lunes, diciembre 27, 2010

Faltan cinco pa’las doce

En el fondo, la culpa de todo la tiene la canción, porque es su estribillo el que nos ordena que cuando falten cinco minutos para las doce abandonemos la fiesta y no paremos de correr hasta llegar a esa casa donde una linda viejecita nos espera en las noches de una eterna navidad. Queda pues descartada la tesis de la mamitis aguda.
Recibir el nuevo año con la madre es un mandato social, cultural y genético cuyo cumplimiento no comporta mayores inconvenientes en los felices tiempos de la soltería, cuando todos nosotros gozamos de cierta libertad de acción y movimiento, cuando no tenemos que negociar con otra persona los destinos del itinerario festivo o la duración de las visitas. Nadie nos emplaza a decidirnos entre dos amores.
Durante el noviazgo existe una especie de acuerdo diplomático entre las mujeres que habitan en nuestro corazón. A la medianoche del 31 de diciembre cada quien está en la casa de su mamá y se mantiene en contacto a través del teléfono móvil. En este sentido, la momentánea separación de los amantes no da lugar a segundas interpretaciones. ¿Quién puede sentir celos de una tradición, de una ceremonia? Pero este artificial clima de entendimiento queda disipado con la llegada del matrimonio; un hito civil y religioso que trastoca la dinámica de las relaciones femeninas, al introducir dos términos de poderosas implicaciones psicológicas: suegra y nuera, las eternas rivales (olvídense ustedes de Caracas y Magallanes).
Todos sabemos que hay quien se toma muy en serio la parte del juramento nupcial que señala: «Hasta que la muerte los separe». Nos referimos, por supuesto, a esa mujer que aspira a que su pareja esté siempre a su lado en las ocasiones especiales, que, según su ella, son todas. La gran sensibilidad de esta dama no le permite entender como dos seres que se prometieron amor eterno luego anden separados por allí, realengos, aunque sea por escasos momentos. Aprovecha entonces la situación para criticar a su pareja por el enfermizo apego al hogar materno («mi suegra te mal acostumbró») y le pide, en términos perentorios, que sea coherente con su actual estado civil y acabe de aceptar el carácter prioritario de su nuevo núcleo familiar. En pocas palabras: «¡Que madures chico!». El mensaje, debido a su contundencia, no tarda en surtir efecto.
Sin embargo, tan pronto el hombre se hace a la idea de recibir el año con su esposa, solos los dos, en la calidez del nuevo hogar (expectante frente a la posibilidad de un desenlace erótico o al menos apasionado), es finalmente notificado de su verdadero destino: la casa de la suegra. «Pero tranquilo papi que tú sabes que eres como un hijo para mi mamá. Eres su consentido. Te apartó dos hallacas y un pedazote de torta negra. Y en cuanto a mi suegra bella, tranquilo. Podemos visitarla el dos de enero o la semana entrante o en carnaval. Total, la idea es no acosarla. Debemos respetar su espacio. Y anda pues cielito, que debemos pasar a retirar el pernil».
Minutos después de oído el monólogo, el desconcertado marido se encuentra rodeado de una multitud de familiares políticos (suegros, cuñados, primos políticos, vecinos y hasta antiguos enamorados de su mujer), escuchando todos aquellos cuentos y chistes malos de los que debió reírse, por obligación, durante el noviazgo, urgido como estaba del visto bueno de esa gente. El pobre hombre se siente como damnificado en refugio, a la espera de que se normalice su situación y alguna de las tantas autoridades (in)competentes se anime a trasladarlo nuevamente a la casa. Pero apenas son las nueve de la noche y todo se complica. Los familiares políticos, preocupados por la silenciosa actitud «del sujeto», se empecinan en integrarlo al grupo y hacerle partícipe de la diversión, de modo que termina cantando gaitas («Sin rencor ahora te digo que lo nuestro ha terminado»), montando patines, haciendo hallacas, encendiendo triquitraquis, jugando dominó.
Y entonces, con la cochina ahorcada y perdiendo por «zapato», el pobre hombre advierte con dolor filial que faltan cinco minutos pa’las doce y no puede salir corriendo a abrazar a su mamá...
¡Feliz 2011 para todos ustedes, amables lectores!

