viernes, octubre 27, 2006

Por andar de asertivo

Toda mi vida me ha gustado hablar como los grandes hombres de la humanidad: de manera categórica. Una inexplicable obsesión que me ha hecho enemigo acérrimo del “depende”, del “quizás”, del “sí pero no”; de esa suerte de retórica del cálculo propia de un ni-ni (ni corazón, ni cerebro), caracterizada por figuras discursivas tales como el silencio cómplice, el tono vacilante, la expresión guabinosa, la frase complaciente.
Sin embargo, cada día que pasa la implacable realidad me advierte sobre lo vano de mi empeño. Y es que no termino de decir que nunca bailaré esa canción rastrera llamada “La Macarena” cuando me encuentro en medio de la pista trabado en una exigente coreografía (el comunismo trocado en danza), al compás de “dale a tu cuerpo alegría Macarena, que tu cuerpo es pa´darle alegría y cosa buena”.
Entonces, apenado conmigo mismo, chamuscado por mi propio “comecandelismo”, víctima por enésima vez de mi afición a las declaraciones públicas y tajantes, me refugio en la memoria para desandar el camino recorrido y llegar hasta esas plácidas tardes de lecturas metafísicas donde mi idolatrada Conny Méndez afirmaba en sus libritos de rústica encuadernación que todos los seres humanos podíamos decretar nuestro destino; que sólo bastaba hablar en voz alta e inteligible para que el universo se activara y acudiera presuroso a atender nuestro llamado.
Recuerdo que en la universidad también me tocó probar otra dosis de este mejunje positivista y buena vibra, sólo que mis profesores lo llamaban “estilo asertivo de comunicación”, que tenía en el concepto de proactividad su contraparte en el terreno de los hechos.
Nuevamente me volví a emocionar con el tono de Júpiter tonante, y, como ministro recién designado, no desaproveché ninguna oportunidad para hablar de lo humano y lo divino. Fue así como aseguré a los asistentes a mi alucinada rueda de prensa que, aunque estudiaba Comunicación Social, jamás sería periodista. “Quizás publicista. Acaso productor de espacios audiovisuales. Hasta pronosticador hípico, pero nunca, y de eso pueden estar seguros, eso que denominan un fablistán”.
Pero el destino se encargó de cobrarme con saña mi estilo dizque asertivo. Lo haría, primero, haciéndome reportero de la fuente comunal y amarrando mi prosa a los vaivenes del precio de la cesta básica, el embaulamiento de quebradas, el deterioro de la ciudad capital luego de las fiestas decembrinas, y la reseña social de los disfraces preferidos por los niños en la época carnavalesca. Lo haría, después, haciéndome merecedor del único premio que reposa en mi vitrina de lauros personales: “El consumidor de palo”, galardón instituido por el Indecu, para honrar a todos los periodistas preocupados en ayudar a las familias venezolanas en su diaria lucha contra la especulación, el acaparamiento y demás espantajos atribuibles al libre mercado. Toda una fiesta del doble sentido criollo, donde sólo faltaba entregarme un pasaje de ida para dormir en Macanao, populosa región del estado Nueva Esparta.
Confieso que fue un lento y tortuoso aprendizaje el que me llevó a captar la enorme sabiduría encerrada en la advertencia de Ernest Hemingway: “Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar”. Por eso, hoy tan sólo decreto mi descenso de la tarima de oradores y la suspensión de todas mis ruedas de prensa. El silencio por toda respuesta. He dicho.