miércoles, junio 22, 2011

Los discapacitados estéticos

Una molestia recorre mi ser cada vez que me preguntan por qué me dicen Vampiro. Es la incomodidad de responder un hecho que salta a la vista: me llaman Vampiro por mi increíble parecido con el protagonista de la saga Crepúsculo, el actor inglés Robert Pattinson. ¿Cuál otro podría ser el origen de mi transilvánico remoquete?
Bueno, está bien, amables lectores, lo admito: soy «algodón federico», como diría un purista de la lengua. Pero no es culpa mía. La vida me hizo así. Lo cierto es que no desconozco que el único lugar del mundo donde una mujer que está hiperbuena saluda a un feo es en una cola, siempre que el amorfo en cuestión esté de primero en la hilera de individuos, tan próximo a ser atendido que el vidrio de la taquilla se empañe con su aliento. Porque una cosa debe ser dicha: feo y mal ubicado es demasiado abuso por parte de una persona.
Pero tampoco seamos fatalistas. En Venezuela, providencial tierra de oportunidades, existe otra posibilidad de que un sujeto contrahecho intercambie algunos minutos de su vida con una mujer atractiva. Aunque para ello, huelga precisarlo, es obligatorio que el feo sea un diligente experto en la preparación de carpetas Cadivi para viajes al extranjero. En este caso específico, incluso puede darse la venturosa circunstancia de que se retoce en el lecho de la dama, dado que, como es sabido, en la vida no existe chasco o infortunio que no se disipe ante la contemplación del río Sena.
Llegados a este punto es preciso dejar la demagogia: si el feo se asemeja a un oso, éste mamífero no puede ser otro que el atribulado oso frontino, porque si con algo coquetea un feo es con la extinción de su pesada carga genética; una herencia biológica deficitaria sembrada en sus cromosomas, como tóxico alijo de droga, por unos padres malevos.
La fealdad es un tren bala del que los pasajeros no pueden bajarse. Un mecanismo luciferino que jamás detiene su avance (en este sentido, representa las antípodas de una obra pública contratada por el gobierno bolivariano). La única esperanza del feo es una operación estética, apuesta «mentepollística» que en muchos casos entraña un grado de complejidad tal, que es posible que un día cualquiera la clave del seguro sea facilitada por las propias directivas del Banco Interamericano de Desarrollo o el Fondo Monetario Internacional.
Lo curioso es que en un país como Venezuela, siliconizado de extremo a extremo, nadie reconozca de buena gana el haberse hecho una cirugía plástica. De suerte que la chica de turgentes pechos encuentra en un nódulo la causa de su intervención quirúrgica; la mujer de nariz respingada atribuye a una insoportable sinusitis el paso forzado por el quirófano; mientras que la diosa de porte caribeño achaca a la curación de un absceso pélvico la prominencia de sus glúteos. Esta última excusa nos pudiese servir para determinar las misteriosas cosas que estaría haciendo cierto viajero por territorio habanero.
El feo es un ciudadano fallido, porque carece del derecho a cultivar una personalidad. El adverbio negativo «no» es una palabra desterrada del vocabulario del feo. El castigo que arrastra lo lleva a inmolarse diariamente en la vana tarea de captar la atención de una beldad. Por eso, aunque no sepa nadar, irá a la playa; aunque odie el alpinismo, subirá el Kilimanjaro; aunque deteste a Daddy Yankee, se afanará por perpetrar un perreo. Y, de repente, esta acción desesperada tal vez termine por ser el último y mejor recurso para salir de abajo: el meterse a reguetonero. «Mi niña bonita / brillante lucero / se queda pequeña / la frase te quiero / por eso mis labios / te dicen te amo / cuando estamos juntos / más nos enamoramos».
Pero mientras esperamos el videoclip de su primer sencillo promocional es imperativo, como sociedad, que iniciemos la reivindicación del feo. Porque en un país donde los negros ya no son negros sino afrodescendientes, donde los damnificados ya no son damnificados sino dignificados, donde las devaluaciones ya no son devaluaciones sino correcciones monetarias, donde los racionamientos eléctricos ya no son racionamientos eléctricos sino dietas eléctricas (¿cuántos kilovatios ocultarán un cuarto de libra y una ración de papas fritas? ¿Cuántos amperios, un mondongo light?), resulta una intolerable injusticia que a un feo se le siga llamando feo. ¿Acaso es el más güevón? Por eso, propongo desde la humildad de esta atalaya virtual el reconocimiento de una nueva categoría sociológica: los discapacitados estéticos, unos seres especiales (tanto o más que los simpáticos niñitos andinos) que todas las chicas bellas debiesen aprender a respetar.