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miércoles, diciembre 22, 2010

El arte de regalar

La simulación humana tiene sus límites. Actores como somos del gran teatro del mundo, podemos reproducir artificialmente la intensidad de un orgasmo (según confiesa a sus amistades el hombre abatido por el abandono de su amante), pero carecemos de capacidad histriónica para ocultar nuestro desagrado por un regalo fallido, por otra promesa de felicidad incumplida.
La expresión facial de la persona al romper el envoltorio del obsequio constituye, sin lugar a dudas, la prueba de fuego para conocer la receptividad y pertinencia de nuestros llamados «detallitos». El arte de regalar es complicado porque supone adentrarse en el universo de manías, gustos y obsesiones de un individuo cuya psique apenas intuimos. Aquellos que subestimen esta circunstancia nunca serán recordados con alegría por nadie y sus gestos de amistad y buena voluntad irán a parar invariablemente al trastero, en espera del próximo operativo de donaciones para damnificados y centros de acopio.
Diciembre es la época del año donde el obsequiar deja de ser una manifestación de cariño para convertirse en un deber insoslayable. A los regalos para parientes y amigos se suman los detallitos relacionados con los intercambios surgidos de manera «espontánea» entre los compañeros de trabajo o de estudio, las atenciones pensadas para agasajar a los familiares políticos (con cuyo apoyo siempre es necesario contar) y las pepitas de oro que, en el marco de la celebración del tradicional amigo secreto, habremos de cambiar luego por espejitos. En el último mes del año se dispara además la tasa de matrimonios (la llegada de las utilidades parece poner a la gente lujuriosa), por lo que es frecuente que nuestro nombre sea incluido en faraónicas listas de bodas (hemos sabido de la formación de más de una cooperativa de invitados para adquirir, en cómodas cuotas, una cucharita del juego de cubiertos de plata). Finalmente, también incluimos esa variante del regalo decembrino que, envuelto en débiles esperanzas de riqueza, le brindamos a los organizadores de iniciativas de envite y azar, cuyos premios, la verdad sea dicha, rara vez son ganados por alguien.
Son muchos los factores que condicionan el acto de regalar. El peor de todos: la falta de dinero. Se siente uno peor que un gobernador de la oposición, porque ni siquiera se tiene el consuelo de las burusas del situado constitucional. En estos casos, se impone una fervorosa peregrinación a los templos del baratillo, a saber, los buhoneros y los mayoristas chinos. Pero no todos los individuos son cazaofertas. Abunda quien, con la excusa de la crisis económica y el aumento en los precios de los ingredientes de la hallaca y el pan de jamón, se pone creativo y procede a repartir, a cada una de sus víctimas, obsequios de fabricación dizque artesanal. Estas piezas, generalmente calificadas por su autor como únicas e irrepetibles, resultan de apariencia tan contrahecha que merecen inscribirse, ex aequo, en los rubros de lo friki y lo naif. De hecho, con sus acabados irregulares nos hacen recordar los trabajos de manualidades elaborados en las escuelas a propósito del día de las madres.
Con el desarrollo de la telemática y el uso masificado de las redes sociales, aparece una nueva variante de la personalidad dadivosa: el manirroto virtual. Este sujeto se caracteriza por colmar de regalos intangibles (un toque, un beso, un abrazo, una torta, una cerveza, una serenata, un virus troyano) a cada uno de sus sesenta millones de amigos en el Facebook. El único límite que conoce este San Nicolás 2.0 es el monto de la tarjeta de conexión prepagada a internet. Sin embargo, peor que este espécimen es aquel sujeto que pretende «matar» cinco o seis fechas festivas (cumpleaños, onomástico, graduación, Niño Jesús, fin de año y Reyes Magos) con un único y acumulativo regalo…
