viernes, septiembre 28, 2012

Jakob Von Gunten

«Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada, es decir que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada. La enseñanza que nos imparten consiste básicamente en inculcarnos paciencia y obediencia, dos cualidades que prometen escaso o ningún éxito. Éxitos interiores, eso sí. Pero ¿qué ventaja se obtiene de ellos? ¿A quién dan de comer las conquistas interiores?».
Quien así se expresa no siempre fue sumiso ni conformista. Jakob Von Gunten, antihéroe de la novela homónima del escritor suizo Robert Walser, llegó a ser un joven rebelde y ambicioso, capaz de abandonar la protección paterna para probar suerte en la capital del imperio. Sólo que llegó al Instituto para muchachos y allí conoció la dura disciplina del director Herr Benjamenta, un rey destronado.
Robert Walser nos da cuenta, con maestría literaria, de esta conversión interior. Para cumplir con su propósito utiliza como técnica narrativa la reproducción de un diario personal, carente de precisiones cronológicas, en cuyas páginas el estudiante Jakob Von Gunten nos relata sus satisfacciones y frustraciones como miembro de un instituto de renombre y tradición familiar en la formación profesional de pajes y mayordomos de librea.
La novela Jakob Von Gunten (Siruela, 2011) está escrita con una sencillez de estilo que resulta compleja. ¿Cómo interpretar su prosa llana y directa? ¿Acaso como un estudio sobre la obediencia y la servidumbre voluntaria? ¿Tal vez como un ensayo sobre el fin de la adolescencia? ¿Quizás como una queja desesperada ante una sociedad que abandona, de modo irresponsable, los valores de la humildad, el respeto y la cortesía?  ¿O simplemente deber ser vista como un tratado filosófico sobre lo vano que resulta toda pretensión de trascendencia?
Desde la perspectiva de la obediencia y la servidumbre voluntaria, nos encontramos con reflexiones valiosas e inquietantes sobre la necesidad que tiene cualquier sociedad de imponer normas, pero también acerca de las consecuencias que en el plano individual supone vivir sometido a restricciones y pautas de comportamiento. Imposible no relacionar las frases «Lo que discurre perpetuamente obliga a adoptar una moral» y «Obedecemos sin pensar en lo que un día pueda resultar de tanta obediencia irreflexiva» con el apunte terrible que nos advierte que «los que obedecen suelen ser una copia exacta de los que mandan».
¿Qué pasa entonces cuándo aquellos que mandan son seres cínicos, aviesos, paranoicos, insidiosos, inquisidores, torturadores? Nada, en las situaciones en la que el dominado sólo debe permanecer arrodillado y asentir. Mucho, en las circunstancias en la que el dominado puede ya erguirse, ensayar algunas voces de mando y jugar a ser autónomo. Es la doble moral del buen fanático, del buen camarada, del buen revolucionario. En palabras del protagonista de Walser: «No estar autorizado a hacer algo significa hacerlo doblemente en otro sitio (…) Todo lo prohibido vive de cien maneras distintas; de modo que sólo vive más intensamente lo que debería estar muerto. Y esto vale para lo pequeño no menos que para lo grande».
La perspectiva del ensayo sobre el fin de la adolescencia también arroja importantes hallazgos. La solemnización de la vida, el surgimiento de la vocación, la conciencia de los costos sociales aparejados a los idealismos, el malestar por incurrir en actos que delatan inmadurez y el efímero don de la juventud; en resumen, una preocupación creciente por el futuro, que lleva a Jakob Von Gunten a preguntarse qué objetivos persigue la escuela de muchachos Benjamenta: «Nosotros, los alumnos o internos, tenemos en verdad muy poco que hacer, casi no nos dan tareas. Aprendemos de memoria el reglamento que rige aquí dentro (…) Sólo hay un curso que se repite constantemente: “¿Cómo debe comportarse un muchacho?”. Y toda la enseñanza, en el fondo, gira en torno a esta pregunta. Conocimientos no se nos imparte ninguno (…) Aquí siempre se está a la espera de algo, y esto acaba debilitando (…) Somos humildes hasta la indignidad total (…) ¿Quién soy yo? Sé perfectamente lo que es un alumno del Instituto Benjamenta, de esto no cabe duda. Un alumno semejante no es otra cosa que un magnífico cero a la izquierda, redondo como una bola».