Etiquetas: , ,

lunes, junio 20, 2011

La enfermedad

El bochornoso hecho de que el presidente venezolano gobierne y apruebe leyes desde La Habana viene a confirmar la curiosa frase propagandística que nos alerta que, doscientos años después, la lucha por nuestra independencia continúa.
Seguramente abundará quien piense que, desde el punto de vista jurídico, no existe problema alguno, porque la soberana e independiente Asamblea Nacional autorizó la permanencia indefinida del jefe del Estado en Cuba, y ratificó, de paso, el carácter constitucional de los actos de gobierno consumados por Chávez en el exterior, a pesar del detalle, si se quiere anecdótico, de que el texto promulgado —el de la Ley Especial de Endeudamiento Complementario para el Ejercicio Fiscal 2001— no viene acompañado de las firmas de los miembros del gabinete ministerial, tal como lo exige la tan venerada Carta Magna.
No puede uno dejar de preguntarse cómo reaccionarían los parlamentarios chavistas si quien debiera gobernar a Venezuela desde el extranjero —por ejemplo, desde la ciudad de Washington— fuese un presidente o presidenta de signo político opositor. Entonces quizás abandonarían su relajada hermenéutica constitucional para plantear las implicaciones geopolíticas y militares de la ausencia indefinida del primer mandatario, e incluso alertarían acerca del peligroso carácter extraterritorial de las decisiones gubernamentales. Se trataría, qué duda cabe, de una nueva reedición de la jurisprudencia bolivariana de criterio sui generis: el golpe de Estado es bueno cuando lo da Chávez, pero criminal y violatorio de los derechos humanos cuando lo ejecuta otro factor de la política nacional.
Mucho lamentamos que el absceso pélvico, curado ya por milagrosos médicos antillanos, haya hecho metástasis en el tejido institucional venezolano. La muerte de treinta reclusos del recinto penitenciario El Rodeo, la oscurana de fin semana que afectó la vida productiva de los zulianos y las denuncias acerca de 178 ejecuciones policiales y secuestros en Barinas, nos hablan de un país asolado por la indolencia y la corrupción, de una nación enferma y sin dolientes…
Suerte muy contraria a la del revolucionario convaleciente en La Habana. Allí la salud de Chávez es cuidada con esmero, dado que es el hombre que pone a disposición de Cuba cien mil barriles de petróleo diarios para que los hermanos Castro puedan revenderlos en el exterior y quedarse, para decirlo con un arcaico malandrismo caraqueño, con algo de fuerza. Pero Chávez es también la figura providencial que promueve la firma de un convenio binacional que sienta las bases de una peculiar «relación comercial» por 1.300 millones de dólares.
En tres palabras: un amigo poderoso, como bien lo define la bloguera Yoani Sánchez en un artículo publicado en el diario madrileño El País: «Una vez instalado el teniente coronel en el palacio de Miraflores y con el sustento material que comenzó a enviar hacia esta isla, el gobernante Fidel Castro encontró un modo más centralizado y menos peligroso de aliviar las arcas nacionales (…) Chávez no sólo pasó a ser el más fuerte aliado político en la región, sino que apoyados en sus petrodólares los dirigentes cubanos dieron otra vuelta de tuerca al rigor ideológico. Los vimos renacer de sus cenizas, literalmente, volver a la carga con convocatorias multitudinarias en todas las provincias y con costoso actos de reafirmación revolucionaria».
Nada distinto a lo vivido en la tierra de Bolívar, donde, en el año 2010, según la memoria y cuenta del Ministerio de Comunicación e Información (Minci), los venezolanos tuvieron que calarse, en vivo y directo, un promedio de tres apariciones diarias del caudillo iluminado en la red de medios del Estado. Un afán propagandístico, un malsano endiosamiento de la personalidad del líder, que costó la bicoca de 35 millones 223 mil 274 bolívares (no son millardos de bolívares gracias a la pícara y caribeña corrección monetaria de tres ceros aplicada por el Banco Central de Venezuela); cifra que debe sumarse a los 27 millones 143 mil 200 bolívares gastados por concepto de «socialización comunicacional de la gestión presidencial». Adicionalmente, el Ministerio para las Comunas y Protección Social menciona en su informe anual 2010 una erogación de 8 millones 227 mil 232 bolívares para financiar la formación socialista (adoctrinamiento) en el marco del programa «Escuelas del Poder Popular», con la participación estratégica de profesores cubanos.