El acto de regalar puede transformarse en fuente de estrés cuando nos proponemos obsequiar objetos o artículos que ponen de manifiesto un estilo de vida, porque entramos de lleno en el terreno de las aspiraciones. Si, en vez de reparar en el conjunto de elaboraciones psicológicas que caracterizan a todo ego, nos concentramos exclusivamente en los rasgos físicos que apreciamos en las personas corremos el riesgo de equivocarnos en la compra de ropa, perfumes, calzados y accesorios. El austríaco Thomas Bernhard, en su novela Maestros Antiguos, pone en labios de su protagonista la siguiente reflexión: «Hacer regalos es una de las mayores insensateces. Hacer regalos es una costumbre horrible, practicada naturalmente por mala conciencia y también, muy a menudo, por el habitual miedo a la soledad. Lo regalado no se aprecia, hubiera debido ser siempre más y siempre más aún y en definitiva no engendra más que odio. No he hecho nunca regalos en mi vida y siempre he temido que me hicieran regalos».
Hay hombres y mujeres que, como el personaje de Bernhard, se sienten incómodos con los obsequios. Algunas de las razones están ligadas a la presencia de un espíritu resentido, de una autoestima tambaleante: «Nunca aceptaste dinero de mí, ni regalos, ni permitiste que nuestra amistad se transformara en una auténtica hermandad, y si yo no hubiese sido tan joven en aquella época, me podría haber dado cuenta de que era una señal sospechosa y peligrosa. Quien no acepta los detalles, probablemente es que lo quiere todo, absolutamente todo», le increpa el general Henrik a su antiguo amigo el desertor Konrad, en la novela El último encuentro. Aunque también existe el pelabola que observa con preocupación la abundancia de regalos, porque siente que cada obsequio da pie a una suerte de obligación, desprendida de un tácito pacto de correspondencia.
De todo el anecdotario de ilustres regaladores, me quedo con el testimonio de Enrique Vila-Matas en su adictivo Dietario Voluble: «A veces tener que regalar algo nos pone al borde del abismo, nos complica la vida hasta límites que jamás habíamos sospechado. Es peligroso regalar. El gesto es desde luego una manifestación extrema de un elegante arte, pero no conviene que olvidemos que tiene su lado salvaje. Como todos perfectamente sabemos, no podemos regalar nada que nos guste mucho, pues si casualmente llegamos a encontrar algo maravilloso, el impulso natural nos conduce a quedárnoslo, nos lo apropiamos, no llega nunca a la persona que pensábamos obsequiar. En mi caso, lo más peligroso de regalar siempre han sido los libros (…) Es complicado regalar un libro porque muchas personas se fijan sólo en el título de la novelas que les ofreces y creen que contienen un mensaje velado para ellos, y algunos acaban incluso sintiéndose aludidos. El día, por ejemplo, en que regalé En busca del tiempo perdido a un amigo que creyó que trataba de indicarle que había hecho siempre el imbécil, que toda su vida había estado perdiendo el tiempo. El día en que regalé El arte de callar, del abate Dinouart, a alguien tan susceptible que creyó que trataba de indicarle que fuera menos charlatán, que hablara menos, sobre todo en mi presencia. El día en que regalé El laberinto de la soledad y el amigo tímido que lo recibió y que llevaba años sufriendo en silencio su condición de solitario casi rompió a llorar porque había creído leer El laberinto de tu soledad. Me acuerdo del día en que regalé Rumbo a peor de Samuel Beckett a una amiga deprimida. Y también el más que inolvidable día en que por equivocación regalé una novela al autor de la misma, que precisamente acaba de mandármela a mi domicilio y entendió, con razón, que me burlaba de él y de su libro. Es peligrosísimo regalar libros…».
Que la vida les obsequie, apreciados lectores, una Feliz Navidad.

