Ilustración: Gabriella Di Stefano
«La
masa quiere siempre ser dominada por un poder ilimitado»
Sigmund
Freud
En el idealizado mundo primitivo, que los
filósofos políticos denominaban «estado de la naturaleza», primero fue el caos:
un enfrentamiento de todos contra todos en el cual el ser humano se convirtió,
según una famosa frase de Thomas Hobbes, en «lobo del hombre». El combate por los
recursos escasos culminó en la supremacía del más fuerte, quien perdonó la vida
de los derrotados a condición de que aceptasen integrar colectivos sometidos a
un mando basado en la violencia, como principio de autoridad. Sin embargo, con
el paso del tiempo, el dueño absoluto del poder, el más fuerte, echó de menos
su naturaleza humana y deseó, más que ser temido, ser apreciado y respetado.
Este relato semeja
una fábula, pero refleja una circunstancia sociológica con muchos elementos
verosímiles. El mayor de ellos es la tensión que ha determinado el vínculo
gobernante-gobernado a lo largo de la historia. Tal como lo describe el
filósofo español José Antonio Marina (2008: 138):
La violencia se
enmascara al legitimarse, pero lo importante es que, una vez admitida la
necesidad de justificar el poder, se ha abierto una vía de agua que ya no podrá
cerrarse, y que impulsará al sometido a criticar la legitimación que lo somete
y a proponer otra. El poder fáctico quiere hacer racional su existencia para
reforzarse, y acaba dando luz a un «vástago parricida» —la apelación a una
legitimidad— que lo desestabiliza para siempre. La historia del poder se
convierte así en una fascinante lucha de legitimidades, en la que los
combatientes han utilizado todas las sutiles armas de la dialéctica, y todas
las broncas armas de la violencia.
La conversión del miedo en prestigio precisa
someter a los gobernados a tácticas de manipulación psicológica que despierten
un sentimiento masivo de adhesión profunda, mediante el fenómeno de la
persuasión. Se requiere, en esencia, la aplicación sistemática de las reglas de
la propaganda: una disciplina comunicacional estructurada plenamente en el
siglo XX.
Esta observación
seguramente invitará al lector a preguntarse: ¿y cómo fue posible entonces que
aquellos antiguos «lobos» consiguieran eliminar o apaciguar en sus gobernados
cualquier atisbo de rechazo o rebeldía? La respuesta: emplearon de manera
intuitiva estrategias de sugestión colectiva que con el paso de los años integrarían
el acervo propagandístico de los poderosos. Por ejemplo, en el Medio Oriente,
cuna de la alta cultura, el déspota (rey, faraón, emperador) apeló a la fuerza
legitimadora de una variedad poderosa del mito: el mitolegema que ―como
advierte Manuel García Pelayo― no es un simple relato o cuento, sino una trama
de mitos continuamente revisada y reorganizada, que responde a diversas
inquietudes espirituales (actualmente atendidas por las religiones) y establece
un conjunto de normas de comportamiento (hoy fijadas por la moral y el
derecho):
… todo
acontecimiento terrestre importante y, sobre todo, innovador, había de
justificarse en función de una referencia mítica, lo que implicaba un cambio en
las imágenes componentes del mito, del mismo modo que, dentro de la unidad de
nuestra cultura, cada época histórica o cada cambio político fundamental y
significativo conlleva un cambio ideológico. Así, pues, si en teoría los
acontecimientos terrestres habían de estructurarse según las formas del mito,
en la praxis son las formas del mito las que se estructuran en función de los
acontecimientos terrestres. O dicho de otro modo, el hombre proyecta sus
propias experiencias a la construcción del mundo de los dioses que, a su vez,
se retroproyecta sobre la experiencia humana (García Pelayo, 1969: 46-47).
En las civilizaciones sumeria, babilónica,
asiria e hitita, así como en los imperios egipcio y aqueménida, el ejercicio
del poder estaba justificado por una estructura mitológica que dotaba a la vida
del individuo de un sentido espiritual, y le aportaba al sistema político una
ideología propicia para la identificación de un destino común o de grandeza
colectiva. Tanto en Egipto como en Irán, las figuras de poder tuvieron su
segunda mejor baza en el prestigio, arma propagandista que ostentaban en
exclusiva: el faraón en el ka (fuerza
vital que mueve al mundo natural en favor de la comunidad) y el maat (don de la verdad y la justicia,
que hace posible el orden eterno), y el emperador aqueménida en el arta (capacidad para asegurar la
convivencia justa, pacífica y laboriosa).