El pasado 5 de junio, en medio del boato revolucionario, Chávez y una comitiva de 150 acompañantes emprendieron una gira de ocho días por tres países aliados (Brasil, Ecuador y Cuba). Según cifras reveladas por el diputado Carlos Berrizbeitia, este viaje de «negocios» le costó al Estado venezolano 1.400.00 dólares. El 8 de junio, en medio de la visita número 57 a La Habana, el presidente fue operado de emergencia de un absceso pélvico (semanas atrás el primer mandatario debió suspender una gira diplomática por problemas en una de las rodillas). El canciller Nicolás Maduro se limitó a informar que Hugo Chávez había presentado «una dolencia de salud» y, que luego «de exámenes diagnósticos», había sido «sometido de manera inmediata a un procedimiento quirúrgico correctivo».
Luego de este primer anuncio, la enfermedad y la convalecencia de Chávez han transcurrido en absoluto misterio. El vicepresidente Elías Jaua sólo ha considerado conveniente reafirmar ante la opinión pública su absoluta fidelidad, no al sistema democrático venezolano (con esas fastidiosas leyes e instituciones que siempre pueden burlarse), sino al líder máximo (cuya presencia física encarna y determina la revolución bolivariana). Un razonamiento que viene a corroborar el hecho de que en Venezuela hace años que pereció la democracia, porque, en estos casi trece años de oscuridad y autoritarismo fascista, el país ha retomado la antigua noción del gobernante como personaje escindido: hombre y semidiós; cuerpo e institución; esa ficción medieval de los dos cuerpos del rey, estudiada a fondo por el erudito Ernst Kantorowicz (existe una versión española del libro, publicada por Alianza).
En el ensayo La imagen del cuerpo y el totalitarismo, publicado en la revista mexicana Letras Libres, el filósofo francés Claude Lefort reflexiona: «Lo que más me importa es poner en evidencia, someter a la interrogación de ustedes la imagen del cuerpo político en el totalitarismo. Esta imagen que, por una parte, exige la exclusión del otro maléfico (el extraño, el enemigo, el traidor) y simultáneamente, se descompone en la de un todo y en la de una parte que va en lugar del todo, de una parte que reintroduce paradójicamente la figura del otro, del otro omnisciente, todopoderoso, benéfico: el militante, el dirigente, el Ególatra. Este otro, ofrece él mismo, su cuerpo individual, mortal, ataviado con todas las virtudes, cuando se llama Stalin o Mao o Fidel. Se trata de un cuerpo mortal que es percibido como invulnerable, que condensa en él todas las fuerzas, todos los talentos, desafía las leyes de la naturaleza por su energía de supermacho (…) La mejor manera que tenemos de reconocer la revolución democrática moderna es una mutación: nada de poder ligado al cuerpo. El poder aparece como un lugar vacío y aquellos que lo ejercen como simples mortales que no lo ocupan sino temporalmente».
Pero alguien tiene muy claro la necesidad de desacralizar el cuerpo de Hugo Chávez Frías: su amigo personal Raúl Castro. Para entender el fenómeno volvemos a la prosa de Yoani Sánchez: «Muchos analistas coinciden en que la nueva apertura al trabajo por cuenta propia en Cuba está dada en parte por la convicción de Raúl Castro de que Chávez no permanecerá mucho tiempo más en el poder. Pero mientras esté sentado en la silla presidencial le colgará —como peso casi muerto— una nación de once millones de habitantes y una sola ideología permitida (…) El riesgo de despertar un día y comprobar que Chávez no está, como una vez le ocurrió al Muro de Berlín, flota como una sombra sobre esta nueva dependencia. Pero el temor inmediato parte de algo que ya vivimos, un déjà vu que por estos días nos alarma. Mientras el socio poderoso y externo nos sostenga, cuán poco podrán desarrollarse nuestras frágiles piernas de nación, cuánto más se retrasará la necesaria independencia».
Vivimos tiempos oscuros...