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viernes, diciembre 17, 2010

Ya no esperamos a los bárbaros

«Ya no esperamos a los bárbaros». La contundencia de esta frase, conseguida al azar en el cuaderno de aforismos del poeta Rafael Cadenas, ya no resulta inquietante. Más que la intuición de lo nefasto, estas palabras vienen a ser la confirmación del ánimo zafio y belicoso que eclipsa el espíritu de nuestro tiempo.
Más que convivir, los venezolanos no cesan de rivalizar en un entramado de ambientes cargados de hostilidad. Las plazas, calles y avenidas, pretéritos lugares de encuentro ciudadano, asemejan hoy cuadriláteros de asfalto donde, para insultar y golpear, no hace falta que nadie vaya en calzoncillos. Triste combate que no consigue un réferi que lo detenga o, al menos, conceda la fugaz pausa de un conteo de protección. Marchamos groguis de pelea en pelea, en busca de una corona que no alcanzamos a mirar.
Los seres más aptos y «agresivos», ataviados con los ropajes científicos de un darwinismo new age, satanizan de cutio a la cortesía. Sostienen que en el competitivo mundo del sálvese-quien-pueda la urbanidad jamás logrará ser una virtud, debido, entre otras causas, a que los buenos modales son una rémora, una tara culturalmente transmitida, que limita al sujeto en la lucha por trascender en el proceso evolutivo, al interrumpir o condicionar su accionar en sociedad. Un ideario pragmático que puede resumirse en la expresión «mejor pedir perdón que pedir permiso» (aunque no faltará quien le guste la consigna «mejor amenazar, golpear e insultar que pedir perdón»).
Es una tarea ímproba precisar la cronología del fin de la urbanidad. Sin embargo, pienso que alguna relación debe existir con el proceso de depreciación semántica experimentado por el término cortesía, el cual se concretó a través de dos recursos lingüísticos: la sinonimia y la antonimia. El mecanismo de comparación allanó el camino a los manipuladores del idioma (y por ende también de las conciencias) para seleccionar un listado de palabras a las cuales yuxtaponer o contraponer el término cortesía. De suerte, que la cortesía se emparentó con una familia de palabras de carga semántica despectiva: doblez, timidez, cobardía, hipocresía, diplomacia (cosa mal vista en tiempos de Wikileaks) y prosopopeya. Pero lo contrario también se hizo. De este modo, la cortesía pasó a considerarse la negación de virtudes cardinales como la sinceridad, la audacia, la valentía, la humildad y la campechanía.
Más tarde llegó la ideología. La urbanidad fue despachada como una secreción de la estructura de dominación de las clases poderosas, un dispositivo educativo concebido para la perpetuación de las prácticas culturales de un sistema político y económico injusto. La batalla por una sociedad sin clases debía, para su éxito, extenderse al plano simbólico, dado que en una sociedad de iguales los tratamientos honoríficos o de consideración no resultan justificables. No puede haber camaradas allí donde los proletarios deben pedir permiso. ¿Permiso para qué? ¿Para ser iguales? ¿Para estar en el mismo sitio o disfrutar de la misma comida? ¡Por favor! El hombre nuevo es precisamente nuevo porque sus pensamientos y acciones no emanan de las páginas del Manual de Carreño.
Lo cierto es que no había mucho que preservar para cuando los psicólogos y las huestes de lo «políticamente correcto» nos impusieron el mandato de la proximidad y la cercanía. Ya nunca padres: amigos. Ya nunca esposos: cómplices. Ya nunca jefes: compañeros de equipo. Ya nunca maestros: facilitadores. Ya nunca estadistas: soldados. De las jornadas de contenta barbarie participaron también aquellos que pasaban de largo sin agradecer a quienes les franqueaban el paso o les sostenían la puerta, aquellos que prescindían del saludo al entrar en algún sitio, aquellos que no respetaban el orden de llegada en las tiendas y establecimientos, aquellos que requerían de manera arbitraria la ayuda ajena.
A esta ominosa estirpe de reacios a los buenos modales debemos sumar la recua de sujetos que tienen por grave ofensa cualquier gesto de gentileza. Hablamos de la mujer que no acepta que se le ceda un asiento, porque ella dizque no es una vieja y además se baja en la próxima parada; del empleado que rechaza el agradecimiento de los clientes porque sólo realiza su trabajo y además «gracias hacen los monos»; de la persona recién conocida que se empeña en ser tuteada y tratada como amiga de alma. Recuerdo que el checo Milan Kundera, en su novela La Broma, pone en labios de uno de los protagonistas una aguda reflexión sobre las diferencias del tuteo amistoso y el tuteo forzado: «Reconozco que tengo aversión por el tuteo; originalmente debe ser expresión de una proximidad íntima pero si las personas que se tutean no se sienten próximas, adquiere de inmediato el significado opuesto, es expresión de grosería, de modo que un mundo en el que toda la gente se tutea no es el mundo de la amistad generalizada sino el mundo de la falta de respeto generalizada».