Propaganda de clámide y toga
A pesar de ser considerado un fenómeno del
mundo moderno, las primeras manifestaciones de la propaganda política pueden
encontrarse en las antiguas Atenas y Roma, según el sociólogo Jacques Ellul
(1969). Con agudeza de buen observador logró reconocer las técnicas persuasivas
empleadas por los primeros interesados en influir psicológica e ideológicamente
en sus semejantes: tiranos, oradores democráticos, generales de legiones y
emperadores romanos.
Ellul encontró que
la mayoría de los tiranos demagogos que surgieron en casi todas las ciudades
griegas entre los siglos VIII y VI a.C. echaron mano sistemáticamente de
técnicas y estrategias de efectos propagandísticos, con el propósito de
incrementar el apoyo popular a sus gobiernos ilegítimos, nacidos de la
violencia o la tergiversación de los principios tradicionales de la transmisión
de mando. Estas modalidades primigenias de la propaganda política se nutrían,
fundamentalmente, de tres elementos asociados con el ejercicio del poder:
apelación a la emocionalidad en los discursos (potenciados con las figuras
retóricas de la oratoria clásica), adopción de medidas administrativas de
naturaleza populista (entre ellas, la confiscación de heredades o la
distribución de dinero) y embellecimiento de la ciudad mediante la edificación
de obras de majestuosidad arquitectónica:
Sin embargo, es
necesario hacer hincapié en un hecho general: la construcción de monumentos se
había ya utilizado periódicamente como propaganda, pero a partir de este
momento histórico se convierte en el distintivo de un poder autoritario recién
instalado. La propaganda monumental se halla, pues, siempre unida a lo que hoy
denominaríamos como dictaduras (Ellul, 1969: 15).
Entre todos los tiranos griegos considerados
precursores de la persuasión colectiva con fines proselitistas el nombre más
sobresaliente es el del político ateniense Pisístrato (600-527 a.C.), quien
logró alzarse con el dominio total de la ciudad-estado gracias a sus
habilidades para la creación de sofisticadas técnicas propagandísticas. La más
famosa de ellas era el amedrentamiento de la población con la amenaza
permanente de un enemigo público, interno o externo (en su gobierno, atizaba el
miedo popular con la conspiración de los eupátridas, el nombre griego para los
aristócratas).
La inquieta mente
de Pisístrato no se detuvo allí. Inventó, o quizá perfeccionó, un repertorio de
estrategias para sugestionar a una colectividad necesitada de creer:
·
Adulteración del mito fundacional
de la sociedad, para legitimar su presencia indefinida en el poder (se apropió
de la leyenda del héroe Teseo).
·
Modificación de textos literarios
de la cultura clásica, para apuntalar su reputación de líder guerrero (mandó a
modificar a su favor varios cantos de la Odisea).
·
Fomento de campañas filantrópicas
con poblaciones vecinas, para mejorar la imagen extramuros de su gobierno y
ampliar la base de aliados diplomáticos.
·
Transformación de fiestas
populares en celebraciones gubernamentales, para incrementar la percepción de
una creciente adhesión de la gente a su gestión (no vaciló en desvirtuar el
sentido religioso de las jornadas de las panateneas y las dionisíacas).
·
Concepción del acto público como
la puesta en escena callejera de una representación teatral para acentuar la
magnificencia del poder (su entrada a Atenas, en 556, bajo la protección de la
diosa Atenea, quien —gracias a una recreación dramática— descendió entre los
hombres para recibirlo).
