domingo, marzo 28, 2010

Locos por el P.O.P.



Todo clóset popular guarda entre sus piezas más valoradas una colección de chaquetas y franelas con el logotipo de una marca comercial; son esas fieles y ajadas piezas de vestir, de indudable y vistoso origen mercadotécnico, que las personas se rehúsan a licenciar, ya sea por la incomparable suavidad de su tejido o por lo significativo de su valor sentimental.
Pero aunque muchos se afanen por atesorar aquella camiseta de un remoto plan vacacional (Lagoven 1981) o la percudida gorra de una empresa hace años quebrada (Banco Latino), lo cierto es que en el mundillo publicitario del material P.O.P. (artículos entregados en el punto de venta) no todos son pecios de un antiguo naufragio. Al igual que el diseñador de una prestigiosa casa de modas, el encargado de promociones también experimenta la necesidad de desarrollar en su trabajo una permanente innovación. Sabe muy bien que las prendas P.O.P., obsequiadas por su gerencia, representan, a pesar de su déficit de desfiles y pasarelas, la verdadera ropa de marca de la pobrecía.
Son muchos los beneficios que la distribución de material P.O.P. le garantizan a una compañía. Entre ellos podemos mencionar la promoción de un producto o servicio, el reforzamiento en el mercado de los nuevos lanzamientos comerciales, el fortalecimiento de la presencia empresarial en ferias y exposiciones, la gratificación de una tendencia de fidelidad en el consumo, la identificación de la fuerza de venta con la variedad de productos ofrecidos por la empresa, y la posible recuperación de la inversión publicitaria a través del establecimiento de una red de boutiques corporativas.
Hay sujetos refractarios al uso de prendas o artículo promocionales. Alegan que ellos no son vallas o anuncios publicitarios de nadie, y que visto bien, desde la perspectiva conceptual de la libertad individual, los materiales P.O.P. suponen la inexcusable invasión del espacio doméstico por parte de la cultura corporativa y la gerencia de marca. Sin embargo, hay otras personas, entre las cuales me cuento (al momento de escribir esta nota llevo puesta una franela del Gigante Verde), que no atisban nada negativo o marginal en el hábito de portar, con la dudosa prestancia del modelo aficionado, ropas y objetos de suvenir comercial. De hecho, todos aquellos individuos que nos mantenemos al acecho de obsequios publicitarios (camisas, gorras, viseras, koalas, llaveros, destapadores, bolígrafos, vasos térmicos, calendarios, tacos de notas, mause pad, yoyos o frisbee) nunca hemos dejado de tener en cuenta el profundo carácter funcional del P.O.P. De hecho, si el objeto regalado no es útil no es material P.O.P.
En los duros tiempos que nos ha tocado vivir, nadie debiese apenarse por vestir las gratuitas y funcionales galas del P.O.P., sobre todo en Venezuela donde sus atribulados habitantes observan a diario como las figuras tenidas por grandes íconos de elegancia —cotizadas modelos y supuestos zares de la belleza— se despeinan y desgañitan promocionando por televisión las incomparables ofertas ofrecidas por tiendas de baratillo y palacios populares de ropa íntima.
Sin embargo, hay que reconocer que el P.O.P. tiene su lado totalitario. Es aquel que se manifiesta en las organizaciones que obligan a sus empleados a decorar sus hogares con merchandising; a consumir exclusivamente los productos de la empresa y evitar los de la competencia; a lucir, con exultante orgullo, ropas y utensilios de carácter promocional que ratifiquen en cada instante la identificación plena del trabajador con la marca; circunstancias que, en su conjunto, vienen a representar la versión mercantil y contemporánea de un mundo feliz…
Cuando nos adentramos en los predios del mercadeo político e ideológico notamos como los dirigentes y activistas comunistas destacan por la habilidad especial para desarrollar su propia y sólida simbología P.O.P.; un completo material propagandístico a ser distribuido entre individuos progres, comprometidos y de buena conciencia. Del amplio catálogo de suvenires comerciales de la izquierda radical las piezas ornamentales preferidas por los consumidores globales son las chapas y franelas del «Chic» Guevara (Carlos Fuentes dixit) y las banderas y afiches de la hoz y el martillo.
Finalmente, resulta imperativo dar cuenta de la existencia de un material promocional presente en todos los hogares venezolanos, de marcado uso clandestino, destinado a la realización de actividades de limpieza y bricolaje (lavado de vehículos, pintura de paredes, mudanza de trastes, pulitura de zapatos, tintura de cabellos), relacionado con las campañas electorales. Se trata del P.O.P. de la derrota: el pito de Piñerúa, la gorra de Alfaro Ucero, la visera de Frijolito, la camiseta de Arias Cárdenas, el koala de Manuel Rosales. En fin, tenebrosas piezas de colección que más de un solvente curador soñaría con incorporar a una de las muchas galerías que integrarían un, cada vez más necesario, Museo Venezolano de la Pava y la Mabita.