Si la crisis económica nos empobrece, la desaparición de la cortesía nos bestializa. Los gritos y vociferaciones, las higas y «palomas pintadas», son los emoticones de nuestro diálogo interrumpido, de nuestra no conversación («Si no somos capaces de vivir enteramente como personas, hagamos lo posible para no vivir enteramente como animales», pedía la mujer del médico en uno de los pabellones de Ensayo sobre la ceguera). El antiguo caballero medieval, con sus pesadas armaduras y su estricto código de comportamiento, símbolo de una cultura centrada en la nobleza de los ideales, encuentra hoy su contrafigura histórica en el motorizado, el último jinete de las tribus vandálicas. El motorizado no observa las pautas cívicas de comportamiento e incumple olímpicamente las reglamentaciones de tránsito. Su espíritu cimarrón sólo obedece a un principio: el no frenar. Por eso se «come» las luces rojas del semáforo, patea las puertas de los carros que obstruyen su paso, se monta en la acera e interrumpe la marcha de los viandantes y se pone de acuerdo con otros colegas para linchar a los pobres mortales que osen poner en entredicho la soberanía de sus anárquicos dominios. Los motorizados tocan sus bocinas con la misma esperanza con la que el Chapulín Colorado —el verdadero superhéroe latinoamericano— toca su chicharra: paralizar ipso facto a sus muchos adversarios.
Sin embargo, el motorizado no está solo en el fomento del desmadre. Lo acompañan, como fieles escuderos, los patanes situados detrás del volante (autobuseros, taxistas y particulares). Para todos ellos, la trompa del carro equivale a una suerte de cachiporra, ideal para amedrentar al conductor del canal vecino; mientras que la luz de cruce implica una invitación a acelerar. Llegados a este punto considero apropiado llamar la atención acerca de otra tragedia nacional: la imposibilidad de gozar de los beneficios de la alternancia en los espacios públicos (por ejemplo, la presidencia de la República); una carencia cultural que explica la imposibilidad de muchos conductores para respetar un acuerdo tácito de paso (de uno en uno, o de dos en dos) en aquellos cruces donde no hay semáforos o se echa de menos la presencia de fiscales de guardia. Si pasas tú nada me garantiza que después pase yo, parece pensar la mentalidad bárbara. Un pandemónium que se agrava por el estallido de pitazos, cornetazos y mentadas de madre; pésima conducta colectiva que es resumida por el cronista Rafael Osío Cabrices de modo magistral: «Quien toca corneta en todo momento y con esa violencia lo hace porque no quiere pensar en que forma parte, le guste o no, de una sociedad, y que sus derechos valen tanto como los de los otros. Siente que se está defendiendo, pero está alimentando el ambiente de agresión, metiendo más bulla en un país atormentado. Está echándole más leña al fuego».
Obcecados por la angustia, embriagados de inhumanidad, todos olvidamos que la cortesía es la solidaridad de los ciudadanos, entendidos como los hijos y herederos de la polis. Aunque la ruptura del tejido cívico no es un mal exclusivamente venezolano. La noche de la zafiedad se extiende por varios países. El novelista español Enrique Vila-Matas anota en su Dietario Voluble: «Es cansancio lo que me produce la búsqueda diaria de personas amables, educadas, con buen carácter. Cada día me siento más fatigado de todos esos seres que nos tratan tan mal. Es insoportable el mal humor general, la mala educación reinante. Cuanto más avanzamos en el Estado del Bienestar, más horrible y malhumorada se vuelve la gente. Tal vez es consecuencia de que ese bienestar lo estamos alcanzando por medio de luchas encarnizadas. Lo cierto es que el buen carácter es, de todas las cualidades morales, las que más necesita nuestro mundo y seguramente el buen carácter es consecuencia de la tranquilidad y no de progresos bestiales».
El ser agradecido es uno de los rasgos distintivos de las personas de bien, de esos hombres y mujeres que conforman lo que el mexicano Octavio Paz bautizó, en su libro La llama doble, como la aristocracia del corazón: «La cortesía no está al alcance de todos: es un saber y una práctica. No se trata de una aristocracia fundada en la sangre y los privilegios de la herencia sino en ciertas cualidades del espíritu. Aunque estas cualidades son innatas, para manifestarse y convertirse en una segunda naturaleza el adepto debe cultivar su mente y sus sentidos, aprender a sentir, a hablar y, en ciertos momentos, a callar. La cortesía es una escuela de sensibilidad y desinterés».
Nunca como ahora, el poder se regodea en la zafiedad, la corrupción y la belicosidad. No en balde el militar que dice encarnar al pueblo venezolano (¡vaya ego!) reivindica como uno de sus principales logros el haber acabado con los protocolos que, según su entender, distancian a los gobernantes de sus gobernados. Tal vez haya sido por este factor —el hecho de tenerlo tan de cerca— que los venezolanos hemos podido apreciar el inmoral aprovechamiento de la desgracia ajena, el vil intento de legitimar la más reciente etapa de su conspiración permanente (esa ley Habilitante concebida para arrogarse las atribuciones del nuevo parlamento, cambiar la distribución territorial del país, amordazar al canal de noticias Globovisión y limitar el uso de internet) con la supuesta atención a los damnificados por la temporada de lluvias.
Vuelvo al libro de dichos de Rafael Cadenas, y releo otro más de sus aforismos: «No seas juglar de ningún caudillo». Desde aquí, desde la virtualidad de esta atalaya, le contesto al poeta: Tranquilo maestro, ¡nunca lo seremos!