Con la muerte de Pisístrato las técnicas de
persuasión a gran escala experimentaron un retroceso. No apareció otro sistema
de propaganda complejo hasta después del siglo IV, con la supremacía de Tebas y
el posterior ascenso de Macedonia. Filipo, padre de Alejandro Magno, adoptó principalmente
dos estrategias para incidir en el ánimo del pueblo: el soborno de políticos,
con el propósito de orientar favorablemente la opinión popular con respecto al
reino de Macedonia, y el diseño de una estrategia del miedo, para atemorizar a
los ejércitos y facilitar la conquista de las ciudades:
En suma, en las
democracias griegas la propaganda fue un hecho excepcional debido a ciertas
causas generales: cierta armonía y cierto sentido de la medida, y la existencia
de una cohesión social a pesar de las facciones que limitaron el uso de la
propaganda. Por otra parte, hay que añadir otro factor muy importante: las
sociedades eran muy reducidas y estaban compuestas por un número reducido de
ciudadanos. Esta ausencia de masas es desfavorable para la propaganda (Ellul,
1969: 23-24).
En Roma, durante la
República, las acciones propagandísticas se dejaron sentir en dos frentes: 1) al
exterior de la ciudad, la promoción del orden jurídico romano como prenda de
civilización, la concesión de privilegios a los habitantes más obsecuentes de
los territorios anexados (el uso de la diplomacia en lugar de la violencia, la
concesión de la ciudadanía) y la constante apelación al mito fundacional de
Rómulo y Remo, y la vinculación de la ciudad con el linaje del héroe troyano
Eneas, uno de los protagonistas de la Ilíada;
y 2) al interior de Roma, la asignación de magistraturas por el método
electoral y el surgimiento de dos corrientes partidarias (la senatorial y la
demócrata) coadyuvaron a la conversión del discurso público en un elemento
propagandístico, cuyo empleo se complementaba con estrategias de impacto
psicológico como la fijación de carteles alusivos a los candidatos, la difusión
de rumores o noticias falsas de los contendores en los comicios, reuniones
sociales para fomentar el compromiso ideológico y la adopción de medidas de
corte demagógico (reducción o control de precios) o clientelares (sutiles
presiones para inducir la toma de conciencia sobre determinado voto).
Durante el Imperio
los romanos experimentaron el culto a la personalidad con Julio César y luego
con Octavio Augusto. Julio César creó la Acta Diurna, carteles que presentaban
informaciones de interés para el emperador (noticias políticas, resúmenes de
leyes, discursos, reseñas de debates en el Senado). Tito, por su parte, utilizó
la estratagema de «pan y circo» y agasajó a los ciudadanos romanos con cien
días de fiesta continua por la inauguración del Coliseo. Nerón transformó las
aclamaciones espontáneas en aclamaciones rítmicas y disciplinadas, que la masa
debía repetir como un coro. La humanidad deberá esperar hasta la época de las
monarquías absolutistas europeas para presenciar el resurgimiento de las
consignas y lemas como herramienta de propaganda, con los brocardos acuñados
por los legistas para reafirmar la soberanía del rey en desmedro de la del
papa.
En el nombre del Señor
La causa religiosa encabezada por la volcánica
personalidad de Martín Lutero se benefició de la aparición de la imprenta. La
Reforma mostró que las técnicas propagandistas también podían potenciar el
alcance público de movimientos nucleados alrededor de ideas, sin el apoyo
logístico de una institucionalidad con años de tradición. Según Ellul (1969),
las estrategias luteranas se convirtieron en el primer modelo de propaganda de
oposición y agitación. Se caracterizó por sus mensajes de contenido ideológico,
la apelación constante a la razón y no a la emoción (el terror sacro), el
alcance popular de sus iniciativas y el predominio de materiales impresos como
libelos, folletos y octavillas.
La reacción de la
Iglesia romana —la Contrarreforma— constituye un hito en la cronología de la
propaganda: entre 1572 y 1585, el papa Gregorio XIII se entrevista, con cierta
frecuencia, con tres cardenales de su entera confianza, con el interés de
discutir los mecanismos óptimos para combatir los avances de la Reforma. A
estos encuentros se les da el nombre de Sacra
Congregatio de Propaganda Fide.
En el papado de
Clemente VIII la Congregación para la Propagación de la Fe se convierte en una instancia
consultiva permanente, con una organización administrativa propia, y el número
de sus integrantes se amplía a 29. La Congregatio
examina y regula la propagación de la doctrina cristiana, identifica y pone en
vigor nuevas técnicas para la difusión del evangelio, acopia y procesa
información acerca del activismo protestante, censura publicaciones reñidas con
los principios eclesiásticos y traduce y publica en diferentes lenguas
materiales divulgativos de la Iglesia romana.
