En ocasiones la historia
sorprende a los hombres con la coincidencia en una misma persona de dos facetas
en apariencia antitéticas: la del comediante y la del mandatario. El caso más
antiguo del que tengamos noticias corresponde al tirano Agatocles (Siracusa, 30
a.C.), quien, «bufón y mimo por naturaleza», consiguió la popularidad entre sus
gobernados gracias a su capacidad para imitar a los asistentes a las reuniones
de la asamblea.
El humor tiene en común con el
poder que siempre se ejerce en contra de alguien. Su disfrute precisa de una
víctima. En el orden individual, la burla, como hostilidad disfrazada, suele
orientarse hacia los miembros de los estratos superiores (las autoridades);
mientras que en el ámbito colectivo, los chistes buscan escarnecer a los
sectores de la sociedad tenidos como rivales o minoritarios.
Esta enigmática dualidad de la
risa (medio de protesta personal y mecanismo de cohesión grupal), aunada a su
reputación social como herramienta incruenta de dominio y fascinación
(ambicionada tanto por poderosos como por impotentes), recorre las páginas de La fiesta de la insignificancia (Tusquets, 2014) e
ilumina las muchas reflexiones de su autor, el novelista checo Milan Kundera.
La fiesta
de la insignificancia
puede ser analizada desde la perspectiva de la crítica literaria tradicional.
Siete capítulos cortos, redactados con una prosa ágil y burlesca, apoyada en
intertítulos que condicionan la atención de los lectores. Un narrador
omnisciente —«el maestro»— que relata la historia de cuatro amigos de edad
madura: Alain, Ramón, Calibán y Charles, y su relación con un hombre narciso y
mentiroso llamado D̕ Ardelo. Numerosos
paseos a pie por parques y bulevares despiertan en los personajes una tendencia
a la meditación y al ensayo de teorías de índole surrealista o de franca
inanidad. Además, los ángeles caídos de la ausencia y la derrota, ambos muy
latentes en los acontecimientos contenidos en el entramado de relatos,
determinan el tono sentimental necesario para la aparición del chiste y la
ironía («el humor es, sobre todo, un asunto de perdedores», nos recuerda Daniel
Samper Pizano en su escrito póstumo en honor a Chespirito).
La novela tiene dos planos de significación: el
primero, viene dado por las acciones físicas de los personajes; el segundo, por
las ideas que sobre el humor, el poder, la rebeldía, la felicidad y la
sabiduría plantea con mucho arte Milan Kundera. El resultado es una lectura
rápida y entretenida de un texto corto, cuyo placer se disipa con cierta inmediatez
y es sustituido, al cabo de unos días, por un ánimo introspectivo, que nos
advierte de la profundidad de aquello que presumíamos banal y ligero. La
insignificancia celebra unas fiestas que no se agotan en una noche.
Alain, un hijo rechazado por su madre, un hombre
maduro liado románticamente con una chica mucho más joven, recorre las calles
parisinas con la mente engolfada en dos curiosas obsesiones: la recreación de
una teoría del ombligo como objeto de deseo («en el cuerpo erótico de la mujer,
algunos lugares son excelsos: siempre creí que eran tres: los muslos, las
nalgas, los pechos. Y luego un día comprendí que había que añadirle un cuarto
lugar: el ombligo […] Los muslos, los pechos, las nalgas adquieren en cada
mujer una forma distinta. Estos tres lugares excelsos no son pues tan sólo
excitantes, expresan al mismo tiempo la individualidad de una mujer. No puedes
equivocarte acerca de las nalgas de la mujer que amas. Reconocerías entre cien
las nalgas amadas. Pero no puede identificar a la mujer que amas por su
ombligo. Todos los ombligos son iguales») y la reconstrucción de las
circunstancias que signaron el abandono materno.
Abrumado por sus cavilaciones, Alain deambula por
aceras y avenidas sin reparar en los demás transeúntes, a quienes acostumbra
tropezar y ofrecer disculpas: «¿Por qué siempre ese estúpido reflejo de pedir
perdón? (... ) Sentirse o no sentirse culpable. Creo que todo radica en eso. La
vida es una lucha de todos contra todos. Es sabido. Pero ¿cómo puede darse esa
lucha en una sociedad más o menos civilizada? No deberíamos tirarnos unos
contra otros a primera vista. En cambio, intentamos proyectar en los demás el
oprobio de la culpabilidad. Vencerá el que consiga hacer que el otro se sienta
culpable. Perderá el que confiese su culpa. Vas por la calle inmerso en tus
pensamientos. Caminando hacia ti, viene una chica que, como si estuviera sola
en el mundo, sin mirar a los lados, camina recto hacia adelante. Chocáis. Éste
es el momento de la verdad. ¿Quién insultará al otro, y quién pedirá perdón?».