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jueves, diciembre 09, 2010

El último encuentro

El último encuentro, novela del escritor húngaro Sándor Márai, es un tratado sobre la amistad. Sus líneas tienen el mérito de exponer ante la mirada del lector la gama de pasiones y sentimientos que anidan en el alma humana.
En un pequeño castillo, al pie de los Cárpatos, dos ancianos, el general Henrik y el desertor Konrad, se reúnen para mantener una conversación que debió celebrarse hace cuarenta años. Los antiguos amigos, alguna vez compañeros de internado en un liceo militar, tratan de armar, con la serenidad y el desparpajo que brinda la circunstancia de haberlo vivido todo, el rompecabezas de una relación afectiva fracturada por la constante presencia de una mujer ausente. Es el diálogo de dos descreídos, de dos sujetos que incurrieron en la traición de sobrevivir a la persona amada.
La amistad como hermandad y juramento irrespetado, como forma moderada del erotismo pero también como egocentrismo, esto es, como un intento desesperado de apropiarnos de alguien y alejarlo de todo. ¿Existe realmente la amistad? ¿Qué cosas se esconden detrás de ella? Ante la imposibilidad de una respuesta irrebatible y definitiva, el general Henrik sólo atina a pronunciar una frase digna de ser verdad: «Uno siempre responde con su vida entera a las preguntas más importantes, a las preguntas que el mundo le ha hecho una y otra vez».
Sin embargo, ni las florituras verbales ni los fogonazos del pensamiento sirven de mucho a la hora de calmar la ansiedad que, como diría el novelista irlandés John Banville, late en el interior como un segundo corazón. «No hay un proceso anímico más triste, más desesperado, que cuando se enfría una amistad entre dos hombres. Porque entre un hombre y una mujer todo tiene condiciones, como el regateo en el mercado. Pero el sentido profundo de una amistad entre hombres es justamente el altruismo: que no queremos un sacrificio del otro, que no queremos su ternura, que no queremos nada en absoluto, solamente mantener el acuerdo de una alianza sin palabras», insiste, desde el dolor, Henrik.
El general finge olvidar la deserción del antiguo compañero de armas, e incurre en la provocación de plantear la amistad como un hecho heroico, como una gesta cotidiana incapaz de ser acometida por cobardes. «Se puede matar a un amigo, pero la amistad nacida entre dos personas en la infancia no la puede matar ni siquiera la muerte, puesto que su recuerdo permanece en la conciencia de los hombres, como permanece el recuerdo de una hazaña discreta que no se puede expresar con palabras. Así es, la amistad es una hazaña, en el sentido fatal y silencioso del término, donde no resuenan ni sables ni espadas: una hazaña, como cualquier otra actitud desinteresada».
En esta parte del relato los personajes de Márai también se encuentran en el espacio emotivo de un recuerdo: la última escena de caza entre los fieles amigos. La espesura del bosque y la velocidad de las piezas más preciadas de la montería facilitan la dispersión del grupo. El ciervo escogido no se mueve más rápido que la mente que avista la cercanía del abismo, la proximidad de la traición. ¿Existe realmente la amistad? ¿Qué cosas se esconden detrás de ella? La boca de Henrik calla al igual que lo hiciera en el pasado una escopeta sostenida, de manera nerviosa, por unas manos que creíamos expertas.
Konrad, ese extraño visitante proveniente de la soledad, « lugar lleno de secretos», se retrepa en el sillón y también guarda silencio. Un silencio que no es definitivo, porque obedece a un cálculo discursivo. Únicamente espera la insistencia del interlocutor para pronunciar, acto seguido, las palabras que le darán sentido al último encuentro.
Momentos antes, y quizás embriagado por lo profundo de sus reflexiones («El que busca la verdad tiene que empezar buscando dentro de sí»), el viejo general Henrik pone en aviso a los lectores: «Los corazones humanos tienen sus noches. Pero también existen instantes en que no es de noche ni de día en los corazones humanos, instantes en que los animales salvajes salen de su escondite, de las oscuras madrigueras del alma».
Acierta la editora Sigrid Kraus cuando, en entrevista concedida a las páginas culturales del diario chileno El Mercurio, incluye la novela El último encuentro como uno de los diez títulos que integrarán la colección especial por los diez primeros años de labores del sello Salamandra.