Etiquetas: , ,

domingo, marzo 21, 2010

Disección de un peluche

Un hombre no puede evitar que la mujer de sus sueños no sienta atracción por él, pero sí puede impedir ser arrumbado, en canallesca jugada, al muladar de los «peluches».
De acuerdo con un diccionario enciclopédico de sexualidad humana —cuyas páginas aún están por escribirse— el peluche es aquel hombre, más pusilánime que tímido, que cultiva la figura del «mejor amigo» como paso inicial para conseguir una cópula con la chica que inflama su deseo. En este sentido, el peluchismo es un método indirecto y encubierto de seducción, inevitablemente condenado al fracaso dado que no parte de una base real (la atracción de la mujer) sino de una errónea percepción de progresivo enamoramiento.
Son dos las razones que dan pábulo a estas falsas expectativas de enamoramiento. La primera, de orden mental, consiste en la equivocada creencia de que la afinidad espiritual desemboca inexorablemente en el coito. La segunda, de orden físico, guarda relación con los mimos, abrazos y manoseos permanentemente hechos por la mujer histérica que ha tenido a bien transmutar al hombre enamorado en un peluche; esto es, en un ser negado para la sexualidad. No olvidemos que los peluches —y sus distintos sucedáneos— no tienen genitales, y que ninguna de las parafilias documentadas por la psicología clínica da cuenta de un morbo o excitación asociado al uso de juguetes felpudos. «¡Peluche que entráis aquí perded toda esperanza!», reza la inscripción colocada en el dintel del campo de concentración de todos los polvos que nunca han sido.
Sin embargo, lo más lamentable de esta dramática situación es que el pobre peluchito desconoce que es un peluche. Como los míticos devoradores de la flor de loto, olvida cada uno de los crecientes y sucesivos fracasos de su metodología de cortejo. No tiene conciencia de su amor zombi. Su mente se encastilla en un optimismo enfermizo, que le hace ver el triunfo en el terreno agostado por la aridez afectiva. Al decir de un famoso verso lusitano, el peluche es gallo que canta ignorando la noche. De ahí, que se precise la intervención de un amigo para despertarlo del sueño profundo:
— ¿Pero Peluchín cuántas citas llevas con esa chica?
— Creo que unas treinta salidas, mi pana. Pero tranquilo, no te preocupes, que ya está a punto de caer. Tienes que verla: Se ríe con mis chistes, se preocupa por mí y el pasado 12 de febrero me dio un regalito por el día de los enamorados y la amistad…
¡La amistad, la amistad! ¡Malhaya la amistad! ¡He ahí la estela funeraria de todo peluche! ¡He ahí la daga letal que nunca podrá ser arrancada!
Sabido es que la mayoría de las mujeres, en un acto de condenable sadismo, mantiene para su diversión personal a un elenco de hombres-peluche, que casi siempre gustan de llamar «amigos». Seres heterosexuales que asisten en silencio a la divulgación de un amplio y ajeno anecdotario de problemas de pareja y confidencias de cama. Una variante moderna de la tortura que es complementada con una sesión de abrazos y arrumacos cargados de sevicia, que sólo terminarán cuando el peluche —más azul que un avatar, por culpa de la libido— se le ocurra el despropósito de solicitarle el concúbito a su histérica opresora. Cosa que nunca ocurrirá, porque nuestro felpudo y simpático amigo no está invitado al baile del placer. Pero de llegar a asisitir, en calidad de coleado o arrocero, entonces lo máximo que podría bailar sería una pieza de salsa y otra de merengue. Jamás en la vida gozaría la barriobajera gloria de un perreo, ya que una draconiana ley no escrita prescribe que peluche no baila pegado: sólo hace coreografía.
El único sitio donde el peluche realmente tiene el control de la situación es un no-sitio. Es en la virtualidad del ciberespacio, ese mundo construido a partir de la imposibilidad de la cercanía física, donde consigue su reino. Allí puede desplegar, en su perfil de Facebook, en su directorio de seguidores en Twitter, un abultado álbum de novias por Internet, voluptuosas mujeres, retratadas casi siempre en fotos de pornostar, que «taguean» al peluche en fotos digitales de supuesto contenido erótico. El sueño de toda histérica, decirle a los integrantes de su elenco de peluches: «Yo te la doy, pero por Twitter», «Yo te la succiono, pero por Facebook»…
Un buen comienzo en el largo camino para dejar de ser un peluche lo constituye la práctica del «número mágico». Esta estrategia consiste en la fijación de un tope de salidas infructuosas —en términos de avances específicos— que le sirva de referencia a la persona a la hora de determinar con exactitud cuando debe pararse el galanteo, so pena de transformarse en felpudo. La idea es bastante buena. No olvidemos que la imposibilidad de ver recuperada en réditos amatorios la cuantiosa inversión realizada por el peluche es lo que hace de él, más que el exitoso ejecutante de un programa de inversiones, el resignado supervisor de un programa social de apoyo a las mujeres histéricas.
Peluches del mundo: ¡Despierten y reaccionen! No hagan suyos los adoloridos versos del poeta de la Rua dos Douradores: «Contemplo, como en una extensión al sol que rompe nubes, mi vida pasada; y noto, con un pasmo metafísico, que todos mis gestos más seguros, mis ideas más claras, y mis propósitos más lógicos, no fueron, al final, más que solemne borrachera, locura natural, gran desconocimiento. Ni siquiera representé. Me representaron. Fui, no el actor, sino sólo sus gestos».