Los héroes peinados
«Todo discurso es una campaña y allí entronca
con lo militar. La campaña publicitaria, la discursiva y la militar se unen y
se entrelazan como los hilos de una soga. Las tres responden a algo así como
una cadena de mando», sentencia el ensayista chileno-austríaco Adan Kovacsics
(2007: 114).
La guerra civil,
«orgía de muerte» y «torrente de palabras», signó el perfeccionamiento de las
tácticas propagandistas en la Revolución Francesa: la identificación del
enemigo común, la caracterización de la vestimenta revolucionaria, la
uniformidad de las consignas de los representantes políticos, el fomento del
terror. Con Bonaparte, y la edificación del Imperio Napoleónico, se inaugura la
etapa de la explotación del elemento carismático por parte de los
propagandistas.
Casi dos siglos
después de la muerte del corso, la metralla incesante de la ofensiva verbal y
armamentista sonará con mayor estrépito en la Primera Guerra Mundial:
La guerra era un
producto, que no sólo necesitaba operarios en las fábricas o soldados en el
frente o directivos en los pisos superiores o mandos en los cuarteles
generales, sino también publicistas. Era la primera gran guerra moderna en
todos los sentidos. Un artículo, una mercancía; de hecho, la preferente. Tenía,
como producto, la prioridad. Todo se volcaba en su elaboración (Kovacsics,
2007: 94).
Escritores como Rainer Maria Rilke, Stefan
Zweig, Franz Theodor Czokor, Albert Ehrenstein, Viktor Hueber, Hans Müller,
Alfred Polgar, Felix Salten, Géza Silberer y Leopold Schönthal, entre otros,
fueron reclutados para cumplir el servicio literario en el grupo austro-húngaro
adscrito al Archivo de Guerra, dirigido por el barón Emil Woinovich von
Belobreska. En las oficinas de la Stiftgasse de Viena, entre las nueve de la
mañana y las tres de la tarde, cada escritor se dedicaba a redactar tres
historias heroicas por día, misión ultrasecreta conocida también bajo la
curiosa denominación «peinar a los héroes». Además de las labores de alta
peluquería, el recluta literario debía ocuparse de vitalizar sus relatos con
detalles imaginarios que proyectasen la ilusión de fidelidad a los sucesos
históricos. Compartían oficina con el Grupo de Guías de Campos de Batalla,
encargado de la elaboración de quince guías turísticas, en alemán y en húngaro,
para facilitar a los visitantes del futuro la contemplación detallada e
informada de los escenarios bélicos.
Otro importante
actor en el campo propagandístico fue el llamado Cuartel de la Prensa de Guerra:
periodistas con veleidades literarias redactaban entretenidas crónicas a partir
de los informes diarios remitidos por el Alto Mando del Ejército. Fue creado en
1909 en el marco del proyecto «Instrucción para la movilización Imperial y Real
Ejército», que en un documento anejo regulaba la actividad periodística en
situaciones bélicas. La perversión del idioma por parte de los uniformados, su
uso como herramienta de guerra —tan cara al pretorianismo, al militarismo—
desembocó, en la sociedad, en la entronización de un lenguaje marcial con
resonancias chauvinistas, y, en el periodismo, en la masificación de la jerga
castrense y la estetización de los hechos de batalla.
Y a la mentira le crecieron las piernas
Exiliado en Francia, el escritor Joseph Roth
entrega al periódico vocero de la comunidad alemana de París, el Pariser Tageszeitung, un artículo donde
analiza el alcance y los efectos nefastos de las técnicas comunicativas de
Joseph Goebbels al frente del Ministerio de Propaganda del régimen
nacionalsocialista. La pieza, publicada el 20 de marzo de 1938, lleva por
título «El orador apocalíptico»:
Desde la irrupción
del Tercer Reich, a la mentira, contradiciendo el refrán, le han crecido las piernas.
Ya no sigue a la verdad pisándole los talones, sino que corre por delante de
ella. Si hay que reconocer a Goebbels alguna obra genial, sería haber sido
capaz de lograr que la verdad oficial cojeara tanto como él. Ha prestado su
propio pie equinovaro a la verdad oficial alemana. El hecho que el primer
ministro de la Propaganda cojee, no es una casualidad, sino una broma
consciente de la historia… (Roth, 2004: 40).