Etiquetas: , ,

jueves, junio 02, 2011

Fascinación del wokitoki

Pocos objetos ejercen una fascinación tan misteriosa sobre la raza humana como el wokitoki. Ninguna psique puede jactarse de salir inmune a su influjo. Basta apenas unos segundos de interacción con la frecuencia radial para que hombres y mujeres experimenten cambios asombrosos en su comportamiento. La mirada directa se vuelve torva y escrutadora; mientras que el discurso empobrece su calidad hasta bascular en lacónicas respuestas del tipo positivo-el-procedimiento o negativo-el-procedimiento.
Creo que tal cosa es posible por las implicaciones simbólicas del aparatejo, que forma parte de la utilería y la puesta en escena de la dominación. El wokitoki es un fetiche del poder, un medio sagrado que permite oír la voz atronadora del jefe absoluto, aquel llamado a dictaminar la suerte final de los mortales. Es también la resonancia tecnológica del placer sexual de administrar la entrada o salida de intrusos en cotos cerrados. El poder se presenta pleno de erotismo…
Visto bien, las personas con wokitoki asemejan a un médium, porque una vez giradas las manillas del volumen o pulsados los botones del encendido reciben la visita de molestos espíritus: el portero zafio y malencarado («¡Por aquí no puedes pasar, mi panita!»), el encargado de logística («¿Ya llegaron las personas del catering?. Cambio»), el guardaespaldas («Ya te dije que el gerente no va a salir por esta puerta») o el funcionario de Defensa Civil («Positivo. Estamos Q.A.P.»). Nunca sabremos con cuál de ellos nos iremos a topar…
Llegados a este punto, enunciamos un principio: wokitoki que no se escucha es un juguete. De allí que el portador del equipo tenga la obligación de subir al máximo los decibeles, de sepultar entre vatios a sus víctimas. Y aunque los baladros del poder sean escuchados por doquier, la dinámica de la imposición exige mandar a callar a una masa que siempre necesita ser instruida en materia de respeto: «Shhhh. Silencio carajo, que no se escuchan las instrucciones», «Shhhh. Si no se callan, mando a desalojar la zona». Ya lo dijo Maquiavelo, es mucho mejor ser temido que amado.
Acaso el episodio más desafortunado que pueda sufrir la persona pegada al wokitoki es olvidar el conjunto de claves especiales. Confundir un 48 con un 69 más que un acontecimiento estrictamente numérico («¡Han cantando bingo!») implica el derrumbe de la escenografía del poder. Y cuando se pierde la solemnidad, sólo cabe regañar al compañero tarado incapaz de memorizar una secuencia de códigos.
Es menester que el usuario del radio portátil oculte su identidad detrás de un seudónimo; una denominación que deje entrever, al gran público, algún rasgo de fiereza o audacia, como por ejemplo «águila uno» o «tiburón uno». Negarse a prescindir del nombre propio siempre es mal visto en el ámbito de las comunicaciones cifradas, donde los participantes sueñan con emular las historias de espionaje e inteligencia militar vistas en el cine o leídas en la literatura. En este sentido, el mensaje es muy claro: una radio portátil no es un teléfono…
Algunos bromistas señalan que los esquizofrénicos tienen el wokitoki en la mente, así como otras personas tienen el rancho o el concepto de juventud. Sin embargo, tan cruel humorada puede revertirse sin desmedro de su gracia: los wokitokeros son esquizofrénicos que a través de una frecuencia radial interactúan con sus voces.
Otra variedad de enfermos son los agentes de seguridad, homínidos uniformados que, de un modo bastante sabrosón, convierten los wokitokis a su resguardo en una plataforma tecnológica ideal para la joda y el cotilleo. Una apropiación colectiva de la frecuencia radial orquestada para compartir datos de loterías, resultados de eventos deportivos o el seguimiento estratégico de los mujerones que se desplazan subversivamente, con un sensual movimiento de caderas, por los espacios confiados en mala hora a estos supuestos expertos en vigilancia. Razón pues tenía Abraham Lincoln cuando sentenció: «Si queréis probar el carácter de un hombre, dadle poder». Cualquier tipo de poder...
Cambio y fuera.

Etiquetas: , ,