Pero Jakob Von Gunten no espera tener forma de circunferencia para rodar por las calles de la gran ciudad. Camina por los bulevares, se sienta a la mesa de los cafés más concurridos y, en compañía de su hermano Johann, se cuela en los grandes salones de la sociedad burguesa. En cada uno de estos ambientes intenta desarrollar, como si fuese un pecio llegado de una antigua orden caballaresca, una teoría sobre la derrota de la cultura a manos de la barbarie: «Lo que llamo cultura es la total discreción, es una impresión de bondad y de vivo respeto, es lo que de entrañable y juicioso hay en un hombre (…) Hacerle un favor a un desconocido que no nos importe nada es fascinante; nos permite echar una mirada en paraísos divinamente nebulosos. Y además, pensándolo bien, todos —o al menos casi todos— los hombres nos importan de algún modo. Estos que ahora pasan a mi lado me importan, es innegable, hasta cierto punto. En última instancia se trata de algo personal. Estoy paseando, el sol brilla y de repente veo a mis pies un perrito que gimotea. En seguida advierto que al animalito de lujo se le han enredado las patas en el bozal. No puede correr. Me inclino y pongo remedio al enorme, enorme infortunio. En ese momento se acerca la dueña. Observa lo ocurrido y me da las gracias. Me quito un instante el sombrero en honor de la dama y sigo mi camino. Y ella, detrás de mí, se queda pensando en que aún hay jóvenes bien educados en el mundo. Pues bien, he hecho un favor a los jóvenes en general. ¡Y cómo ha sonreído esa mujer, por lo demás nada agraciada! “Gracias señor” Si hasta me ha dicho señor. Sí, cuando uno sabe comportarse es un señor. Y al que se le agradece, se le tiene respeto. Quien sonríe, es guapo. Toda mujer merece cortesías. Toda mujer tiene cierto refinamiento. He visto lavanderas moverse como reinas».
Finalmente, esta obra mayor de Robert Walser es también un tratado filosófico sobre lo vano que resulta toda pretensión de trascendencia. Aquí las reflexiones corren por cuenta de Johann Von Gunten, quien comparte con su hermano una suerte de reivindicación de la derrota nacida de la insatisfacción refinada (esto es, de la búsqueda permanente de algo elevado y bello): «Sigue siendo el que eres, hermano. Comienza desde muy abajo, es lo mejor. Porque mira, una vez arriba apenas si vale la pena vivir. En las alturas se respira un aire… Predomina la sensación del haber-hecho-bastante, y eso oprime y paraliza. Por ahora, querido hermano, eres como quien dice un cero a la izquierda. Pero cuando se es joven hay que ser un cero a la izquierda, pues no existe nada más perjudicial que destacar pronto, prematuramente, en cualquier cosa. Cierto es que algo significas para ti mismo. Bravo. Estupendo. Pero para el mundo todavía no eres nada, y esto es casi igualmente estupendo (…) En un palabra jamás te desalientes. Permanece pobre y despreciado querido amigo. Aleja de ti incluso la idea del dinero. Lo más hermoso y triunfador es ser un auténtico pobre diablo. Los ricos, Jakob, están muy descontentos y son infelices. La gente rica de hoy en día nada tiene: son ellos los verdaderos hambrientos».
Como el alumno más disciplinado de una escuela de obediencia y servidumbre, Jakob asimila la lección del maestro, pero lo hace con un dejo de su antigua rebeldía: «Quiero ver si en medio del páramo es también posible vivir, respirar, ser, desear y hacer sinceramente el bien. Y dormir por la noche y soñar. ¡Bah! Ahora no quiero pensar en nada más. ¿Tampoco en Dios? ¡No! Dios estará conmigo. ¿Qué necesidad tengo de pensar en él? Dios está con los que no piensan».

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martes, septiembre 25, 2012

Maestros antiguos

No se consigue una línea luminosa sin antes perderse por los pasillos enrevesados, serpentinos, del conocimiento. No se llega en trayectoria recta a la sabiduría. Tampoco a los espejismos de la inteligencia. Eso lo sabe un lector de raza, amante de las frases esclarecedoras o de esas indignaciones ciudadanas que, a fuerza de estar bien redactadas, aparecen ante los ojos como prodigios.
El verdadero lector de revistas y periódicos, aunque se entretenga con la lectura de las noticias de Política y Cultura, de Deportes y Economía, de Lady Gaga y Kim Kardashian, nunca olvida enfrentar las ideas a veces pedante y complicadas que menudean en las páginas de Opinión, esas páginas que son también las de las viñetas y las caricaturas de humor.
El ciudadano urgido de participar en el ágora virtual de la opinión pública no puede esperar que primero se concrete la elucidación de la verdad absoluta para expresar sus temores y certezas, como si fuese uno más de los investigadores confinados a los estrechos ámbitos de la academia. El debate político no se ajusta a los tiempos flexibles, casi eternos, del método científico. La democracia, gobierno de la opinión, únicamente puede esperar por la verdad rápida, siempre incompleta, que nace del libre intercambio de juicios y pareceres; jamás por la verdad pura e irrebatible, forjada a paso testudíneo, de las ciencias exactas.
Si aceptamos el forzoso imperio de la opinión sobre la epistemología, y nos animamos a definir al hombre —a la usanza de los filósofos primitivos— como el animal que opina, entonces tendríamos que convenir que la novela Maestros Antiguos (Editorial Alianza, 1999) es una de las obras más humanas de la literatura universal. Su autor, el escritor austriaco Thomas Bernhard, es un auténtico miembro de la milenaria tribu de la doxa.
