Un hombre envejecido se anima a dejar por
escrito las páginas con las que aspira derrotar al olvido. En ellas revive la
historia de un antihéroe surrealista quien, acosado y estimulado por un
instinto autodestructivo, se empeña en alcanzar la ejecución perfecta de un
juego clandestino: la ruleta rusa, competencia siniestra donde la muerte («gemelo
negro que nace con nosotros») participa siempre como contendor solitario.
El relato comienza con el recuerdo de un amigo
de la juventud. Un sujeto con brotes psicopáticos, de terrible suerte en los
juegos de azar, propenso al delito y la violencia sexual, que luego de unos
años de encierro carcelario reaparece convertido en un menesteroso que deambula
por bares y tugurios.
«No tenía trabajo y los únicos lugares donde
podías estar seguro de encontrarlo eran algunas tascas de mala muerte donde
creo que, además, también dormía. Lo veías pasear de mesa en mesa, vestido con
ese estilo inconfundible de los borrachos (Una chaqueta sobre la piel y el
dobladillo de los pantalones barriendo la acera), pedir que lo invitaran a una
jarra de cerveza. Asistí muchas veces a aquella farsa siniestra, para mí
dolorosa pero al mismo tiempo divertida, a que lo sometían de vez en cuando
algunos parroquianos de la taberna: le hacían venir a su mesa y le decían que
conseguiría la cerveza si sacaba el palillo más largo de las dos cerillas que tenían
en el puño. Y se morían de risa cuando sacaba siempre el palillo más corto.
Nunca —estoy completamente seguro— se “ganó” una cerveza de esta forma», evoca
el narrador de El Ruletista
(Impedimenta, 2010), extraordinario texto del escritor rumano Mircea
Cartarescu.
El recuento de las anécdotas del amigo caído en
desgracia abre paso a la recreación de una visita inesperada a los bajos fondos
de la ciudad. Un recorrido por las zonas de tolerancia resguardadas en
apariencia por una policía acaso más atenta a la buena marcha de los negocios
de las mafias. El paseo termina en un sótano con olor a cerveza vieja y gato
muerto, donde una persona anota en un pizarrón la jugada de los apostadores. El
invitado tarda unos minutos en comprender la atracción de la noche…
«La ruleta posee, en principio, la simplicidad
geométrica y la fuerza de una telaraña: un Ruletista, un patrón y unos
accionistas son los personajes del drama. Los papeles secundarios se los
reparten el dueño de la cava, el policía que está de ronda por los alrededores,
los mozos contratados para deshacerse de los cadáveres. Las sumas relativamente
insignificantes que la ruleta les aportaba, eran, para ellos, verdaderas
fortunas. El Ruletista es, por supuesto, la estrella de la ruleta y la razón de
su existencia. Por regla general, los Ruletistas eran reclutados de entre las
hordas de infelices necesitados de pan como perros vagabundos, de borrachos o
de presidiarios recién liberados. Cualquiera, con tal de estar vivo y de poner
su corazón a prueba a cambio de mucho, muchísimo dinero (pero, ¿qué quiere
decir dinero en estas circunstancias?), podía llegar a ser Ruletista. Era
asimismo deseable que no tuviera, a ser posible, ningún tipo de vínculo social:
familia, trabajo, amigos. El Ruletista tiene cinco posibilidades entre seis de
escapar con vida. Recibe habitualmente el diez por ciento de la ganancia del
patrón. Este debe disponer de unos fondos sustanciosos porque, en caso de que
el Ruletista muera, tiene que pagar las apuestas de todos los accionistas que
han apostado en su contra. Los accionistas, por su parte, tienen una
posibilidad entre seis de ganar pero, si el Ruletista muere, pueden reclamar su
apuesta multiplicada por diez, o incluso por veinte, según el acuerdo
establecido previamente con el patrón. Sin embargo, el Ruletista sólo tenía
cinco posibilidades entre seis de salvarse en la primera partida. Según el cálculo
de las probabilidades, si volvía llevarse la pistola a la sien, sus
posibilidades disminuían. En el sexto intento, esas posibilidades se reducían a
cero. De hecho, hasta que mi amigo entró en el mundo de la ruleta, en el que
llegaría a convertirse en el Ruletista con mayúscula, no se conocían casos de
supervivencia ni siquiera tras cuatro intentos. La mayoría de los Ruletistas lo
era, por supuesto, de forma ocasional, y no volvería a repetir esa terrible
experiencia por nada del mundo. Sólo unos pocos se sentían atraídos por la
perspectiva de ganar mucho dinero; aspiraban a contratar ellos mismos a otro
Ruletista y convertirse así, a su vez, en patrones, algo que podía suceder ya
con la segunda partida», nos explica un narrador embargado por el asombro.
