Con este gesto desdeñó una verdad muy importante: cuando la derrota elude la impostergable y sincera autorreflexión, para usurpar la voz de los gallardos vencedores, pierde todo atisbo de dignidad, y se hace más ridícula y degradante a los ojos del colectivo. La madrugada del pasado día lunes, el líder de la revolución (“Temo a esas grandes palabras que nos hacen tan infelices”, James Joyce) perdió lamentablemente una excelente oportunidad de quedarse callado.
Tan pronto la directiva del CNE culminó la lectura del primer boletín electoral, y acaso con la vana ilusión de sabotear la celebración opositora, ordenó una transmisión en cadena de radio y televisión. Entre la espesa hojarasca de parla institucional de los primeros minutos, Chávez dejó colar en su intervención la triste realidad de su régimen totalitario, en el cual resulta impensable alimentar la peligrosa herejía liberal de la autonomía de los poderes públicos. Al país entonces le tocó asistir a una confesión tan descarada, que en segundos pulverizó la credibilidad del CNE, y lo convirtió, a lo sumo, en árbitro, pero de caimanas previamente concertadas. Todos escuchamos oírle decir que había girado instrucciones a la señora Tibisay Lucena para que divulgase a la población unos cómputos electorales que él, como el vero chivo que más micciona, conocía ampliamente apenas tres horas después del cierre de las mesas de votación. La diminuta hoja de parra siguió cayendo cuando, con rostro desencajado, calificó de “pírrico” el triunfo del bloque del NO, y advirtió que no retiraría ni una sola coma del proyecto rechazado. “Continuo haciendo la propuesta al pueblo venezolano. Esta propuesta está viva, no está muerta. No se pudo por ahora, pero la mantengo”, indicó.
No sé que tanto de verdad habrá en el reportaje del periodista Hernán Lugo Galicia, publicado en el diario El Nacional el martes 4 de diciembre, donde se nos cuenta que un colérico “Águila Uno” se negaba a aceptar la derrota y trataba de persuadir a los miembros del Alto Mando Militar para que le permitiesen ganar algo más de tiempo. Lo que sí parece obvio es que nuestro personaje nunca se paseó seriamente por la posibilidad de perder. Ello se evidenció particularmente cuando en su deslucida aparición televisiva violó dos preceptos básicos de la oratoria clásica: saber lo qué va a decir y decirlo con soltura y elegancia. De hecho, Chávez incurrió en un acto fallido elocuente y revelador al utilizar impropiamente la palabra “pírrico” por “exiguo”; cuando es archiconocido que el primer término evoca la figura del rey Pirro, combatiente famoso históricamente por lograr todos sus triunfos a costas de importantes y costosas pérdidas. Es obvio que de existir un dirigente con victorias pírricas, en la pasada consulta dominical, ése no puede ser otro que el desafortunado individuo que para obtener el triunfo electoral en doce estados del país debió perder a cambio una considerable cantidad de votos de su caudal electoral -casi cuatro millones- y la gloria terrena del “sí” refrendario.
Herido por la banderilla magistralmente colocada por la sociedad democrática, el otrora temible miura sólo atinó a encomendarse al poder encantatorio de su expresión talismán, el recordado “por ahora”. Pero hoy, tras quince años de historia, la aclamada frase luce acaso como el frío pegoste que evoca la ardiente lava alguna vez derramada por un volcán en erupción. A su más reciente pronunciación le falta el fuego interior que los venezolanos frustrados y desengañados observaron en un lacónico militar insurgente. En aquel momento, la expresión “por ahora”, dado el absoluto desconocimiento de los antecedentes personales del autor, se convirtió en un exitoso referente vacío (de esos que le dan pábulo a las posmodernosas disquisiciones del argentino Ernesto Laclau), en el que cada sector de la nación venezolana no dudaba en proyectar su reivindicación más sentida: libertad, igualdad, honradez, seguridad, felicidad... Hoy, tras tres tristes lustros de historia, el mismo auditorio no se siente remecido en modo alguno por la antigua consigna, y mira con asombro la actitud insolente de quien, a cuenta de ser Bolívar redivivo, se niega a acatar la soberana voluntad popular. Y es que para su desgracia Chávez olvidó que, tal como lo señala el agudo Demóstenes, “las palabras que no van seguidas de los hechos no sirven más que para llevar desilusión a quienes las escucharon o conocieron”. Y luego de casi diez años de desgobierno, la verdad es morto sencilla: Chávez habló como lo que es, como el pasado... como el pasado que es pesado (Cabrera Infante dixit).