Etiquetas: , ,

domingo, marzo 14, 2010

Añoranza de los maestros


Ya nadie quiere ser maestro. Muy pocas personas reivindican esta noble condición menos profesional que humana. Pareciera que saber más que los demás, en cualquier aspecto de la vida, se ha convertido en un delito, casi un acto nefando. La cultura de lo políticamente correcto, que veladamente tiraniza a las sociedades modernas, no pierde ocasión para remachar la figura del facilitador como eje central del sistema educativo del futuro.
Sin embargo, a pesar del caché y savoir faire del novísimo oficio no me imagino a Sócrates reclamando para sí, antes de apurar un trago de cicuta, la condición de facilitador de Filosofía. Tampoco me da la sesera para recrear la escena de unos doce apóstoles que se refieran a Jesús con el piadoso remoquete de «El facilitador»; y eso que, con su sacrificio, el Nazareno nos facilitó la vida eterna. Mucho menos me alcanzan las neuronas para imaginar al Libertador Simón Bolívar, en la cima del Monte Sacro, en compañía de Simón Rodríguez, pronunciando palabras como: «Juro por mi honor, juro por Dios, juro por mi patria y juro por usted mi querido facilitador».
El actual descrédito del magisterio obedece a varias razones. La más pedestre, afianzada en el plano económico, pone de bulto que con el amor al conocimiento y la preocupación por el prójimo no se va al mercado. La causa más rebuscada, por pretendidamente intelectual, se desprende del igualitarismo ramplón y descocado que se empeña en extrapolar a todos los planos de la existencia (la familia, la escuela, la empresa) la noción política de democracia en su concepción más primitiva y tumultuaria, aquella que idolatra a la mayoría y escarnece a las minorías, aquella que aspira ingenuamente resolverlo todo con una votación.
Para estos modernos jacobinos de la inclusión, el salón de clases representa uno de los últimos bastiones de la dominación basada en jerarquías y privilegios. Según estos cruzados del espíritu democrático, se torna imperativo –si en verdad la sociedad tiene como axioma la igualdad de todos sus miembros– liquidar el inveterado y solitario reino del maestro. La justicia social exige acallar el tono solemne y monocorde del dómine, para así poder escuchar la voz coral de los iguales enzarzados en sesudos debates entre iguales. Una Arcadia rediviva que si acaso llegase a necesitar de una presencia adicional ésta no sería otra que la de un moderador que oriente y mantenga vivo el debate. En este sentido, el facilitador se erige como el Primus Inter Pares.
No se me escapa que detrás de la conversión del maestro en facilitador se oculta la misma metamorfosis mercadotécnica que transforma al alumno en cliente y hace del fenómeno del aprendizaje una variante más de la filosofía de calidad de servicio. De seguir por este camino, asistiremos al día en que desesperados guías de aula repitan como mantra que los alumnos siempre tienen la razón.
Por su híbrida naturaleza de animador y promotor comercial, el facilitador se erige como un enemigo jurado de las clases magistrales. Su deber principal no es educar sino entretener, esto es, mantener interesada a la audiencia cautiva. De ahí, que su metodología de enseñanza –por darle un nombre– exhiba un carácter marcadamente multimedia. Su utillaje comprende laptops de última generación, láminas de Power Point, Video Beam, Home Theater, Plasmas Hig Definition, sonido Dolby Stereo y, si pudiese, lentes 3-D, cotufas y un vaso de refresco.