A pesar de su corta extensión, y de carecer de
intenciones académicas, el texto de Joseph Roth consiguió dar buena cuenta de
la metodología empleada por el jefe de la propaganda nazi. Goebbels, en su
deseo de influenciar la opinión internacional, echó mano de tres estrategias:
el soborno de líderes e intelectuales extranjeros, la negociación de acuerdos
diplomáticos favorables para la contraparte, y la promoción de acuerdos de supuesto
intercambio cultural y humanitario
(operativos médicos, ciclos de cine, festivales de música típica, jornadas de
actualización académica, torneos deportivos, entre otras iniciativas). En
cambio, dentro de Alemania, las manipulaciones del ministro tuvieron otro cariz
y estuvieron concebidas, en su mayoría, en función de la dinámica de
comparecencia de los funcionarios nazis ante los medios de comunicación de masas.
El catálogo de posturas públicas constaba de cuatro modalidades: el
encubrimiento, la negación, la falsa indignación y la exageración.
No todos aprecian
la elevada talla técnica e intelectual que Roth le reconoce a Joseph Goebbels.
El biógrafo inglés Peter Longerich (2012) define al ministro de Propaganda de
Hitler como un intelectual frustrado, necesitado de un propósito trascendental,
un ser alterado por un trastorno narcisista de la personalidad, un mediocre
funcionario del régimen nazi frecuentemente ignorado en las grandes decisiones.
Sin embargo, Ellul (1969) apunta que las autoridades propagandísticas
nacionalsocialistas eran estudiosos profundos de las técnicas introducidas por
los bolcheviques a partir de 1916 con la creación del Departamento Especial de Propaganda
y Agitación (OSVAG). Este ministerio soviético de la propaganda identifica tres
formas de intervención en el debate público: información, agitación y
propaganda. Las autoridades del partido comunista precisan claramente las
responsabilidades de los encargados de aplicar cada técnica: el informador
tiene que alejarse de la noción burguesa de la objetividad y servir a los
intereses de la revolución socialista, el propagandista debe concentrarse en
inculcar muchas ideas a una o varias personas y el agitador se ocupa de imbuir
pocas ideas a una masa de personas.
La influencia rusa
es confirmada por el sociólogo Serge Tchakhotine (1985: 156):
Ya sabemos que nada
había de místico o extraordinario en el hecho del conformismo constatado en Alemania;
esto pertenece al ámbito de la ciencia positiva moderna, que lo explica sin
dificultad. Para quienes han podido seguir la evolución del movimiento nazi,
los métodos de su propaganda y sus efectos y al mismo tiempo están informados
respecto a la doctrina de Pavlov, no puede haber lugar a dudas: nos hallamos en
presencia de hechos, basados precisamente en leyes, que rigen las actividades
nerviosas superiores del hombre, los reflejos condicionados.
Si es verdad, como afirman numerosos
polemólogos, que la Primera Guerra Mundial arrojó como saldo el surgimiento de
un nuevo tipo de guerra ―tecnificada e industrial―, no es menos cierto que en el campo
de las ciencias sociales la dinámica bélica hizo posible la aparición de la
propaganda política como una disciplina moderna; una disciplina caracterizada,
esencialmente, por cuatro factores: doctrina central, organización, acceso a
los medios de comunicación de masas y uniformidad de criterios entre los
seguidores.
Tal hipótesis
histórica quedó confirmada en 1945 con el hallazgo en Berlín, por las fuerzas
aliadas, de un manuscrito de 6.800 páginas dictado por Goebbels y escrito en
forma de diario que abarca, en diversos lapsos, el período entre el 21 de enero
de 1942 y el 9 de diciembre de 1943. El manuscrito se encuentra resguardado en
el Instituto Hoover de la Universidad de Stanford. Al estudiar el manuscrito,
el profesor de psicología de la Universidad Yale, Leonard Doob (1985),
identificó 19 principios propagandísticos en la gestión de Goebbels:
1.
Los propagandistas deben tener
acceso a la información referida a los acontecimientos y a la opinión pública.
2.
La propaganda debe ser planeada y
ejecutada por una sola autoridad.