El protagonista de Maestros antiguos, el señor Reger, músico y columnista cultural del diario The Time, acude en días alternos a la sala Bordone del Museo Histórico de Bellas Artes de Viena. Allí contempla «El hombre de la barba blanca», un lienzo pintado por Tintoretto, uno de los más grandes nombres del Renacimiento italiano. Sin embargo, lo que en un primer momento se pudiera interpretar como un acto íntimo, pletórico de admiración, oculta en el fondo una finalidad inconfesable: conseguir un defecto que patentice la humanidad de todo artista y de todo acto creador.
«La cabeza tiene que ser una cabeza que busque, una cabeza que busque los defectos de la Humanidad, una cabeza que busque los fracasos. La cabeza humana sólo es realmente una cabeza humana cuando busca los defectos de la Humanidad. La cabeza humana no es una cabeza humana si no se pone en busca de los defectos de la Humanidad. Una buena cabeza es una cabeza que busca los defectos de la Humanidad, y una cabeza extraordinaria es una cabeza que encuentra  esos defectos de la Humanidad, y una cabeza genial es una cabeza que, después de haberlos encontrado, señala esos defectos encontrados y, con todos los medios a su disposición muestra esos defectos», reflexiona Reger, un tanto encolerizado por los enjambres de turistas.
Palabras que se repiten para escribir ideas siempre parecidas, pero nunca iguales. Artificio de la prosa que reproduce la dinámica reflexiva de la mente crítica, aquella  empecinada en dar con la frase lapidaria, con el concepto dialécticamente irrebatible que sirve para cimentar la opinión y potenciar la carga persuasiva. Ese es el estilo de Thomas Bernhard.
«De repente tiene uno que convertir el mundo entero en caricatura. Uno tiene que tener la fuerza de convertir el mundo en caricatura, la enorme fuerza de espíritu que hace falta para ello, esa única fuerza de supervivencia. Sólo lo que encontramos finalmente ridículo lo dominamos también, sólo cuando encontramos ridículo al mundo y la vida en él progresamos, no hay otro método, ninguno mejor. Sólo el tonto admira, el inteligente no admira sino que respeta, estima, comprende. La admiración ciega y hace estúpido al admirador», advierte el crítico sentado frente al cuadro de Tintoretto.
Para Reger los antiguos maestros del arte no son tales, porque sólo puede mirar en ellos a una gavilla de farsantes: costosos decoradores de los aposentos y los grandes salones de papas y gobernantes. «En realidad, ¿por qué pintan los pintores, cuando existe la Naturaleza? Hasta la obra de arte más extraordinaria no es más que un esfuerzo lastimoso, totalmente carente de sentido y finalidad, de imitar a la Naturaleza, sí, de remedarla (…) No hay nada más repulsivo para mí que los señores pintados. Conservar, dice la gente, documentar, pero al fin y al cabo, como sabemos, sólo se conserva y se documenta lo mentiroso, lo falso, sólo se conserva y se documenta la falsedad y la mentira, la posteridad sólo tiene falsedad y mentira colgadas de las paredes, sólo hay falsedad y mentira en los libros que nos han dejado los llamados grandes escritores, sólo falsedad y mentira en los cuadros que cuelgan de esas paredes. Ése que cuelga de la pared no es al fin y al cabo nunca el que pintó el pintor. El que cuelga de la pared no es el que vivió».
Puesto a desenmascarar la pose del mundo intelectual, Reger, ese opinador de oficio, arremete contra los diletantes, los guías de turismo cultural, los críticos de arte y demás bichos de galerías y pinacotecas. «La gente sólo va a los museos porque le han dicho que un hombre culto tiene que visitarlos, no porque le interesen, la gente no tiene ningún interés por el arte, en cualquier caso el noventa y nueve por ciento de la Humanidad no tiene ningún interés en absoluto por el arte (…) La gente comete en los museos siempre el error de proponerse demasiadas cosas, de querer verlo todo, y así anda y anda y mira y mira y de pronto se derrumba porque, sencillamente, ha devorado mucho arte. El profano va al museo y se lo echa a perder por exceso (…) El conocedor va al museo para examinar todo lo más un cuadro, una estatua, un objeto, va al museo para examinar, para juzgar, un Veronés, un Velázquez. Pero esos conocedores del arte me resultan todos profundamente repulsivos (…) A la inversa, me revuelve también el estómago ver a los profanos también en el museo, y cómo, sin sentido crítico, lo devoran todo, en una sola mañana quizá todo el arte pictórico de Occidente».