Una vez presentado a los lectores el meditabundo
Alain, toca el turno a D̕ Ardelo, quien, a tres semanas para su
cumpleaños, acude a la consulta del médico para conocer los resultados de un
examen oncológico. Corre con suerte. Con lágrimas en los ojos decide celebrar
la vida que prosigue. Da un paseo corto por los jardines de Luxemburgo. Allí se
encuentra con Ramón, un sujeto que no goza de su afecto. En medio de un diálogo
que nunca procuró, se le ocurre la idea tremendista de confesarse víctima de
cáncer. Se hace un silencio que rompe con bromas y una improvisada solicitud
para que organice la que pudiese ser su última fiesta de cumpleaños («las
chácharas ligeras y alegres convierten al hombre trágicamente enfermo en un ser
aún más atractivo y admirable»). D̕ Ardelo, el galán fracasado
que gracias a sus interminables exhibiciones verbales ha terminado por revelar
la inutilidad de ser brillante, se marcha entre risas («Es algo más que
inutilidad. La nocividad. Cuando un tipo brillante intenta seducir a una mujer,
ésta tiene la impresión de entrar en una competición. Ella también se siente
obligada a deslumbrar. A no entregarse sin resistencia. Mientras que la
insignificancia la libera. La descarga de precauciones. No exige ninguna
agudeza. La despreocupa y, por tanto, la hace más fácilmente accesible»).
Ramón, propietario de una agencia de festejos, no
puede con el secreto. Quiere compartir la exclusiva. Calibán y Charles lo
reciben en su hogar. Calibán, aparte de su amigo, es su empleado, un actor en
decadencia que, debido a la escasez de papeles dramáticos de relevancia, trabaja
como mesonero a destajo; es en las fiestas y celebraciones donde se permite
interpretar un inmigrante paquistaní con nulo manejo de la lengua francesa, acaso
para no perder del todo sus destrezas histriónicas. Por su parte, Charles es
dramaturgo y se encuentra embarcado en la fase final de una obra teatral para
títeres, basada en un episodio de las memorias de Nikita Jrushchov: la historia
de las 24 perdices. Aquí es el punto donde los dos planos se superponen.
Stalin confía a sus colaboradores la siguiente
anécdota: «Un día decidí ir de caza. Me puse una vieja parka, me calcé unos
esquíes, cogí un fusil de caza y recorrí trece kilómetros. De pronto, ante mí,
vi unas perdices en las ramas de un árbol. Me detuve y las conté. Había
veinticuatro. ¡Vaya mala pata! Sólo me había llevado doce cartuchos. Disparé,
maté a doce, luego di media vuelta, recorrí otra vez los trece kilómetros hasta
mi casa y cogí otra docena de cartuchos. Recorrí una vez más los trece
kilómetros hasta las perdices, que seguían en las ramas del mismo árbol. Y por
fin las maté a todas».
A pesar de que el empleo de la hipérbole por
parte de Stalin pone de manifiesto el carácter cómico de la anécdota, ninguno
de los colaboradores se ríe. Por el contrario, califican de absurda la
situación y aborrecen la mentira del gran líder. Aquellos esclavos de las
verdades materialistas de la Historia no recuerdan la manera tradicional como
se enuncia un chiste. Ha empezado, de este modo, la «era de la posbroma», un
tiempo donde el humor es desprovisto de su carácter subversivo, como resultado
de las interpretaciones literales de los agelastas y demás esclavos de la
verdad. El triunfo final del fanatismo sobre la inteligencia.
Algo de esto intuye Ramón cuando le comenta a
Calibán: «El placer de la mistificación debía protegeros. Ésa fue de hecho
nuestra estrategia, la de todos nosotros. Comprendimos desde hace mucho que ya
no era posible subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su pobre huída
hacia delante. Sólo había una resistencia posible: no tomarlo en serio. Pero me
doy cuenta que nuestras gracias ya perdieron todo su poder».
El pesimismo parece determinar el final de la
obra para guiñol. Los amigos acusan el golpe del desamor y la fortuna. Aunque
el tono sentimental no llega a la depresión. Los hombres tienen la posibilidad
de dejar de ser actores de un drama sin final feliz. Sólo tienen que negarse
a tomar en serio aquello que les
acontece.
Al final de la novela, los falsos amigos vuelven
a encontrarse en el Jardín de Luxemburgo. Allí Ramón comparte con el
«moribundo» D̕ Ardelo el secreto de la
vida: «La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con
nosotros en todas partes y en todo momento. Está presente incluso cuando no se
la quiere ver: en el horror, en las luchas sangrientas, en las peores
desgracias. Se necesita con frecuencia mucho valor para reconocerla en
condiciones tan dramáticas y para llamarla por su nombre. Pero no se trata tan
sólo de reconocerla, hay que amar la insignificancia, hay que aprender a
amarla. Aquí en este parque, ante nosotros, mira, amigo mío, está presente con
toda su evidencia, toda su inocencia, toda su belleza. Sí, su belleza. Como has
dicho tú mismo: la animación es perfecta, y totalmente inútil, los niños que
ríen, sin saber por qué, ¿acaso no es hermoso? Respira, D̕ Ardelo amigo mío,
respira esta insignificancia que nos rodea, es la clave de la sabiduría, es la
clave del buen humor».
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