En sus clases, que curiosamente nunca reciben el nombre de clases sino más bien de coloquios, talleres vivenciales o conversatorios, el facilitador se esfuerza en todo momento en promover la intervención, sin ton ni son, de todos los presentes; sabe que, al igual que cualquier animador de programas de talk show, el silencio es su enemigo y que su evaluación de desempeño se encuentra indisolublemente atada a la participación y feed back de los oyentes-clientes (Profesor Tumusa, dixit). De ahí que no resulte sorprendente que en un futuro, no muy lejano, los facilitadores más creativos y emprendedores estimulen en sus eventos la recepción de llamadas del público, el envío de mensajes móviles de textos o las interacciones on line con comunidades de «tuiteros».
Pocas voces más extranjeras en el léxico de un facilitador que las palabras «examen» y «evaluación». La utilización de estos términos en su discurso laboral implicaría la admisión inconsciente de una determinada superioridad mental, que le permitiría identificar los distintos niveles de inteligencia o retención mnemotécnica de cada uno de los asistentes al taller vivencial. Esta hipótesis, de suya negada, implicaría en el fondo una desleal ruptura del pacto entre los iguales. Por tanto, en el mundillo de los facilitadores no se admiten quizzes, ni siquiera de selección simple o de verdadero o falso. No hay que olvidar que el facilitador de casta no coloca puntuaciones, sino que distribuye certificados de asistencia como las reinas de belleza reparten besos.
En la actualidad, el facilitador —este eufemismo extraído de la lengua sin vida de lo políticamente correcto— ha estado penetrando lamentablemente los ámbitos académicos, de la mano de la pomposa metodología conocida como estudios de casos. En esta dinámica «académica» de «discusión entre iguales», el que menos puja, puja una enseñanza basada en una interesante «experiencia de vida». Debo confesar que no creo en esto. Como resultado de una prolongada exposición a rituales de carácter colectivo he desarrollado un creciente recelo por la denominada deliberación popular, ya que casi siempre he comprobado que a la mayoría de la gente le gusta opinar sin tener una preparación previa. He perdido la cuenta de las veces en que el autorizado «hablar desde la experiencia» se ve reducido al relato chato y aburrido de los chismes de oficina, los problemas domésticos o las peripecias de alcoba.
El salón de clases tiene una especificidad que bien haríamos en reconocer y aceptar. El término «facilitador» más que una palabra vinculada al mundo de la docencia pareciera ser un eufemismo que alude a la actividad ilegal, clandestina, de un gestor. No en balde nos facilitan la obtención de un trámite burocrático, una cédula de identidad o un pasaporte; pero no pueden facilitarnos la comprensión de las causas históricas del ascenso de Napoleón Bonaparte, por mencionar un ejemplo. Se aprende más de la persona apasionada que ha dedicado parte de su vida al estudio detallado de un asunto, que de la bulliciosa caterva de presumidos que aturden nuestros oídos con sus dizque «valiosos» testimonios construidos «desde la experiencia».
Escribe Claudio Magris en uno de sus artículos de la compilación Utopía y Desencanto: «El maestro es tal porque, aún confirmando sus propias convicciones, no quiere imponérselas a sus discípulos, no quiere formar copias de sí mismo, sino inteligencias independientes, capaces de ir por sus propios caminos. Es más, es un maestro sólo en cuanto que sabe entender cuál es el camino adecuado para su alumno y sabe ayudarlo a encontrarlo y recorrerlo, a no traicionar la esencia de su persona (…) Contar con auténticos maestros es una suerte extraordinaria, pero también es un mérito, porque presupone la capacidad de saberles reconocer y saber aceptar su ayuda; no sólo dar, también recibir es un signo de libertad, y un hombre libre es quien sabe confesar su debilidad y coger la mano que se le ofrece».
Gracias a los buenos maestros por tener siempre sus manos extendidas.

