jueves, diciembre 18, 2014

El Ruletista

Un hombre envejecido se anima a dejar por escrito las páginas con las que aspira derrotar al olvido. En ellas revive la historia de un antihéroe surrealista quien, acosado y estimulado por un instinto autodestructivo, se empeña en alcanzar la ejecución perfecta de un juego clandestino: la ruleta rusa, competencia siniestra donde la muerte («gemelo negro que nace con nosotros») participa siempre como contendor solitario.
El relato comienza con el recuerdo de un amigo de la juventud. Un sujeto con brotes psicopáticos, de terrible suerte en los juegos de azar, propenso al delito y la violencia sexual, que luego de unos años de encierro carcelario reaparece convertido en un menesteroso que deambula por bares y tugurios.
«No tenía trabajo y los únicos lugares donde podías estar seguro de encontrarlo eran algunas tascas de mala muerte donde creo que, además, también dormía. Lo veías pasear de mesa en mesa, vestido con ese estilo inconfundible de los borrachos (Una chaqueta sobre la piel y el dobladillo de los pantalones barriendo la acera), pedir que lo invitaran a una jarra de cerveza. Asistí muchas veces a aquella farsa siniestra, para mí dolorosa pero al mismo tiempo divertida, a que lo sometían de vez en cuando algunos parroquianos de la taberna: le hacían venir a su mesa y le decían que conseguiría la cerveza si sacaba el palillo más largo de las dos cerillas que tenían en el puño. Y se morían de risa cuando sacaba siempre el palillo más corto. Nunca —estoy completamente seguro— se “ganó” una cerveza de esta forma», evoca el narrador de El Ruletista (Impedimenta, 2010), extraordinario texto del escritor rumano Mircea Cartarescu.
El recuento de las anécdotas del amigo caído en desgracia abre paso a la recreación de una visita inesperada a los bajos fondos de la ciudad. Un recorrido por las zonas de tolerancia resguardadas en apariencia por una policía acaso más atenta a la buena marcha de los negocios de las mafias. El paseo termina en un sótano con olor a cerveza vieja y gato muerto, donde una persona anota en un pizarrón la jugada de los apostadores. El invitado tarda unos minutos en comprender la atracción de la noche…
«La ruleta posee, en principio, la simplicidad geométrica y la fuerza de una telaraña: un Ruletista, un patrón y unos accionistas son los personajes del drama. Los papeles secundarios se los reparten el dueño de la cava, el policía que está de ronda por los alrededores, los mozos contratados para deshacerse de los cadáveres. Las sumas relativamente insignificantes que la ruleta les aportaba, eran, para ellos, verdaderas fortunas. El Ruletista es, por supuesto, la estrella de la ruleta y la razón de su existencia. Por regla general, los Ruletistas eran reclutados de entre las hordas de infelices necesitados de pan como perros vagabundos, de borrachos o de presidiarios recién liberados. Cualquiera, con tal de estar vivo y de poner su corazón a prueba a cambio de mucho, muchísimo dinero (pero, ¿qué quiere decir dinero en estas circunstancias?), podía llegar a ser Ruletista. Era asimismo deseable que no tuviera, a ser posible, ningún tipo de vínculo social: familia, trabajo, amigos. El Ruletista tiene cinco posibilidades entre seis de escapar con vida. Recibe habitualmente el diez por ciento de la ganancia del patrón. Este debe disponer de unos fondos sustanciosos porque, en caso de que el Ruletista muera, tiene que pagar las apuestas de todos los accionistas que han apostado en su contra. Los accionistas, por su parte, tienen una posibilidad entre seis de ganar pero, si el Ruletista muere, pueden reclamar su apuesta multiplicada por diez, o incluso por veinte, según el acuerdo establecido previamente con el patrón. Sin embargo, el Ruletista sólo tenía cinco posibilidades entre seis de salvarse en la primera partida. Según el cálculo de las probabilidades, si volvía llevarse la pistola a la sien, sus posibilidades disminuían. En el sexto intento, esas posibilidades se reducían a cero. De hecho, hasta que mi amigo entró en el mundo de la ruleta, en el que llegaría a convertirse en el Ruletista con mayúscula, no se conocían casos de supervivencia ni siquiera tras cuatro intentos. La mayoría de los Ruletistas lo era, por supuesto, de forma ocasional, y no volvería a repetir esa terrible experiencia por nada del mundo. Sólo unos pocos se sentían atraídos por la perspectiva de ganar mucho dinero; aspiraban a contratar ellos mismos a otro Ruletista y convertirse así, a su vez, en patrones, algo que podía suceder ya con la segunda partida», nos explica un narrador embargado por el asombro.