Como un epígono de Samuel Johnson, quien llegó a afirmar (en brillante humorada) que para evitar prejuzgarse no leía los libros que criticaba, el prestigioso columnista cultural del diario The Time, el señor Reger, confiesa su pasión por el fragmento y su aversión por el todo. «En mi vida he leído un solo libro de cabo a rabo, mi forma de leer es la de un hojeador en alto grado dotado, que prefiere hojear a leer, y por consiguiente hojea docenas y, llegado el caso, cientos de páginas, antes de leer una sola; pero cuando ese hombre lee una página, la lee más a fondo que nadie y con la mayor pasión que cabe imaginar. Soy más hojeador que lector, debe usted saber, y me gusta hojear tanto como leer, durante mi vida he hojeado un millón de veces más que leído, pero al hojear he tenido siempre, al menos, tanta alegría y verdadero placer espiritual como al leer (…) El que lee todo no comprende nada. No es necesario leer todo Goethe, todo Kant, ni tampoco es necesario Schopenhauer; unas páginas del Werther, unas páginas de las Afinidades electivas, y al final sabremos más sobre esos dos libros que si los hubiéramos leído de principio a fin, lo que en cualquier caso nos privaría del placer más puro. Desde hace mucho tiempo no podemos aguantar ya nuestra época como un todo. Sólo si la vemos como fragmento nos resulta soportable. El todo y lo perfecto nos resultan insoportables. Lo perfecto nos amenaza  ininterrumpidamente con aniquilarnos».
Sorprende que el todo que asfixia a Reger no sea una sociedad comunista ni fascista, sino la Viena democrática, que a sus ojos parece una aglomeración repulsiva de gentes vulgares, de existencias criminales. «El genio y Austria no se llevan bien. En Austria hay que ser una mediocridad para tener derecho a hablar y ser tomado en serio, un hombre de chapucería y mendacidad provinciana, un hombre con una cabeza absolutamente de Estado pequeño. Un genio, o incluso un intelecto extraordinario, es asesinado aquí a la corta o a la larga de una forma humillante (…) El austriaco es la mosquita muerta oportunista nata y el disimulador y el olvidador nato en lo que se refiere a las atrocidades, para poder sobrevivir. Ésa es la verdad. Los periódicos ponen al descubierto y acusan y exageran naturalmente, pero lo anulan también todo enseguida de forma oportunista, y de forma oportunista olvidan (…) Los retretes más asquerosos se encuentran en Viena, más asquerosos que en cualquier otra ciudad, cuando uno tiene necesidad de hacer aguas se lleva la gran sorpresa. Viena es muy superficialmente famosa por su ópera, pero realmente temida y execrada por sus escandalosos lavabos. Tener que ir a los lavabos en Viena es la mayoría de las veces una catástrofe, en ellos, si no se es un acróbata, se mancha uno».
Al final de la novela el lector comprueba que detrás de tanto pesimismo se oculta una comedia, que Bernhard ha ejercido la libertad de los bufones y ninguna de las opiniones mordaces y lapidarias, de sedicente misántropo, tiene el poder de negar la realidad: El hombre es mucho más que el lobo del hombre. Thomas Hobbes, ese gemelo del miedo, también nos mintió…
«Aborrecemos a los hombres y, sin embargo, queremos estar con ellos, porque sólo con los hombres y entre ellos tenemos una oportunidad de seguir viviendo y no volvernos locos. La verdad es que la soledad no la soportamos tanto tiempo. Creemos que podemos estar solos, creemos que podemos estar abandonados, nos convencemos de que podemos seguir adelante solos, pero es una quimera. Sin hombres no tenemos la menor oportunidad de vivir».
Así Reger.

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sábado, septiembre 22, 2012

De un lector a otro lector

Lo mejor de los bienes culturales es que no despiertan la avaricia de los funcionarios aduaneros. Por tal motivo, mantengo la sana costumbre de emplear mi cupo Cadivi de 400 dólares en la compra de ensayos y novelas en librerías del exterior.
Confieso que, con el paso del tiempo, he llegado a creer que patear las calles caraqueñas con un libro en la mano constituye el mejor de los talismanes. Es como si la presencia de la obra encuadernada te excluyese, afortunadamente, de la lista de potenciales víctimas de la delincuencia, siempre obsesionada por hacerse de celulares inteligentes, computadoras inteligentes, automóviles inteligentes; nunca de personas inteligentes.
Los mesones y estantes de nuestras librerías reflejan el aislamiento cultural que nos empobrece como país. Los autores, temas y propuestas gráficas que determinan el debate mundial no llegan a las manos de los lectores, quienes deben conformarse con libros firmados por estrellas de la farándula o con reportajes amarillistas sobre los casos más sonados de la crónica roja. No deja de ser revelador del espíritu de la época que uno de los títulos más vendidos verse sobre las muchas maneras de mandar a la gente al carajo…
El año pasado cerraron tres de mis librerías preferidas. Calculo que cerca de treinta puestos de trabajo fueron eliminados. En rigor, no hace falta quedarse desempleado para sentir en carne propia el empobrecimiento de la vida. Los lectores cuentan con menos opciones de formación intelectual; mientras que los libreros se han convertido en una raza sufrida, menguada por la impotencia de importar las principales novedades editoriales.
No faltará el obtuso nacionalista que subraye la conveniencia de proteger a la producción local; sin embargo, no pasa de ser un triste espejismo basar el ascenso de las letras venezolanas en el bloqueo de las plumas extranjeras, dado que nuestros escritores más reconocidos manifiestan en sus mejores líneas la influencia de múltiples autores y corrientes literarias. No podía ser de otra manera, en los tiempos de internet.