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miércoles, diciembre 01, 2010

El gusto prostituido


Cuando en el Facebook reviso mi perfil de usuario me cuesta reconocerme. No sólo por la existencia de tantos amigos (una cantidad demasiado elevada para un sujeto como yo, tímido y poco sociable), sino también por la abundante cantidad de páginas, grupos y personalidades emergentes de los cuales, supuestamente, soy fanático.
Confieso que cada vez dudo más de la conveniencia de aceptar una propuesta de amistad. Mi experiencia como víctima de las redes sociales me lleva a aseverar que la amistad virtual resulta mucho más exigente y comprometida que la amistad tradicional. Los amigueros on line no suelen conformarse con la concreción de un vínculo interpersonal o un reconocimiento de carácter público. Ellos desean agregar tu nombre, de un modo imprudente y abusivo, a una base de datos de fanáticos y sigüíes de los más alocados inventos y emprendimientos cibernéticos.
Pienso que incurrimos en un grave error cuando, llevados por el temor a desairar una autoestima que juzgamos lesionada o tambaleante, convenimos en aceptar una petición de amistad o una invitación a participar en un grupo. Y tal cosa es así, en el mundo sin ley de la Web, porque tú renuncias automáticamente a tu individualidad en el preciso instante en que accedes a declararte fanático de una página o seguidor de un perfil personal. Sucede entonces nuestro rápido adocenamiento en las manadas mercadotécnicas del target y del mercado meta, denominaciones técnicas que hacen referencia a una masa compacta y homogénea de consumidores y usuarios.
Existe en el Facebook, y supongo que también en otras redes sociales, una patética caterva de sujetos, según ellos muy creativos, cuya única ambición consiste en la formación del grupo virtual con más seguidores. No importa el quid ni el busilis del asunto; mucho menos las razones filosóficas esgrimidas para justificar la tan anhelada aglutinación de voluntades: lo único relevante es convertirse en el pionero de la movilización digital, trascender, erigirse en el líder del rebaño. Un buen ejemplo de esta variante moderna del cretinismo lo constituyen los famosos fundadores de los grupos «A que consigo un millón de…» («A que consigo un millón de admiradores del periodista que le arrojó el zapato a George Bush», «A que consigo un millón de aficionados de la revista Gaceta Hípica», «A que consigo un millón de personas que compraron el CD de Paulina Rubio en dúo con Bertín Osborne»); agrupaciones, todas ellas, carentes de sentido, de continuidad, que vagan como herrumbrosos derrelictos en el mar de la (des)información. Se trata de una peste que no conoce de escapatorias, porque si por alguna casualidad decides rechazar semejante castigo, el administrador del grupete no vacilará en reenviarte la invitación hasta el final de los tiempos. Como si de una maldición mitológica se tratase.
La mayoría de estos «amigos virtuales», que nunca debieron haber sido, violentan el pacto tácito que desde siempre ha regido las relaciones entre personas que apenas empiezan a conocerse; esto es, la sabiduría expresada en la aproximación progresiva, en la forja paciente del respeto mutuo. Es obvio que a ninguno de ellos le interesa nada relacionado con la dignidad; circunstancia que explica como, en una suerte de ictus demencial, estos sujetos comienzan a comportarse como si la idea de engrosar las filas del grupo de acoso y de tortura hubiese sido realmente nuestra. Una actitud desquiciada y desquiciante, una vulgarización de las más predecibles estrategias publicitarias, que se expresa, entre otras cosas, en el bombardeo inmisericorde de mensajitos informativos tipo spam, actualizaciones de contenidos y notificaciones de preferencias reales e imaginarias de nuestros vínculos en el «feisbu». En fin, un descaro de dimensiones interplanetarias.