Etiquetas: , ,

domingo, marzo 07, 2010

El Código Maradona


La pobreza es una incómoda pareja de baile. Desatiende el ritmo, baila pegado y para rematar no se mueve. Te niega el dinero, y hasta la perspectiva de tenerlo. Sin embargo, y como compensación, a veces te avasalla con hilarantes anécdotas sacadas de la picaresca. A mi juicio, la historia del Código Maradona pertenece a esta tradición.
Siempre he tenido problemas de pronunciación con las letras «j» y «g». Una vez mi anciano padre, preocupado por la proximidad de mis estudios universitarios, me preguntó: ¿Rafael dónde te gustaría estudiar? «Papá, yo preferiría estudiar en una institución paja». Fue entonces cuando muerto de risa me señaló: «Tranquilo hijo mío, que paja vas a estudiar. Lo que estamos tratando de dilucidar aquí es si lo harás en una institución pública o en una privada». Finalmente, terminé estudiando paja en la Universidad Católica Andrés Bello.
Con el inicio de mi vida universitaria comenzó también mi actividad noctámbula y rumbera. Papá, resignado ante la inevitabilidad de los acontecimientos, optó por decirme: «Rafael, hijo mío, sólo te voy a dar un consejo: Debes saber que, sin importar las circunstancias que rodeen tus salidas fiesteras, las peas siempre se terminan en la casa. Es decir, está prohibido quedarse en sitios extraños, sean estos comerciales o pretendidamente familiares». En aquel momento, con la circunspección característica de todo aquel principiante que acaba de recibir la revelación de un arcano, sólo atiné a decirle: «Tranquilo, mi viejo».
Pero, como es bien sabido, a veces toca rumbear lejos de casa. No todos los guateques se celebran en nuestro vecindario. Cuando el sitio de la fiesta pertenece a otra jurisdicción, la posibilidad de que un peatón impenitente regrese en vehículo a su morada depende, en grado sumo, de que ninguno de los amigos con carro monte en cólera o termine por quedar con una chica. Se trata, pues, de una deletérea dinámica suma-cero, que prescribe que para que le vaya bien a un peatón necesariamente tiene que irle mal a un conductor. En este sentido, la sabiduría milenaria destaca la inconveniencia de atar la suerte propia a la lujuria ajena.
En aquellos casos en que fallaba el transporte oficial, mi padre me recomendaba tomar un taxi. Una propuesta onerosa e inviable para un estudiante; esto es, un ser atribulado que, aunque intente disimular su pobreza con las galas de la ilustración y la cultura, no es más que un pelagatos en busca de un mecenas.