La atracción por lo prohibido hermana a los asistentes al garito, quienes con ruidosas conversaciones intentan distraer el miedo producido por la inminente presencia de la fatalidad. Al rato, una puerta se abre y entra al salón un sujeto de figura espectral.
«Un individuo con un aspecto muy parecido al que presentaba mi amigo de la infancia en su época de máxima decadencia. Tenía los bolsillos de la chaqueta rotos y se sujetaba los pantalones con una cuerda de embalar. De su cara, que asomaba arrugada entre unos cabellos desgreñados, sólo se podía decir que era la cara de un borracho. Lo empujaba un patrón —ese es el nombre con que se conoce a los que contratan a los Ruletistas— con aspecto de camarero, que llevaba bajo el brazo una caja grasienta de madera. El borrachín se subió a un cajón de madera en el que yo no había reparado hasta entonces y allí permaneció, encorvado, con el aire caricaturesco de un campeón olímpico. Los accionistas lo miraban agitados, comentando entre ellos algún detalle del aspecto del cajón. A uno lo sorprendí santiguándose con discreción. Otro se roía con saña los pellejos de las uñas. Otro le gritaba algo al patrón. Pero el alboroto se cortó en seco cuando el patrón abrió la cajita. Todos estiraban el cuello, hipnotizados, hacia el pequeño objeto negro que brillaba como incrustado de diamantes. Era un revólver de seis balas, bien lubricado. El patrón se lo mostró al público con gestos lentos, casi rituales, como muestra un ilusionista las manos vacías con las que va a realizar milagros. Pasó después la palma por el tambor del revólver para hacerlo girar; se oyó un sonido delicado, punzante como la risa de un gnomo. Depositó el revólver en el suelo y del interior de una cajita de cartón sacó un cartucho, con su camisa de cobre reluciente, y se lo tendió al accionista que tenía más cerca. Este lo examinó por todas partes atento y concentrado; asintió levemente con la cabeza, como contrariado por no haber encontrado ninguna irregularidad, y se lo pasó al siguiente. El cartucho dio la vuelta a la habitación y dejó restos de aceite en todos los dedos. Yo también lo toqué por un instante. Me esperaba, no sé por qué, que fuera frío como el hielo, o bien que quemara, pero estaba tibio. El cartucho volvió al patrón, quien, con gestos ostentosos, explícitos, lo introdujo en uno de los seis orificios del tambor. Pasó de nuevo la palma por la pieza móvil de metal que giró durante unos cuantos segundos con el mismo sonido agudo, chirriante. Finalmente, con una extraña reverencia, le tendió el arma reluciente al hombre del cajón. En medio de un silencio que te pulverizaba los huesos y en el que, lo recuerdo incluso ahora, lo único que se oía era el pulular de las cucarachas gigantes y el leve sonido de las antenas al rozarse entre sí, el hombre se llevó el revólver  a la sien. Me dolían los ojos por culpa de la terrible concentración y de la luz mortecina. De pronto, la silueta del mendigo con el revólver en la sien se descompuso en unas cuantas manchas fosforescentes amarillentas y verdosas. La pintura de la pared blanca que estaba a sus espaldas adquirió un relieve enorme: era capaz de distinguir cada hendidura y cada grano de cal, engrosados como la piel de un viejo, y las marcas azuladas que dejaban en la pared. De repente, en el sótano empezó a oler a almizcle y a sudor. El hombre del cajón, con los ojos apretados y una mueca como si notara un sabor horrible en la boca, apretó violentamente el gatillo. Sonrió después con un gesto cándido y aturdido. El breve clic del gatillo fue lo único que se dejó oír. Bajó del cajón y se sentó encima, abrumado», de este modo nos es descrito el primer triunfo del antihéroe.
Ocho veces se llevó el revólver a la sien y ocho veces derrotó a la muerte. El Ruletista se convirtió en leyenda y su éxito irrefrenable terminó por invocar aquel espíritu ludópata que, en su juventud, lo arrojó a prisión. Vino entonces el vértigo de la apuesta en aumento, el excitante «doble o nada». Anunció una ruleta de dos balas; hazaña opacada por la ruleta de tres, cuatro, cinco balas…
En la cima de su gloria, temido por los apostadores («resignados a que estaban apostando contra el Diablo»), perseguido por las mujeres («el deseo femenino de acercarse a la muerte, la fascinación por los hombres que huelen a pólvora de forma casi metafísica»), el Ruletista llenó el tambor con seis cartuchos y se adentró en el negro abismo que se abre entre el hecho de tener una posibilidad o ninguna….
He contado todo y no he contado nada. He aquí la grandeza de Cartarescu.

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