Llegan a mis manos, con cierto retardo, las conclusiones del Estudio del comportamiento lector, acceso al libro y lectura (2012) auspiciado por el Centro Nacional del Libro (Cenal), con el propósito de identificar las maneras que tiene la ciudadanía de relacionarse con la cultura escrita.
El estudio, hecho a partir de una muestra de 8.652 personas a nivel nacional, revela que 82,5 % de los venezolanos lee algún tipo de publicación. El medio escrito más popular es el periódico (68,7 %), seguido de los libros (50,2 %), las revistas (49,7 %), los soportes electrónicos (40,9 %) y los textos escolares (31,7 %). Al revisar estos datos, un bromista pudiese objetar que la gente del Cenal ha obviado en sus investigaciones a la mayor fuente de lectoría en la actualidad, a saber: la plataforma de chat y mensajería de texto de la telefonía celular, con su sintaxis descuidada y su amplio inventario de caritas.
Cuando analizamos el perfil sociodemográfico de los lectores nos damos cuenta de que las mujeres leen más que los hombres (casi un 11 %), y que las personas pertenecientes a la clase media, sea alta o baja, superan por mucho los índices de lectura de los individuos de los otros estratos sociales (una coincidencia insospechada: los muy pobres y los muy ricos tienen en común lo poco que leen). Entre las razones que estimulan el hábito de la lectura se mencionan: el interés intelectual por un tema (63,2 %), el gusto por la narrativa (61, 8 %), el deseo de estar informado (43,9 %) y la obtención de sabiduría para la vida (43,6 %).
Otra importante revelación del estudio del Cenal es que cerca de la mitad de los venezolanos no leen libros; un dato llamativo que contrasta con la ampliación de los catálogos editoriales de muchas empresas nacionales e internacionales (en especial con la publicación creciente de títulos de historia, de crónicas periodísticas y de reportajes políticos). Las cifras en este apartado de la consulta son: lectura de un libro al año (20 %), lectura de dos a cuatro libros al año (21 %), lectura de cinco a diez libros al año (6 %), lectura de once a diecinueve libros al año (1 %) y lectura de veinte o más libros al año (1 %).
Los autores preferidos por los venezolanos son: Rómulo Gallegos, Paulo Coelho, Gabriel García Márquez, Miguel Otero Silva, Miguel de Cervantes y los chilenos Pablo Neruda e Isabel Allende. Los textos más leídos son: La Biblia (9,9 %), Doña Bárbara (7,6 %), Cien años de soledad (3,6 %), La culpa es de la vaca (3,5 %), Don Quijote de la Mancha (2,9 %), El alquimista (1,3 %), Casas muertas (1,2 %), Harry Potter (1,2 %) y El principito (1,1 %).
En cuanto a los programas gubernamentales para la promoción de la lectura, el 18 % de los consultados reveló haber recibido donativos de libros por parte del Estado. De este grupo de personas, el 81 % dijo haber culminado la lectura de la obra regalada. Ninguno de los textos leídos pertenece al rubro de manuales de formación ideológica. El venezolano parece resistirse a cualquier intento de adoctrinamiento mediante medios escritos.
Vuelvo a mi escritorio. Abro el paquete de la encomienda enviada por una librería madrileña. Tomo en mis manos Las palabras moribundas, el último libro del periodista español Álex Grijelmo, acérrimo defensor de la lengua castellana, y leo con deleite la promesa de felicidad que me anuncia la contraportada: «Las palabras moribundas tienen un poder evocador que lleva a nuestra memoria el recuerdo de personas queridas que ya no están, épocas de nuestras vidas que ya pasaron, utensilios perdidos, tareas superadas, antiguas modas divertidas. Leyendo estos vocablos y recordando sus usos aparecerán de nuevo muchas imágenes que no sospechábamos tan lejanas; y tal vez lamentamos que sus ecos se estén perdiendo. Lo que pretende este libro es que esas palabras no mueran, y que al menos revivan en la memoria de miles de lectores».
Tan atinada reflexión, me hace recordar las palabras del portugués José Saramago: «Temo que con la palabra desaparezca, también, el sentimiento».

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miércoles, septiembre 05, 2012

Nada es sagrado, todo se puede decir

En Moscú, un tribunal «independiente» acaba de condenar a dos años de presidio a las integrantes del grupo Pussy Riot por la comisión de los delitos de vandalismo e incitación al odio religioso, a pesar de que la letra de la canción interpretada por las chicas punk en la catedral de Cristo Salvador está lejos de la herejía y más cerca de la protesta política: «Madre de Dios, virgen, ¡líbranos de Putin!, ¡líbranos de Putin! / (…) El líder de la KGB es la más alta santidad / (…) El patriarca cree en Putin / mejor debería, perro, creer en Dios».
En Londres, la decisión del gobierno del Ecuador de brindar asilo al periodista Julian Assange (el enemigo de mi enemigo es mi amigo) desata la ira de naciones desarrolladas que, más que la restitución del honor de dos suecas acosadas sexualmente, buscan la privación de libertad del hacker que divulgó importantes secretos diplomáticos en el sitio de internet Wikileaks.
