jueves, mayo 25, 2006

Lo que quiere la gente

Al contrario de lo que sostienen algunos profetas del desastre, cada vez estoy más convencido del profundo cariño que siente nuestro pueblo por el noble hábito de la lectura; cariño que se expresa en la pasión con que cada día tantos compatriotas se entregan a largas horas de lectura de la borra del café, de las cartas del tarot, de las volutas del tabaco y hasta de los caracoles. Pareciera que cualquier material se antoja apropiado a la hora de evitar las páginas de un libro.
Y es que a la cultura a menudo se suele llegar de la mano de la fealdad, y en Venezuela, el país de la belleza, la creciente demanda social de los hombres y mujeres que “están buenos” les impone una agitada agenda de actividades, que les impide contar con los minutos de reposo y soledad necesarios para engolfarse en la plácida y cultivadora lectura de textos inmortales de la literatura universal. Únicamente son los feos, los eternos execrados de la rumba y el guateque, quienes cuentan con el tiempo requerido para entrarle como se debe a las aventuras del manchego Don Quijote y su escudero.
Es triste admitirlo, pero nadie en su cama reclama la presencia de un agudo conferencista ni mucho menos de un erudito en pintura medieval; tan sólo se solicita una pareja medianamente instruida en las artes del rascabucheo y la labia graciosa.
Sin embargo, por más bueno que se esté, reconocerse iletrado y analfabeta funcional siempre supondrá un alto costo social para el individuo, y un motivo de vergüenza para sus familiares y amigos. El idealismo propio de toda sociedad le pide a sus hijos que se esmeren en ser algo más que simples amasijos de músculos o monumentos vivientes de curvas y turgencias. También les exige que piensen y acumulen cierto bagaje cultural para el adorno de su expresión oral y escrita, de manera que el verbo se muestre en consonancia con la hermosura exterior.
Existen varias truquitos para simular el don de la inteligencia y la cultura sin necesidad de acudir a los temidos libros. De todos estos recursos echan mano las personas urgidas de demostrar que nacieron provistos de sustancia gris. El más socorrido de ellos es la utilización de las interrogantes como hilo del discurso. Ejemplo: (imagínese ante un grupo arrobado por sus dotes oratorias) ¿Pero qué es el amor? Pudiésemos preguntarnos (en este punto, haga una pausa para crear la atmósfera narrativa, y de paso para pensar sobre la continuidad de su cháchara) ¿Acaso la unión física y espiritual de dos seres humanos? ¿Pero pueden dos soledades hacer una compañía?...
Otro expediente, que por manido no debemos soslayar, es el gesto maquinal de frotarse la barbilla mientras se dirige una profunda mirada a la persona que nos habla; todo ello con esporádicos y alternativos movimientos de asentimiento, duda o estupefacción. Hay quien frunce el ceño y se aventura a repetir las tres últimas palabras de su interlocutor, aunque sin abusar.
Un mecanismo más elevado es utilizar en la conversación los denominados quiasmos, o cambios en el orden de las palabras que causa inversión del sentido, tal como por ejemplo la expresión: Más vidas para nuestros años, y no más años para nuestras vidas.
Y, finalmente, existe la opción de la cita culturosa, a cuya sombra me acomodo para así cederle la palabra al gran Oscar Wilde: “La gente no quiere que se le eduque; sólo quiere que se le tenga por educada”.

jueves, mayo 11, 2006

Tristemente felices

Conozco a una persona que nunca ha sido feliz. Bueno, al menos eso es lo que dice ella mientras despacha con movimientos felinos un pote de arroz chino con lumpia que ha traído a la casa el insensible de su esposo; ese mismo “monstruo” que ha contratado una señora para que se ocupe de las labores domésticas, y le ha comprado un moderno televisor plasma, de no-sé-cuantas-pulgadas, para facilitarle el pleno goce del bloque de novelas de la tarde. Y es que, como decía el inmortal Quevedo, lo mucho se vuelve poco con sólo desear un poco más.
De las utopías modernas la más difícil sin duda resulta la búsqueda de la felicidad. Cuando contamos con la suerte de poseer un buen trabajo y sólidos ingresos, entonces no tenemos tiempo para gastar nuestro dinero ni para compartir inolvidables momentos en compañía de amigos y familiares.
Lo contrario también pasa: Cuando disponemos de todo el tiempo para pasear o disfrutar de un buen libro (bien porque somos estudiantes; bien porque el desempleo nos regaló una forzada temporada sabática), entonces carecemos del biyuyo necesario para dar rienda suelta a nuestro consumismo del siglo XX, y debemos conformarnos con la contemplación masoquista de vidrieras y exhibiciones en centros comerciales.
Cuando de pequeños, y bajo el asedio de la sempiterna crisis económica (verdadero líquido amniótico de los venezolanos), juramos luchar sin descanso hasta deleitar nuestros paladares en innúmeros festines y banquetes, nunca imaginamos, en nuestra lejana inocencia, que de grandes seríamos fáciles presa de cocos tan tenebrosos como los triglicéridos y el colesterol.

Otro sueño digno de mencionar aquí es, por supuesto, la adquisición de un vehículo: Ahorramos lo que no tenemos y hasta pedimos prestado a un banco a fin de disfrutar de la mágica sensación de libertad que, en nuestras mentes de peatones profesionales, siempre nos deparará la conducción del volante. Sin embargo, luego de consignar sopotocientos requisitos y fianzas comerciales, somos arrumados a una interminable lista de compradores que esperan angustiados la entrega del carrito. Y al final, cuando ya te dan el coche, resulta que tú, el mismo que ingenuamente había jurado que no iba a salir de una playa, de lo que verdaderamente no sales es de una bendita cola. Piiii. Piiii. No hay derecho.
Hay quienes buscamos con afán la posibilidad de trabajar en una empresa multinacional, para así viajar en clase ejecutiva y observar gratuitamente maravillas universales como el Coliseo Romano y el Arco del Triunfo; sin sospechar siquiera que la pesada carga de la gerencia global apenas nos permitirá conocer los distintos aeropuertos internacionales y las diferentes piscinas instaladas en los cinco continentes por una cadena hotelera cinco estrellas.
Finalmente, víctimas del engaño mayor, nos metemos a empresarios dizque para no ser esclavos de nadie, y resulta que terminamos siendo esclavos de medio mundo: de los clientes; de las autoridades tributarias; del hampa desbordada, que si no roba, cobra vacuna. Es difícil no sentir que corremos alocados detrás de una quimera que se aleja con cada zancada.
“La felicidad no aguanta un dolor de muelas” ironizó el novelista portugués José Saramago, como quien se encuentra al tanto de la sutil advertencia de John Stuart Mill, uno de los padres del liberalismo político: “Preguntaos si sois felices y dejaréis de serlo”