-No te preocupes hijo. El hecho de que tú no tengas dinero no tiene porque saberlo el taxista. Tú te montas en el carro con cara de piedra y luego activas el Código Maradona.
-¿El Código Maradona?
-Sí, pelotudo: El Código Maradona, me espetó mi padre, quizás un tanto imbuido del espíritu marcial de sus tiempos de milicia e inteligencia militar.

El Código de marras se activaba, simplemente, diciendo que Maradona había metido un gol. El precio del servicio lo simbolizaba el minuto de juego en que el fenómeno de Villa Fiorito la había mandado a guardar –como gustan decir los locutores argentinos de Fox Sport-. De suerte, que si la carrerita costaba 22 mil bolívares, yo decía que Maradona había anotado un gol en el minuto 22. Al rato, mi padre me esperaba en la puerta del edificio con el dinero en la mano. Y resuelto el problema. La pea terminaba en casa.
Había veces en que, por la cercanía del trayecto, el «camisa diez» albiceleste anotaba goles de camerino, ora en el minuto quince, ora en el minuto cinco. Durante el lapso en que estuvo vigente el código, la mayoría de los goles subieron al marcador en el primer tiempo.
Cuando egresé de la Universidad Católica no sólo había terminado mi época estudiantil sino también los días del Código Maradona, útil dispositivo táctico que, al igual que cualquier proyecto secreto, fue destruido y olvidado su nombre. En unos meses me convertí en un periodista con un trabajo estable, que ya tenía su dinero –poco, pero su dinero- y podía sufragar los costos de sus divertimentos. Creía entonces, como el ingenuo de Francis Fukuyama, en el fin de la historia. Estaba convencido de que los meses futuros estarían marcados por la prosperidad, y que los oscuros días de inopia jamás regresarían; que por mandato divino yo siempre tendría -como dicen los malandros- una «fuerza» en la cartera. Se trató de un espejismo de bonanza que me hizo olvidar que, como reza el cuento de Javier Marías, «todo mal vuelve».
Hace un año, pasado de tragos y confiado en la eficacia del dinero plástico, me encontraba con unos amigos en el restaurante Vista Arroyo, ubicado entre el culo del mundo y el cementerio de La Guarita. O lo que es lo mismo: un continente lejos de casa. En un ataque de imprudente ira, me molesté con mis compañeros de pea y decidí retirarme a mis aposentos. Pero, tan pronto traspasé la entrada del local, cobré conciencia de que sólo tenía diez mil bolívares «en la vida». En escasos segundos la situación de pobreza extrema se fundió con la atmósfera de terror y soledad propia de los camposantos y sus periferias. Todo aquello, además de profundamente marginal, era tenebroso. Juro por Dios que en ese momento hasta escuché un aullido. Temí la presencia de un licántropo en medio de la nada. No olviden, queridos lectores, que soy un humilde vampirito. Mi existencia peligraba y, por tanto, no podía darme el lujo de desaprovechar ninguna oportunidad de abandonar los predios del terror. Por eso, acicateado por un ancestral instinto de sobrevivencia, decidí resucitar, a casi quince años de su desaparición, el Código Maradona.
Gracias a Dios vislumbré la cercanía de un taxi. Hice más señas que un mimo para pararlo. Una vez detenido, le pregunté al conductor por cuánto me llevaría a los lejanos predios de La Candelaria. El tipo me contestó que por setenta mil bolívares. El monto se me antojó una fortuna. No pude evitar preguntarle al taxista si acaso pensaba llevarme cargado. El rostro patibulario del profesional del volante, muy a tono con el ambiente dantesco que rodea esta parte del relato, me hizo saber que no le había gustado mi ingenioso chascarrillo. Opté pues por no hacerme más el gracioso, y montarme ipso facto en el asiento de atrás del vehículo. Fue entonces cuando llamé a mi anciano padre, quien se encontraba arropado por las mullidas alas de Morfeo. Eran las tres de la madrugada, y yo, como reza el famoso vallenato, no había dormido nada.