Dos noticias a primera vista diferentes presentan para el análisis más de un punto en común. El primero de ellos: el empleo acomodaticio del Derecho (privado y público internacional) para criminalizar las actuaciones de enemigos gubernamentales y consagrar institucionalmente la victimización de los poderosos. El segundo: el deseo común, de quienes ejercen el poder omnímodo, de intimidar a los sectores de oposición nacional y de resistencia global, con el propósito de favorecer una atmósfera de silencio y complicidad que allane el camino a nuevos abusos. El tercero: el empeño sistemático de subordinar el ejercicio de los derechos humanos y civiles a la primacía de supuestos principios fundamentales: el secreto de Estado, la soberanía de los gobiernos, la reputación  de los mandatarios, la intervención militar humanitaria, entre otros espantajos de reciente data. En resumen, un cuadro dramático que pone de relieve la advertencia hecha por el académico Luigi Ferrajoli: «Una democracia puede quebrarse aún sin golpes de Estado en sentido propio, si sus principios son de hecho violados y estas violaciones no suscitan rebelión o, al menos, disenso (…) Los enemigos de la democracia constitucional son también los principales enemigos, disfrazados de amigos, de la democracia política».
¿Cómo reconocemos a los enemigos de la libertad? Muy fácil. Dejándoles vomitar la única tesis que su cerebro simiesco, de sinapsis intermisa (apoptosis), consigue aducir: «Yo no estoy en contra de la libertad sino del libertinaje». Una vez pronunciada la mentecatería, los enemigos de la libertad se hunden en un silencio que pretenden místico, convencidos como están de haber dado con una frase lapidaria, nacida para la posteridad. Luego, ya instalados los tribunales inquisitoriales llamados a asfixiar la libertad de expresión, los cortesanos disfrazados de críticos renuncian de buen talante a su escasa creatividad para hacer suyos los originales aportes teóricos de los autores agrupados en la famosa «Escuela de las matrices mediáticas».
Hace tiempo que los propagandistas de los regímenes totalitarios sumaron una nueva estrategia a su inventario de artimañas: la satanización de los medios de comunicación. Mercenarios pintorescos de la izquierda caviar, como el francés Ignacio Ramonet, se extasían con el análisis de informaciones falsas redactadas por periodistas tendenciosos (que siempre son de derechas), así como también con las operaciones de desmontaje de campañas difamatorias de líderes «progresistas» (que siempre son de la izquierda continuista). Según el curioso criterio de los tales expertos mediáticos la existencia de macas y anomalías en la estructura de los medios de comunicación (concentración de la propiedad accionaria, sujeción de la política informativa a los intereses de los dueños, jerarquización de las noticias según criterios comerciales, ausencia de un contrapeso institucional a la prensa privada) justifica de sobra el acoso y el amordazamiento de cualquier voz que ose cuestionar a una casta de gobernantes y funcionarios públicos que ya parecen los actuales sucesores de los antiguos monarcas por derecho divino.
A menudo estos denodados enemigos del libertinaje y de los excesos de opinión se declaran herederos de una tradición democrática que desconocen en actos y en saberes. Quizás oyeron, en alguna oportunidad, que la primera vez que un cuerpo legislativo consagró el derecho humano a la libertad de expresión fue en el año de 1776, cuando el joven Thomas Jefferson lo incluyó en el artículo 12 de la Declaración de Derechos del Estado de Virginia. Sin embargo, aquello que nunca escucharon, a juzgar por las actitudes sectarias y puritanas de todos ellos, fue que los griegos en el primer ensayo histórico del gobierno del pueblo —la demokratía ateniense perfilada por las reformas de Clístenes en el año 508 AC— concibieron dos principios fundamentales para regir la vida pública (koinón): la isegoría, la igualdad en el derecho de expresión en la asamblea; y la parrhesía, el derecho de una persona a decir todo aquello que desea; dos conceptos que nunca fueron plasmados en leyes o códigos arcaicos. ¿La razón? El reconocido helenista Domenico Musti, en su famoso estudio Demokratía, orígenes de una idea, aventura la siguiente hipótesis: «El Egipto faraónico hizo un gran uso de la escritura, tanto en los archivos reales como en las inscripciones celebratorias, propia de una sociedad de régimen absolutista. Respecto a este estatus social de la escritura, la oralidad de la discusión libre representa un progreso, y no hay que olvidar que la democracia tiene para los griegos un sinónimo inmediato en isegoría o parrhesía. La libertad absoluta de palabra como principio es para un griego la sustancia institucional de la libertad».
Veinticinco siglos después, la libertad de expresión vive tiempos oscuros. Los enemigos del desarrollo humano, del progreso nacido de la oralidad de la discusión libre, pretenden sumir a los pueblos en las brumas del silencio y la censura. De allí que resulte necesario que los hombres y mujeres de espíritu crítico vuelvan sus ojos a las páginas del panfleto Nada es sagrado, todo se puede decir (Melusina, 2011), escrito por Raoul Vaneigem (Lessines, Bélgica, 1934), uno de los filósofos cuyos planteamientos alimentaron las jornadas del famoso mayo francés de 1968.