La atracción por lo prohibido hermana a los
asistentes al garito, quienes con ruidosas conversaciones intentan distraer el
miedo producido por la inminente presencia de la fatalidad. Al rato, una puerta
se abre y entra al salón un sujeto de figura espectral.
«Un individuo con un aspecto muy parecido al que
presentaba mi amigo de la infancia en su época de máxima decadencia. Tenía los
bolsillos de la chaqueta rotos y se sujetaba los pantalones con una cuerda de
embalar. De su cara, que asomaba arrugada entre unos cabellos desgreñados, sólo
se podía decir que era la cara de un borracho. Lo empujaba un patrón —ese es el
nombre con que se conoce a los que contratan a los Ruletistas— con aspecto de
camarero, que llevaba bajo el brazo una caja grasienta de madera. El borrachín
se subió a un cajón de madera en el que yo no había reparado hasta entonces y
allí permaneció, encorvado, con el aire caricaturesco de un campeón olímpico.
Los accionistas lo miraban agitados, comentando entre ellos algún detalle del
aspecto del cajón. A uno lo sorprendí santiguándose con discreción. Otro se
roía con saña los pellejos de las uñas. Otro le gritaba algo al patrón. Pero el
alboroto se cortó en seco cuando el patrón abrió la cajita. Todos estiraban el
cuello, hipnotizados, hacia el pequeño objeto negro que brillaba como
incrustado de diamantes. Era un revólver de seis balas, bien lubricado. El
patrón se lo mostró al público con gestos lentos, casi rituales, como muestra
un ilusionista las manos vacías con las que va a realizar milagros. Pasó
después la palma por el tambor del revólver para hacerlo girar; se oyó un
sonido delicado, punzante como la risa de un gnomo. Depositó el revólver en el
suelo y del interior de una cajita de cartón sacó un cartucho, con su camisa de
cobre reluciente, y se lo tendió al accionista que tenía más cerca. Este lo
examinó por todas partes atento y concentrado; asintió levemente con la cabeza,
como contrariado por no haber encontrado ninguna irregularidad, y se lo pasó al
siguiente. El cartucho dio la vuelta a la habitación y dejó restos de aceite en
todos los dedos. Yo también lo toqué por un instante. Me esperaba, no sé por
qué, que fuera frío como el hielo, o bien que quemara, pero estaba tibio. El
cartucho volvió al patrón, quien, con gestos ostentosos, explícitos, lo
introdujo en uno de los seis orificios del tambor. Pasó de nuevo la palma por
la pieza móvil de metal que giró durante unos cuantos segundos con el mismo
sonido agudo, chirriante. Finalmente, con una extraña reverencia, le tendió el
arma reluciente al hombre del cajón. En medio de un silencio que te pulverizaba
los huesos y en el que, lo recuerdo incluso ahora, lo único que se oía era el
pulular de las cucarachas gigantes y el leve sonido de las antenas al rozarse
entre sí, el hombre se llevó el revólver
a la sien. Me dolían los ojos por culpa de la terrible concentración y
de la luz mortecina. De pronto, la silueta del mendigo con el revólver en la
sien se descompuso en unas cuantas manchas fosforescentes amarillentas y verdosas.
La pintura de la pared blanca que estaba a sus espaldas adquirió un relieve
enorme: era capaz de distinguir cada hendidura y cada grano de cal, engrosados
como la piel de un viejo, y las marcas azuladas que dejaban en la pared. De
repente, en el sótano empezó a oler a almizcle y a sudor. El hombre del cajón,
con los ojos apretados y una mueca como si notara un sabor horrible en la boca,
apretó violentamente el gatillo. Sonrió después con un gesto cándido y
aturdido. El breve clic del gatillo fue lo único que se dejó oír. Bajó del
cajón y se sentó encima, abrumado», de este modo nos es descrito el primer
triunfo del antihéroe.
Ocho veces se llevó el revólver a la sien y ocho
veces derrotó a la muerte. El Ruletista se convirtió en leyenda y su éxito
irrefrenable terminó por invocar aquel espíritu ludópata que, en su juventud,
lo arrojó a prisión. Vino entonces el vértigo de la apuesta en aumento, el
excitante «doble o nada». Anunció una ruleta de dos balas; hazaña opacada por
la ruleta de tres, cuatro, cinco balas…
En la cima de su gloria, temido por los
apostadores («resignados a que estaban apostando contra el Diablo»), perseguido
por las mujeres («el deseo femenino de acercarse a la muerte, la fascinación
por los hombres que huelen a pólvora de forma casi metafísica»), el Ruletista llenó
el tambor con seis cartuchos y se adentró en el negro abismo que se abre entre
el hecho de tener una posibilidad o ninguna….
He contado todo y no he contado nada. He aquí la
grandeza de Cartarescu.Etiquetas: Cartarescu, Lecturas, Literatura
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home