El poeta y ensayista francés Pierre Alféri, en su muy recomendable opúsculo Buscar una frase, nos confía la siguiente reflexión: “Producir una frase es un gesto único de instauración, que moldea un origen. La frase inventa una experiencia y pone en ritmo una fuerza (...) su claridad supone entonces, por lo general, su novedad: en general, las frases gastadas ya no se muestran tal como son; en ellas, el acto mismo de frasear ha quedado borrado. Una nueva frase es posible sólo en la medida en que se le busca efectivamente. Pensar quiere decir: buscar una frase”. La madrugada del día lunes pudimos comprobar que el aturdido Hugo Chávez no pensó, sólo sintió. Sintió a los pies el vértigo despertado por los abisales precipicios de la derrota, del rechazo popular. Y sus miedos, y sus reconcomios con el hatajo de incapaces del Comando Zamuro, no resultan hitos ni relatos suficientes para instaurar la presencia de una nueva era en el imaginario colectivo; un imaginario colectivo hoy cautivado por la gesta civil de los estudiantes venezolanos y por el brillo de una frase, ésta sí, exitosa y contundente: “¿Por qué no te callas?”.
Escribo estas líneas y puedo ver en televisión una nueva aparición del prófugo del silencio. Afirma, en esta ocasión, que su gobierno iniciará una segunda ofensiva para lograr la aprobación de su proyecto totalitario de reforma constitucional. “Dicen que Chávez recibió un golpe. Sí, recibí un golpe, pero no me moví ni un milímetro. Sí, recibí un golpe, pero no me han debilitado. Preocúpate imperio. Preocúpate oligarquía apátrida. Golpeen cuantas veces quieran, pero no se equivoquen (...) Les recomiendo que administren bien su pírrica (sic) victoria”.
Quedémonos pues con el consejo dado por este sujeto tan peligroso -sobretodo para sí mismo-. Evitemos festinar los cambios, transitar los atajos violentos e inconstitucionales, otorgar credibilidad a los análisis radicales de los expertos mediáticos. Construyamos más bien un movimiento democrático e inclusivo, que nos permita demoler, de manera definitiva, el apartheid social que existía antes de Chávez y el apartheid político que ahora tenemos con Chávez.
Trabajemos por el advenimiento de una alborada de libertad e igualdad verdaderas, donde no haya lugar para líderes mesiánicos y empeños totalitarios. Construyamos una nueva mayoría que, en su vocación democrática, haga suyas las palabras pronunciadas por Nelson Mandela el 10 de mayo de 1994, en ocasión de su ascenso a la presidencia de Sudáfrica:

“Nuestro temor más profundo no es que somos meramente idóneos. Nuestro temor más profundo es que tenemos poder más allá de toda medida. Es nuestra luz, no nuestras tinieblas, lo que nos atemoriza. Nos preguntamos: ¿Quién soy yo para ser brillante, maravilloso, talentoso y fabuloso? En realidad, ¿quién eres para no serlo? Sois los hijos de Dios. Si actuáis de forma pequeña de nada le sirve al mundo (...) Hemos nacido para manifestar la gloria de Dios que se halla en nosotros. No en alguno de nosotros; está en todos. Y, cuando permitimos que nuestra propia luz brille, inconscientemente le damos permiso a la otra gente para que haga lo mismo. A medida que nos liberamos de nuestro propio temor, nuestra presencia automáticamente libera a los demás (...) Que nunca jamás vuelva a suceder que esta hermosa tierra experimente la opresión de los unos sobre los otros, ni que sufra la humillación de ser la escoria del mundo. Que impere la libertad. El sol jamás se pondrá sobre un logro humano tan esplendoroso”.

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lunes, diciembre 03, 2007

Se cayó Betulio...