El autor  parte de la necesidad de actualizar la galería de adversarios de la libertad de expresión. En su criterio, la constitución estadounidense presenta un enfoque analítico muy estrecho al culpar exclusivamente a los gobiernos despóticos de la restricción de ideas y pensamientos. Las amenazas más peligrosas no surgen exclusivamente del ámbito público de una sociedad, sino también de novedosos flancos de la esfera privada. Fenómenos exclusivos del mundo contemporáneo como la comunicación de masas, la publicidad, la propaganda política, las relaciones públicas, el sensacionalismo informativo y la escenificación de la vivencia popular (reality show, talk show), banalizan el conocimiento, afectan la calidad del debate público y terminan por caricaturizar la libre expresión de las ideas.
En palabras de Vaneigem: «La lucha contra la tiranía, de la que se enorgullece la libertad de palabra y de pensamiento, es un engaño si el ciudadano no aprende a identificar y a distinguir, en las noticias con las que a diario se les atiborran los ojos y los oídos, a qué conjuras de intereses responden o, por lo menos, cómo han sido ordenadas, gestionadas, deformadas. No podemos ignorar que, incluso vertidas a granel, nos las sirven embaladas mediáticamente. Hay que desembalarlas (…) La libertad de expresión sin límite no es algo que venga dado sino un aprendizaje, que el deber de obediencia ha fomentado escasamente hasta la fecha. No hay un uso bueno ni un uso malo de la libertad de expresión, sólo existe un uso insuficiente».
Para el estudioso belga la libertad de expresión proviene de dos rasgos eminentemente humanos: la propensión a la curiosidad («la necesidad de querer saberlo todo») y el hábito de intercambiar bienes y servicios. La autonomía individual sólo se consigue cuando la persona tiene el derecho de expresar y de profesar cualquier opinión, cualquier ideología, cualquier religión. Una libertad del decir y del pensar que sólo puede darse en una sociedad donde ninguna idea sea vista como inaceptable, ni siquiera la más aberrante y aborrecible.
«No hay idea, ni declaración ni creencia que tenga que librarse de la crítica, del escarnio, del ridículo, del humor, de la parodia, de la caricatura, de la imitación. “Lo reiteraré de todas las maneras posibles”, escribía ya George Bataille, “el mundo sólo es aceptable a condición de no respetar nada”. Y Scutenaire: “Hay cosas con las que no se bromea. ¡No lo suficiente!”. Lo que sacraliza mata. La execración, surge de la adoración. Sacralizados, el niño es un tirano, la mujer es un objeto, la vida es una atracción desencarnada», nos advierte el filósofo.
Como si intuyese el unánime repudio de los puritanos, Vaneigem aclara que tolerar todas las ideas no implica avalarlas ni mucho menos arrojar un manto de prestigio social tanto a autores como defensores. La tan temida propagación de los pensamientos nocivos casi siempre ocurre como consecuencia de las prohibiciones y medidas de censura que despiertan el interés de la ciudadanía en planteamientos antidemocráticos, racistas, xenófobos, revisionistas o sanguinarios. «Lo que está reprimido suscita la furia de la liberación y la trapacería del resentimiento. Reprimir la estupidez y la ignominia sólo logra hacerlas más insidiosas y aborrecibles. Aplastar la infamia las resucita bajo otra forma, en vez de favorecer la felicidad individual que incluso consigue borrar hasta su recuerdo. No hay peor manera de condenar determinadas ideas que imputarlas como crímenes. Un crimen es un crimen y una opinión no es un crimen, al margen de la influencia que se le impute. Prohibir un discurso aduciendo que puede resultar nocivo o chocante significa despreciar a quienes lo reciben y suponerles no aptos para rechazarlos como aberrante o innoble. Equivale de hecho, según el método del clientelismo político y consumista, a persuadirlos implícitamente de que tienen necesidad de un guía, de un gurú, de un maestro (…) Lo que se ha de condenar no son las palabras sino las vías de hecho (…) Más vale no olvidarlo: una vez instaurada, la censura no conoce límites, pues la purificación ética se nutre de la corrupción que denuncia».
Otro moderno enemigo de la libertad de expresión es el pensamiento políticamente correcto, que busca negar la realidad con la utilización de eufemismos y la manipulación semántica. En este aspecto el filósofo belga es tajante: los términos políticamente correctos forman una lengua sin vida, petrificada, incapaz de romper con las iniquidades de los actuales sistemas de dominación. «El hábito de lo políticamente correcto no tarda en volverse hábito policial (…) La solución pasa por devolver a las palabras su vocación poética, esa característica que les permite influir sobre las circunstancias y sobre el destino de los seres».