3.
Las consecuencias propagandísticas
de una acción deben ser consideradas al planificar esta acción.
4.
La propaganda debe afectar a la
política y a la acción del enemigo.
5.
Debe haber una información no
clasificada y operacional preparada para complementar una campaña
propagandística.
6.
La propaganda, para ser percibida,
debe suscitar el interés de la audiencia y ser transmitida a través de un medio
de comunicación que llame poderosamente la atención.
7.
Solo la credibilidad debe
determinar si los materiales de la propaganda han de ser ciertos o falsos.
8.
El propósito, el contenido y la
efectividad de la propaganda enemiga, la fuerza y los efectos de una
refutación, y la naturaleza de las actuales campañas propagandísticas
determinan si la propaganda enemiga debe ser ignorada o refutada.
9.
La credibilidad, la inteligencia y
los posibles efectos de la comunicación determinan si los materiales
propagandísticos deben ser censurados.
10.
El material de la propaganda
enemiga puede ser utilizado en operaciones cuando ayude a disminuir el
prestigio de ese enemigo, o preste apoyo al objetivo del propagandista.
11.
La propaganda «negra» ―aquella
cuya fuente queda oculta para la audiencia― debe ser empleada con preferencia a
la «blanca» cuando esta última sea menos creíble o produzca efectos indeseables.
12.
La propaganda puede ser anunciada
por líderes prestigiosos o figuras populares.
13.
La propaganda debe estar
cuidadosamente sincronizada.
14.
La propaganda debe etiquetar los
acontecimientos y las personas con frases o consignas distintas.
15.
La propaganda dirigida al pueblo
llano debe evitar el suscitar esperanzas que puedan quedar frustradas por
acontecimientos futuros.
16.
La propaganda debe crear en el
pueblo fanatizado un nivel óptimo de ansiedad con respecto a las consecuencias
de la derrota de la «causa justa».
17.
La propaganda debe facilitar el
desplazamiento de la agresión, al especificar los objetivos para el odio.
18.
La propaganda no debe perseguir
respuestas inmediatas; más bien debe ofrecer alguna forma de acción o
diversión, o ambas cosas.
19.
La propaganda dirigida al pueblo
llano debe disminuir el impacto de la frustración.
Estas diecinueve reglas, en cuyos enunciados
se deja entrever el tono cientificista de los sujetos convencidos de la
naturaleza ineluctable de «las leyes de la historia»,
se mostraron efectivas al principio de la Segunda Guerra Mundial; sin embargo,
a medida que Alemania empeoraba su desempeño bélico y económico, las tácticas
propagandísticas iban desnudando sus limitaciones en aquellos momentos de mayor
apremio. Tal como apunta el propio profesor Doob (1985:152):
Goebbels reconocía
claramente la impotencia de su propaganda en seis situaciones. Los impulsos
básicos del sexo y el hambre no eran afectados apreciablemente por la
propaganda. Las incursiones aéreas de los enemigos creaban problemas que iban
desde la incomodidad hasta la muerte y que no podían ser soslayados. La
propaganda no podía aumentar significativamente la producción industrial. Los
impulsos religiosos de la población no podían ser alterados, al menos durante
el choque físico de fuerzas. La oposición abierta de algunos alemanes y de las
poblaciones en los países ocupados requería una acción vigorosa, no palabras
ingeniosas. Finalmente, la desfavorable situación militar de Alemania se
convertía en un hecho constatable por las personas comunes.