-¡Aló papá! ¿Cómo está la vaina? El partido estuvo muy bueno…
-¿Pero que te pasa infeliz? ¿Te volviste loco piazo e’vago? No me digas que estás drogado…
-Negativo papá. Nada que ver. Te llamo para decirte que el Pelusa metió un gol.
- ¡Pero qué pelusa del carajo, muchacho del coño! ¿Pelusa? Las que tiene en los interiores, anormal. ¡Vente para acá inmediatamente para que duermas esa pea!
-Eso mismo es lo que yo quiero papá. Pero vuelvo y te repito que Maradona metió un gol.

A todas estas, el taxista se encontraba desconcertado por la rocambolesca conversación de la que era testigo. Era un hecho notorio y comunicacional que el popular Diego no sólo se había retirado del fútbol, sino que además no salía de un centro de desintoxicación. «Será acaso que este tipo es un drogadicto tratando de contactar a su dealer», seguramente se preguntó.

-¿Y cuánto es infeliz?
-Bueno papá, el gol fue en el minuto noventa.
-¡Coño noventa mil bolívares! ¿Te volviste loco Wilfrido? –Eran setenta mil bolívares, pero yo, en un rapto de envidiable rapidez mental, sumé a la cuenta veinte minutos más, perdón veinte mil bolívares más para cubrir el desayuno, ya que me encontraba seguro de que al día siguiente me quitarían el habla y me declararían persona non grata-. ¡Noventa mil bolívares! ¡No puede ser!
-Yes, dear father, ninety bolívares...
-Pero bien bueno pues, salió mi número con este borrachito bilingüe. ¿Y se puede saber dónde carajo estás tú? ¿En la Gran Sabana echándote palos con los yanomamis? ¿Ah, desgraciado?

Al final mi viejo aceptó desembolsar el monto del rescate. Yo, por mi parte, en el largo camino a casa, intenté convencer al taxista de que el gran Diego Maradona había vuelto a las canchas para jugar un partido benéfico. «Efectivamente maestro, qué raro que usted no se enteró. Lo anunciaron por toda partes: Maradona y sus amigos versus el resto del mundo», señalé con lengua trapajosa.
En veinticinco minutos llegué a Las Colinas de La Candelaria. Mi padre, con una bata de dormir mal anudada, me esperaba en la entrada del edificio. Al detenerse el automóvil, caminó hacia la puerta, extendió su mano por la ventana, me entregó el dinero y se dio la vuelta. Agradecí entonces al dios de los borrachos –o al santo bebedor de Joseph Roth- el que mi padre no le hubiese dado el efectivo directamente al taxista. «Se salvaron los pastelitos de jamón del desayuno. ¡Alabado sea el Señor!», musité casi en estado místico.
Ya en el ascensor, mientras pensaba en la necesidad de actualizar el salvífico lenguaje encriptado con otra denominación, por ejemplo el Código Messi o el Código CR9, detallé la mirada de profunda rabia de mi papá.
El pobre había olvidado, al igual que yo, que todo mal vuelve.

Etiquetas: , ,