El panfleto también se ocupa de las violaciones de la libertad de expresión nacidas del llamado «deber de memoria». En muchas ocasiones la existencia de episodios oscuros en la vida de una colectividad o nación son impuestos a los ciudadanos como una suerte de pecado original que nunca podrán limpiar. La existencia de una tragedia innombrable funda las bases sociales del tabú, pero además proporciona el alegato moral para acometer ataques preventivos, intentos belicistas bienintencionados para que lo inhumano supuestamente no vuelva a pasar. «Ninguna verdad merece que nadie se arrodille delante de ella. Todo ser humano tiene el derecho de criticar y contradecir lo que parezca más indudable o se admita como evidencia científicamente establecida. Las especulaciones más disparatadas, los asertos más delirantes fertilizan a su manera el campo de las verdades futuras e impiden erigir en autoridad absoluta las verdades de una época (…) Una verdad impuesta por la fuerza es una verdad que se corrompe (…) Una verdad impuesta se veta a sí misma la posibilidad de ser humanamente verdad», dice Vaneigem.
Llega la hora de ocuparse de las parcelas del secretismo tanto público como privado (un párrafo especial para los venezolanos: «El secreto médico compete a una relación personal entre el médico y su paciente. Por el contrario, la discreción ya no es de recibo cuando un hombre público la reivindica para ocultar a los ciudadanos que, a sabiendas, los engaña y les miente»). El ensayista no escurre el cuerpo, a pesar de lo vidrioso que pudiese resultar el asunto sometido a su consideración. De entrada sentencia que la inhumanidad no ha de disponer de asilos ni de protección que le permitan perpetuarse impunemente; nada ha de obstaculizar la intrusión de la vida y su voluntad de eliminar lo que la aflige o la contraría: «La intimidad de las personas ha de permanecer impenetrable, excepto en tres casos: cuando oculta actos contrarios a la humanidad, cuando decide exhibirse sin reserva, cuando divulga, bajo forma de imágenes o de testimonios, unos hechos que por su naturaleza hagan tomar conciencia de las intolerables condiciones impuestas a un individuo o a una colectividad».
Puesto a escoger entre la razón humana y la razón de Estado, el filósofo no duda: «No existe para la barbarie ningún derecho de ocultación, de refugio, de protección (…) La autoridad instituida siempre ha necesitado, para reforzar su tutela, tratar a los hombres como ciegos, incapaces de guiarse por sí mismos, hasta tal punto que, acostumbrados a acudir con los ojos cerrados a donde les han dicho que vayan, temen la luz y exigen, a costa suya, más noche y más niebla, por donde poder vagar sublevándose contra la dureza de los tiempos. El oscurantismo siempre ha sido el modo de iluminación del poder (…) Ningún secreto puede limitar la libertad de expresión en lo tocante al interés público. No existe la violación de un secreto de Estado, sólo el secreto de Estado viola el derecho imprescriptible del ciudadano a no ignorar nada de lo que le concierne y le implica. La gestión de los asuntos públicos no tiene que oponer secretos a los administrados puesto que éstos han de ser sus únicos beneficiarios (…) Corresponde a la libertad de expresión poner de manifiesto las cuentas secretas, denunciar las cajas negras, investigar los haberes bancarios, publicar las declaraciones de impuestos y las rentas de los empresarios, de los políticos y de quienquiera que ejerza un poder o pretenda gestionar el bien público. No queremos más secretos que los secretos del corazón (…) No queremos una república de jueces ni de delatores, queremos una sociedad en la que ningún acto contrario a la humanidad pueda llegar a perpetrarse. La voluntad de transparencia revoca el espíritu de delación. La mejor manera de desalentar a los sicofantes consiste en ponerlo todo en conocimiento de los ciudadanos».
Vaneigem destaca la importancia de la jurisprudencia sentada por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos; institución que prefiere tolerar una calumnia antes que frenar la libertad de expresión, y opta por proteger, según lo dispuesto en la primera enmienda constitucional, el derecho a publicar cualquier información que resulte relevante para la opinión pública, aunque luego se revele como falsa. Igualmente, comparte el criterio preconizado por la American Civil Liberties Union según el cual la sociedad, en su conjunto, debe proteger la transmisión de ideas y opiniones relacionadas con temas de interés público, a pesar de que algunas de ellas atenten contra la reputación y los sentimientos de las personas famosas. «Ya es hora de abrogar el viejo delito de lesa majestad. Ninguna consideración ha de otorgarse a un título, a una función, a un poder que, porque establece una segregación entre el ciudadano y una criatura provista de una distinción honorífica cualquiera, asimila de oficio a un delito el derecho de abrumar, de vituperar, de mancillar a los jefes de Estado, a los reyes, a los papas y a tutti quanti».
El autor concluye su panfleto libertario con una impagable reflexión: «Autorizad todas las opiniones, ya sabremos reconocer las nuestras,  y aprenderemos a anular la fuerza de atracción de sus efectos nocivos, a impedir que la corrupción del lucro y del poder continúen gangrenando las mentalidades, y las combatiremos mediante la única crítica que las puede erradicar: pensando por nuestra cuenta, dejando de ponernos en estado de dependencia, descubriendo al albur de nuestros deseos qué existencia queremos llevar, creando situaciones que imposibiliten el imperio de la inhumanidad».

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