Es muy cierto que en la blogósfera, esa región ocultamente furibunda a decir del novelista Javier Marías, ya menudeaban los sujetos que, echando mano de primitivas técnicas de intriga y persuasión, utilizaban la sección de comentarios para promocionar sus páginas personales. Sin embargo, ninguno de estos blogueros con inquietudes mercadotécnicas se enfrascaba en una campaña de tortura psicológica. Visitaban tu bitácora, dejaban su añagaza publicitaria y luego se marchaban. No te perseguían. No te molestaban. No regresaban. Pero ahora con las redes sociales todo ha cambiado. Vivimos los tiempos del acoso sin fin.
Tengo para mí que el origen del incordio obedece a una malsana aspiración a la reciprocidad: «Porque yo soy tu seguidor, tienes que seguirme». Lo que equivale a pensar que porque este cronista ha incluido en el blogroll de La Hora del Vampiro a Javier Marías y Enrique Vila-Matas, estos dos eminentes escritores españoles tienen la obligación de seguir mis publicaciones o de colocar mi blog entre los enlaces de sus respectivas páginas web. ¿Pero qué clase de estupidez es esta? Resulta frustrante compartir el corto tiempo vital que nos ha sido dado con seres que conciben las preferencias, aficiones y predilecciones en términos de popularidad e intercambios comerciales, y no en función de criterios estéticos o intelectuales. ¿Qué valor puede tener el seguimiento o el apoyo de una persona fanática de todo, de una veleta carente de criterios de jerarquización, incapaz de alambicar sus sentimientos de afinidad? ¿Qué peso puede llegar a tener la voz vicaria o los juicios contemporizadores de una persona gregaria que sólo aspira a sentir lo que Nietzsche bautizó como «el calor del establo»?
Con el surgimiento de Twitter la cosa no ha hecho sino empeorar, porque se trata de una red social que no busca fomentar el conocimiento de nuevas personas ni la cristalización de vínculos profesionales. La mayoría de sus usuarios se plantean influir en la identidad de los grupos de referencia, en los flujos de información y en la orientación de la opinión pública. El universo Twitter está compuesto, grosso modo, por dos clases de seres: el líder y el seguidor. El número de seguidores y la cantidad de mensajes «retuiteados» dan la medida exacta del liderazgo e influencia acumulado por la persona; un factor psicológico que torna mucho más acuciante la expectativa de reciprocidad que ha marcado la senda del gusto prostituido.
El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, en una excelente columna publicada en el diario El Espectador, comentó: «Nadie me tiene que explicar las ventajas y las infinitas posibilidades de las redes sociales. Pero hay en todo este asunto un lado oscuro, tanto más inquietante cuanto que mencionarlo está mal visto. Está mal visto decir, por ejemplo, que las redes sociales tienen claramente un lado pueril: ver a cuarentones mandar mensajitos que dicen “quiero ser tu amigo” me parece, más que conmovedor, preocupante. Está mal visto decir que las redes sociales, más que informarnos de lo que hacen los demás, están hechas para que los demás sepan que estoy haciendo yo: hay en eso una especie de ansiedad por estar todo el tiempo a la vista, por exhibirse y ser examinados, que se acerca demasiado al narcisismo. Los Twitters y los Facebooks y los como-se-llamen son sólo intentos desesperados por no desaparecer: estoy aquí, también existo, no se olviden de mí. Es un miedo atávico: el miedo a ser excluidos del grupo, el miedo gregario a estar con nosotros mismos. Las redes sociales son la manera más sofisticada que hemos inventado de paliar ese miedo, o de desterrarlo de nuestra rutina diaria. Lo cual no es de sorprenderse en una sociedad que le ha declarado la guerra a la soledad, donde los solitarios son señalados con el dedo y se trata por todos los medios de devolverlos al redil que sea, el de la religión, el del partido, el del gremio, el de los fans de cualquier cosa: fans de Obama, fans de Larissa Riquelme, fans de las aceitunas con anchoa».
Una cruzada contra la turbamulta del gusto prostituido pasa, sin duda alguna, por recordarles a todos estos prolíficos fundadores de grupos idiotas la aladas palabras del mejor Marx que ha existido, el gran Groucho: «Nunca pertenecería a un club que admitiera como socio a alguien como yo».

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