El gran olvidado
En la Italia de la segunda década del siglo
veinte, transcurridos nueve años del ascenso del fascismo al poder, el talento
propagandístico comisionado para rebajar a toda una nación a la efervescencia
ululante de la masa primitiva, infantilmente dependiente de un caudillo, fue el
exhéroe de guerra Achille Starace, secretario general del Partido Nacional
Fascista entre 1931 y 1939. El historiador Robert Hughes describe a Starace en
los siguientes términos:
Starace fue a Il Duce lo que Goebbels fue a Hitler, y
resultó igual de activo que él en cuanto a la invención de un estilo de
gobierno. Fue él quien concibió y organizó las manifestaciones «oceánicas» de
decenas de miles de romanos en la plaza de Venecia, bajo el balcón desde el que
hablaba Il Duce, con su podio oculto;
él, quien instituyó «el saludo a Il Duce»
en todas las reuniones fascistas, grandes o pequeñas, tanto si Mussolini estaba
presente como si no; él, quien abolió el «insalubre» apretón de manos a favor
de la «higiénica» rigidez del saludo fascista basado en el romano, que se hacía
alzando el brazo. Se colocaba rígidamente en posición de firme, haciendo tocar
los talones entre sí, incluso cuando hablaba con su líder por teléfono. Y se
aseguró de que los orquestados vítores de la muchedumbre se dirigieran sólo a
Mussolini, ya que «a un hombre, y sólo a un hombre, se le ha de permitir que
domine las noticias todos los días, y los otros deben enorgullecerse de
servirle en silencio» (Hughes, 2011: 468).
Starace fue el artífice de la «fascistización»
de la sociedad italiana. Mitificó el origen del movimiento y denominó de manera
pomposa «La marcha sobre Roma» al viaje en tren que, desde Florencia, hicieron
supuestamente «300 mil golpistas armados» del Partido Nacional Fascista (¡vaya
que los vagones eran espaciosos!) rumbo al Parlamento para deponer al primer
ministro Luigi Facta. Se erigió en el primer sacerdote del culto oficial a la
personalidad y en 1932, a propósito del décimo aniversario de la llegada de
Mussolini al poder, convocó la Mostra
della Rivoluzione Fascista, celebrada en el Palacio de las Exposiciones,
cuya fachada principal fue adornada con cuatro columnas de aluminio de treinta
metros de altura con la forma de las fasces. Dos años después, en 1934, se
apuntó otro éxito propagandístico al presidir el Campeonato Mundial de Fútbol
organizado y ganado por Italia. El día del juego final casi llenó las tribunas
con funcionarios del partido fascista que, astutamente, gritaban más por
Mussolini que por la selección azzurri.
Ese año también se apropió de las celebraciones callejeras por el premio Nobel
de Literatura otorgado al dramaturgo Luigi Pirandello. Otro dato: en 1938, al
saberse la llegada del Führer a la estación Ostiense de Roma, coordinó y
supervisó la cobertura «periodística» de la visita histórica. La pluma de
Hughes (2011: 492) recrea el momento:
Incluso se habían
cuidado de que los últimos kilómetros de ferrocarril que llevaban a la estación
estuvieran bordeados, a ambos lado, por un «pueblo Potemkin», de decorados
orientados hacia adentro, mirando hacia el tren, en cuyas falsas ventanas se
asomaban cientos de romanos que vitoreaban con entusiasmo.
En fin, ante lo refinado del genio
propagandístico solo resta decir, junto con la escritora rumana Herta Müller:
«Hay personas a las que creo aunque no tengan pruebas. Hay personas a las que
no creo aunque tengan pruebas. Y hay personas a las que no creo precisamente
porque tienen pruebas».
Referencias
·
Doob, L. W. (1985): «Goebbels y
sus principios propagandísticos». En M. de Moragas (ed.): Sociología de la comunicación de masas. Vol. III. Barcelona: Gustavo
Gili.
·
Ellul, J. (1969): Historia de la propaganda. Caracas:
Monte Ávila.
·
García Pelayo, M. (1969): Las formas políticas en el Antiguo Oriente.
Caracas: Monte Ávila.
·
Hughes, R. (2011): Roma: una historia cultural. Barcelona:
Crítica.
·
Kovacsics, A. (2007): Guerra y lenguaje. Barcelona:
Acantilado.
·
Longerich, P. (2012): Goebbels: una biografía. Barcelona: RBA.
·
Marina, J. A. (2008): La pasión del poder: teoría y práctica de la
dominación. Barcelona: Anagrama.
·
Müller, H. (2001): Hambre y seda. Madrid: Siruela.
·
Roth, J. (2004): La filial del infierno en la tierra. Barcelona:
Acantilado.
·
Tchakhotine, S. (1985): «El
secreto del éxito de Hitler: La violencia psíquica». En M. de Moragas (ed.): Sociología de la comunicación de masas.
Vol. III. Barcelona: Gustavo Gili.
Etiquetas: Manipulación, Propaganda, Totalitarismo